martes, 13 de agosto de 2019
CAPITULO 55 (QUINTA HISTORIA)
Con la facilidad de un niño, Kevin se olvidó inmediatamente de su huida y se metió de lleno en la fiesta del cuatro de julio. Era, por el momento, un héroe, e impresionó a sus amigos con el relato de sus aventuras.
Estaba toda la familia reunida, perros incluidos, de modo que Sadie y Fred jugaban con sus cachorros, correteando por el césped. Los bebés estaban en los parques, en sus cunas o en brazos de sus madres. Algunos clientes del hotel se acercaron por allí, alejándose de la fiesta preparada en el restaurante, llevados por el alegre sonido de las risas.
Pedro no pudo, como habría deseado, jugar al béisbol. Una caída habría sido desastrosa para él. En vez de eso, lo designaron árbitro y tuvo el placer de discutir con todos.
—¿Estás ciego? —le dijo Catalina, tirando el bate—. Un golpe en el ojo no es excusa. La bola ha salido por medio kilómetro.
Pedro mordió el cigarro.
—Desde aquí ha sido buena, nena.
Catalina se enfrentó a él con los brazos en jarras.
—Pues entonces, cámbiate de sitio.
—Catalina, no discutas, estás eliminada.
—Si no estuvieras hecho un asco… —dijo Catalina, luego se rio—. Te toca, Lila.
—¿Ya? —dijo Lila con un gesto perezoso. Se apartó el flequillo de la cara y se dispuso a batear.
Desde su posición, Paula miró a su segunda base.
—Lila no corre ni aunque le pongamos un cohete.
Susana suspiró y negó la cabeza.
—No le hace falta. Tú, mira.
Lila, con una mano en la cadera, guiñó el ojo a Pedro y se dispuso a batear. Samuel lanzó la pelota con efecto. Lila ni siquiera se molestó en intentar darle y bostezó.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Pedro.
—Me gusta esperar un buen lanzamiento.
El segundo lanzamiento tampoco le gustó. Dejó pasar la pelota y se ganó aplausos del equipo contrario.
Salió de la base, se estiró y miró a Samuel.
—Está bien, campeón, lanza otra vez —dijo y se colocó en posición.
El lanzamiento fue algo bajo, pero Lila golpeó la pelota y la envió a unos cien metros, consiguiendo una carrera. Entre aplausos y vítores, se dio la vuelta y le dio el bate a Pedro.
—Siempre reconozco un buen lanzamiento —le dijo.
Cuando terminó el partido, siguió la fiesta y Pedro se acercó a Paula.
—Juegas muy bien, nena.
—En Oklahoma entrenaba al equipo del colegio de Kevin —dijo Paula, mirando a su hijo—. Parece que ya se ha olvidado de todo, ¿verdad?
—Sí. ¿Y tú?
—Yo no, tengo el estómago lleno de mariposas —dijo Paula, poniéndose una mano en el estómago y bajando la voz—. No sabía que pensara así de Bruno.
—Los chicos siempre tienen secretos, incluso para su madre.
—Supongo que sí —dijo Paula. Era un día demasiado hermoso para echarlo a perder con preocupaciones—. No sé qué le has dicho allí arriba, pero para mí es muy importante que lo hayas traído. Y tú significas mucho para mí.
Pedro bebió un trago de cerveza.
—Estás preocupada por algo, Pau. ¿Por qué no lo dices?
—De acuerdo. Ayer, después de que te fuiste, estuve pensando en cómo me sentiría si tú no volvieras. Sé que habría un hueco en mi vida. Tal vez, podría llenarlo otra vez; pero, en parte, porque algo me faltaría. Cuando me preguntaba qué me faltaría, siempre encontraba la misma respuesta.
—¿Y cuál era, Pau?
—Tú, Pedro —dijo besándolo en la mejilla—, tú.
CAPITULO 54 (QUINTA HISTORIA)
A Pedro le dolía todo el cuerpo en el camino de descenso, pero la ascensión había merecido la pena. Todo merecía la pena por ver el rostro de alegría de Paula.
—¡Kevin! —exclamó esta corriendo hacia ellos.
—Adelante —murmuró Pedro, dirigiéndose al niño—, quiere abrazarte a ti antes.
Kevin dejó las cosas en el suelo y corrió hacia su madre.
—Oh, Kevin —dijo Paula arrodillándose y abrazando y besando a su hijo, sin poder evitar las lágrimas.
—¿Dónde estaba? —le preguntó Teo a Pedro en voz baja.
—En los acantilados.
—Santo Dios —dijo Catalina—. ¿Ha dormido allí?
—No sé, pero tuve la corazonada de que estaba allí.
—¿Una corazonada? —dijo Teo, intercambiando una mirada con su esposa—. Recuérdame que te cuente cómo encontré a Fred cuando era pequeño.
Max le dio a Pedro una palmada en el hombro.
—Voy a llamar a la policía para decirles que lo hemos encontrado.
—Tendrá hambre —dijo Coco, enjugando las lágrimas y apretándose contra El Holandés—. Voy a preparar algo.
—Pero mujer, deja que su madre se ocupe de él —dijo El Holandés, disimulando su emoción con aquel comentario—. Mujeres, siempre tienen que estar metiéndose en todo.
—Vamos dentro —dijo Susana, dirigiéndose a sus hijos.
—Pero yo quiero preguntarle si ha visto los fantasmas —dijo Alex.
—Luego —dijo Hernan, cargando a su hijo sobre los hombros.
Con un suspiro, Paula acarició el rostro de su pequeño.
—¿Estás bien? ¿No te has hecho nada?
—No, estoy bien.
—No vuelvas a hacer algo así —dijo Paula con firmeza. Pedro se sorprendió del cambio de humor de su madre—. Nos tenías muy preocupados. Llevamos horas buscándote y hemos tenido que llamar a la policía.
—Lo siento —dijo Kevin, y se sintió más culpable al saber que habían llamado a la policía.
—No basta con pedir perdón, Kevin Michael Chaves.
Kevin agachó la mirada. Cuando su madre lo llamaba así, era que había muchos problemas.
—No volveré a hacerlo, te lo prometo.
—Esta vez no tienes excusa, ¿adónde ibas? ¿Cómo voy a confiar en ti? Y ahora… Oh, tenía mucho miedo, mi niño. Te quiero mucho. ¿Adónde ibas?
—No lo sé. A casa de la abuela.
—¿A casa de la abuela? —dijo Paula, suspirando—. ¿No te gusta vivir aquí?
—Me gusta mucho.
—¿Y por qué querías irte? ¿Te has enfadado conmigo?
Kevin negó con la cabeza y agachó la mirada.
—Yo creía que Pedro y tú estabais enfadados conmigo porque le han pegado. Pero Pedro dice que no es por mi culpa y que no estás enfadada. Dice que él no importa. No estás enfadada conmigo, ¿verdad?
Paula miró a Pedro horrorizada, luego volvió a estrechar a Kevin entre sus brazos.
—Oh, no, mi amor, claro que no —dijo y miró a Kevin, tomando su rostro entre las manos—. ¿Te acuerdas de cuando te dije que algunas veces las personas no pueden estar juntas? Pues algunas veces, no es bueno que estén juntas. Eso es lo que pasa entre… entre Bruno y yo —no podía referirse a él como padre del niño.
—Pero fue un accidente —dijo Kevin.
—Oh, no —dijo Paula, besándolo en las mejillas—. Un accidente es algo que no quieres que ocurra, pero tú fuiste un regalo. El mejor que me han hecho nunca. Bueno, vamos a lavarte —dijo, y se puso de pie, tomando la mano de su hijo, y miró a Pedro—. Gracias.
CAPITULO 53 (QUINTA HISTORIA)
Era como si una fuerza extraña lo arrastrara hacia las colinas, aunque el suelo rocoso y accidentado acentuaba el dolor y la ascensión lo obligaba a jadear, con lo que le dolían los pulmones. Con una mano en las costillas, continuó.
Era un lugar que podía atraer la atención de un niño. A él lo había atraído y lo seguía atrayendo.
El sol estaba en su cenit, el mar tenía un color azul muy intenso y rompía contra las rocas. Era un lugar bello y peligroso. Pensó en un niño ascendiendo por el estrecho sendero, perdiendo pie, resbalando.
Pero estaba seguro de que a Kevin no le había ocurrido nada, porque él no lo permitiría. Se dio la vuelta, para no mirar al mar, y siguió ascendiendo, llamando al niño.
Un pájaro llamó su atención. Era una gaviota, completamente blanca, que volaba con la gracia de un bailarín. Se posó en una roca y graznó musical, casi humano, casi femenino. Solo fue un segundo, pero Pedro habría jurado que sus ojos eran verdes, verdes como esmeraldas, y que lo miraba.
Remontó el vuelo y describió pequeños giros, como si estuviera esperándolo.
Pedro la siguió y descendió por las rocas, de nuevo hacia el acantilado, sin prestar atención a su cuerpo dolorido. Le dio la impresión de que había un olor a mujer, dulce, suave y tranquilizador, pero debía ser el olor del mar.
La gaviota se alejó, ascendiendo para reunirse con su pareja, otra gaviota de un blanco cegador. Por unos instantes volaron en círculo, graznando, y se dirigieron hacia el mar.
Pedro ganó el borde del acantilado y vio un saliente en la roca, donde estaba sentado el niño.
Su primer impulso fue acercarse a él y abrazarlo, pero lo cierto era que tal vez él fuera la razón de que se hubiera escapado.
En vez de eso, se sentó cerca y habló con él.
—Bonita vista desde aquí.
Kevin mantuvo la cara entre las rodillas.
—Voy a volver a Oklahoma —dijo. Era un desafío—. Puedo ir en autocar.
—Sí, supongo que sí. Es una buena manera de ver el país. Pero yo creía que te gustaba vivir aquí.
Kevin se encogió de hombros.
—No está mal.
—¿Alguien te ha tratado mal, compañero?
—No.
—¿Te has peleado con Alex?
—No, no es nada de eso. Pero me tengo que ir a Oklahoma. Anoche era muy tarde, por eso he subido aquí. Creo que me dormí —dijo Kevin—. No quiero volver contigo.
—Bueno, soy más fuerte que tú y podría llevarte a la fuerza —dijo Pedro, acariciando el pelo del niño—. Pero prefiero no hacerlo. Además, quiero comprender lo que estás sintiendo.
Dejó que pasara un rato, mirando al mar, escuchando el viento, hasta que sintió que Kevin se relajaba.
—Tu madre está muy preocupada por ti. Todo el mundo lo está. A lo mejor, podrías volver y decirles adiós antes de irte.
—Ella no me dejaría irme.
—Te quiere mucho.
—Yo no tenía que haber nacido —dijo el niño con amargura. Eran unas palabras demasiado duras para un niño de nueve años.
—Eso es una tontería. Supongo que tienes derecho a enfadarte si quieres, pero no tiene sentido pensar tonterías.
Kevin lo miró. Tenía la cara sucia y lloraba.
Pedro se conmovió.
—Si yo no hubiera nacido, las cosas habrían sido diferentes. Siempre finge que no importa, pero yo sé que sí.
—¿Y tú por qué lo sabes?
—Ya soy mayor. Y sé lo que hizo él. La dejó embarazada y se fue, y ya no le importó. Se fue y se casó con Susana y luego, la abandonó a ella también. Y a Alex y Jazmin. Por eso soy su hermano.
Aquellas aguas eran profundas y agitadas, pensó Pedro, y había que navegar con cautela.
El niño lo miraba fijamente.
—Es tu madre la que tiene que explicarte eso, Kevin.
—Me dijo que algunas veces la gente no puede casarse y estar juntos, aunque tengan niños. Pero él no quería. No me quería y lo odio.
—No voy a discutir contigo sobre eso —dijo Pedro—, pero tu madre te quiere, y eso es más importante. Si te vas, va a sufrir mucho.
Kevin sollozó.
—Si yo me hubiera ido, podría estar contigo. Tú estarías con ella si no fuera por mí.
—No te entiendo, Kevin.
—Él… te ha pegado —dijo Kevin con dificultad—. Anoche lo oí. Te oí a ti y a mamá y dijo que era por su culpa, pero es por mi culpa. Porque es mi padre y lo hizo y ahora tú me odias también y te vas a ir.
—Pero, bueno… —dijo Pedro con emoción, tomó al niño por los hombros y lo zarandeó—. ¿Así que te has ido porque yo tengo unos cuantos moretones? ¿Es que tengo pinta de no poder cuidar de mí mismo? Esos dos canallas tuvieron que irse a rastras.
—¿De verdad? —dijo Kevin, frotándose los ojos—. Pero…
—Pero nada. Tú no tenías nada que ver con eso, y me dan ganas de sacudirte hasta que se te caigan los dientes por preocuparnos tanto.
—Es mi padre —dijo Kevin—. Así que…
—Así que nada. Mi padre era un borracho que me pegaba todos los días. ¿Tú crees que soy igual que él?
—No —dijo Kevin, llorando—. Pero yo creía que ya no te gustaría y que ya no querías ser mi padre, igual que Hernan es el padre de Alex y Jazmin.
Pedro estrechó al niño en sus brazos.
—Pues creías mal —dijo besando al niño en el pelo—. Tendría que colgarte del palo mayor, marinero.
—¿Y eso qué es?
—Ya te lo enseñaré —dijo Pedro, apretándolo con más fuerza—. ¿Te has parado a pensar que a lo mejor yo quiero que seas mi hijo? ¿Que quiero que tú y tu madre seáis míos?
—¿De verdad? —dijo Kevin, estrechándose contra el pecho de Pedro.
—¿Qué creías? ¿Que te iba a dejar escapar cuando te estaba enseñando a manejar el timón?
—No sé —dijo Kevin, y apoyó la cabeza en el hombro de Pedro—. Tenía mucho miedo, pero vino el pájaro.
—¿El pájaro? —dijo Pedro mirando a su alrededor, pero las gaviotas ya no estaban allí.
—Y entonces ya no tuve miedo. Se quedó toda la noche y, cuando me despertaba, lo veía. Se fue volando con el otro, pero entonces has venido. ¿Mamá está enfadada conmigo?
—Seguramente.
Kevin suspiró largamente, y Pedro sonrió.
—Supongo que me he metido en problemas —dijo el niño.
—Bueno, es hora de volver.
Kevin recogió sus cosas y le dio la mano a Pedro.
—¿Te duele? —le preguntó.
—Y que lo digas.
—¿Luego puedo ver tus heridas?
—Claro. Algunas son tremendas.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)