jueves, 20 de junio de 2019
CAPITULO 17 (TERCERA HISTORIA)
Pedro parecía tan guapo, pensó Paula. Allí sentado, en la hierba, con aquellos vaqueros y la camiseta que le habían prestado y el pelo cayendo rebelde sobre su frente. Había tomado el sol y la palidez estaba siendo reemplazada por un ligero bronceado. Paula sentía una calma que la convencía de que había sido una tontería ponerse nerviosa a su lado. Pedro era un buen hombre, un poco aturdido por las circunstancias, que despertaba su simpatía y su curiosidad.
Para demostrárselo, posó una mano en su rostro.
Pedro vio diversión en sus ojos. Alguna broma secreta le hizo curvar los labios a Paula antes de rozar los del profesor con un ligero y amistoso beso. Como si hubiera quedado satisfecha con el resultado, sonrió, se inclinó hacia atrás y comenzó a hablar. Pedro le rodeó la muñeca con la mano.
—Esta vez no estoy medio muerto, Paula.
Primero llegó la sorpresa. Pedro la vio y también que se transformaba en una natural aceptación.
Maldita fuera, pensó Pedro mientras deslizaba la mano por el cuello de Paula. Ella parecía muy segura de que no había ocurrido nada extraordinario. Con una combinación de orgullo herido y pánico, presionó sus labios.
Paula disfrutaba besando… disfrutaba del cariño que se reflejaba en un beso y del placer físico que proporcionaba. Y Pedro le gustaba. Por eso se entregó a aquel beso, esperando un agradable cosquilleo, un confortable calor. Pero no esperaba aquel sobresalto.
El beso repercutió en todo su cuerpo, empezando por sus labios, volando como una flecha hasta su estómago y vibrando hasta en las yemas de sus dedos.
La boca de Pedro era muy firme, muy seria y muy suave. De aquella textura escapaba un sonido de placer, como el de un niño tras saborear por primera vez el chocolate. Antes de que la primera sensación hubiera podido ser absorbida, llegaron otras para enredarse y mezclarse con ellas.
Flores y un sol ardiente. La fragancia del jabón y del sudor. Unos labios suaves y húmedos y la tersa dureza de los dientes. Su propio suspiro y la firme presión de los dedos de Pedro sobre la sensible piel de la nuca. Pero había algo más que simple placer en aquel beso, comprendió Paula. Algo más dulce y mucho menos tangible.
Encantada, levantó la mano de aquella alfombra de hierba para acariciarle el pelo. Pedro volvía a experimentar la sensación de estar ahogándose, de ser arrastrado por algo fuerte y peligroso. Pero en aquella ocasión no sentía la urgencia de luchar. Fascinado, deslizaba la lengua sobre la de Paula, paladeando sus sabores más secretos. Suntuosos, oscuros, seductores, reflejaban su fragancia, la esencia que y a había penetrado su sistema nervioso de tal manera que pensaba que podría saborearla cada vez que respirara.
Sintió que algo se tensaba en su interior, que se estiraba, se expandía y se calentaba hasta tenerlo firmemente sujeto por el cuello.
Aquella mujer era vergonzosamente sexual, desenfrenadamente erótica y más aterradora que cualquiera de las mujeres que hasta entonces había conocido. Volvió a conjurar la imagen de la sirena sentada en una roca, peinándose el pelo y cantando para seducir a hombres indefensos, para destruirlos con las promesas de placeres abrumadores.
Espoleado por el instinto de supervivencia, retrocedió. Paula permaneció donde estaba, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Hasta ese momento, Pedro no se dio cuenta de que todavía no le había soltado la muñeca y sentía su caótico pulso bajo los dedos.
Lentamente, intentando prolongar aquel momento embriagador durante unos segundos más Paula abrió los ojos y se humedeció los labios, queriendo atrapar el sabor de Pedro que en ellos quedaba. Después sonrió.
—Bueno, doctor Alfonso, parece que la historia no es lo único que se te da bien. ¿Qué te parecería darme otra clase? —deseando algo más, se inclinó hacia delante, pero Pedro se levantó. El suelo, descubrió, era tan inestable como la cubierta de un barco.
—Creo que por hoy ya es suficiente.
Paula se apartó el pelo de la cara y lo miró con curiosidad.
—¿Por qué?
—Porque… —porque si la besaba otra vez tendría que acariciarla… y deseaba acariciarla desesperadamente… Tendría que hacer el amor con ella, allí, en la hierba, donde podían verlos desde la casa—. Porque no quiero aprovecharme de ti.
—¿Aprovecharte de mí? —Paula sonrió, conmovida y divertida al mismo tiempo —. Ese es un gesto muy dulce.
—Te agradecería que no me hablaras como si fuera tonto —dijo Pedro muy tenso.
—¿Crees que lo hago? —su sonrisa se tornó pensativa—. Ser un hombre dulce no te convierte en un tonto. Lo que pasa es que la mayor parte de los hombres que conozco estarían encantados de aprovecharse. Mira, antes de que te ofendas también por eso, ¿por qué no entramos en la casa? Te enseñaré la torre de Bianca.
Ya se había sentido ofendido y estaba a punto de decírselo, pero las últimas palabras de Paula acababan de afectarlo de una manera especial.
—¿La torre de Bianca?
—Sí. Me gustaría enseñártela —alzó una mano, esperando respuesta.
Pedro la miraba con el ceño fruncido, intentando encajar el nombre de Bianca en algún recuerdo. Después sacudió la cabeza y ayudó a Paula levantarse.
—Estupendo. Vamos.
CAPITULO 16 (TERCERA HISTORIA)
Pedro estaba narrando la historia de un joven atrapado por los terrores y las emociones de la guerra. Mediante la ficción, mantenía a los niños entretenidos al tiempo que les inculcaba su amor a la historia.
—Apuesto a que mató un montón de sucios casacas rojas —dijo Alex alegremente. A los seis años, tenía una vívida y violenta imaginación.
—Montones de ellos —se mostró de acuerdo Jazmin. Tenía un año menos que su hermano y le gustaba demostrar que estaba a su altura—. Y sin la ayuda de nadie.
—La Revolución no solo fueron pistolas y bayonetas, ¿sabéis? —le divirtió ver a los pequeños cerrando la boca ante la falta de estragos—. Muchas batallas fueron ganadas mediante el espionaje y la intriga.
Alex se esforzó en encontrarle sentido a aquellas palabras y de pronto miró a Pedro radiante.
—¿Espías?
—Espías —le confirmó Pedro, revolviéndole el flequillo. Como él mismo había experimentado aquella carencia, reconocía el ansia de Alex por establecer vínculos con un hombre.
Utilizando a aquel protagonista adolescente como catalizador, podía explicarles a los niños los discursos de Patrick Henry o la convención convocada por Samuel Adams en la que los Hijos de la Libertad mostraban sus deseos de rebelión planificando acciones para boicotear el té importado.
Y entonces, cuando tenía a su joven héroe transportando cajones de té por las aguas poco profundas del puerto de Boston, Pedro vio a Paula cruzando el césped.
Se movía lánguidamente sobre la hierba, con una gracia gitana mientras su finísima falda de chifón era mecida por el viento. Llevaba el pelo suelto, revoloteando libremente alrededor de los tirantes de su camiseta azul pálido. Iba descalza y con los brazos adornados por docenas de brazaletes.
Fred corrió hacia ella para darle la bienvenida, saltaba y gemía haciéndola reír. Cuando se inclinó para acariciarlo, uno de los tirantes se deslizó por su brazo.
Entonces el perro se alejó saltando, y continuó su infructífera persecución de mariposas.
Paula se enderezó y se colocó el tirante lentamente mientras continuaba caminando por la hierba. Pedro percibió su fragancia, libre y salvaje, antes de que dijera nada.
—¿Esta es una reunión privada?
—Pedro nos está contando un cuento —le explicó Jazmin y tiró de la falda de su tía para que se sentara.
—¿Un cuento? —el pendiente de cuentas de colores que colgaba en su oreja se meció mientras se agachaba—. Me gustan los cuentos.
—Cuéntaselo también a Paula—Jazmin se acercó a su tía y comenzó a jugar con los brazaletes.
—Sí —había risa en su voz, y también un brillo de humor en sus ojos cuando se encontró con los de Pedro—. Cuéntaselo también a Paula.
Aquella mujer sabía exactamente el efecto que tenía en un hombre, se dijo Pedro. Exactamente.
—Ah, ¿por dónde íbamos?
—Jim se había pintado la cara con un corcho negro y estaba tirando el maldito té al puerto —le recordó Alex—. Pero todavía no ha disparado nadie.
—Exacto.
Tanto para defenderse de Paula como para continuar entreteniendo a los niños, Pedro regresó a la fragata en la que había dejado a Jim. Podía sentir el frío del aire y el calor de la excitación. Con una habilidad natural que consideraba fundamental para la enseñanza, mantenía el suspense, definía con destreza a sus personajes y describía los acontecimientos históricos de tal manera que Paula no pudo evitar mirarlo con un nuevo interés y respeto.
Aunque terminó con los rebeldes burlando a los ingleses y sin disparar un solo tiro, ni siquiera Alex, siempre sediento de sangre, terminó desilusionado.
—¡Ganaron! —se levantó de un salto y soltó un grito de guerra—. ¡Yo soy un Hijo de la Libertad y tú eres un repugnante casaca roja! —le dijo a su hermana.
—Uh-uh —Jazmin también se levantó.
—¡Rescisión del impuesto del té! —gritó Alex, y salió corriendo por la casa, con Jazmin pisándole los talones y Fred moviéndose pesadamente tras ellos.
—Por hoy ya es suficiente.
—Muy astuto, profesor —Paula se inclinó hacia atrás, apoyándose sobre los codos—. Convertir la historia en una diversión.
—Eso es —contestó él—. Lo importante no son los nombres y las fechas, sino la personas.
—Tal como tú lo cuentas, sí, pero cuando yo estaba en el colegio, se suponía que tenía que aprenderme lo que sucedió en mil novecientos seis de la misma forma que tenía que memorizar la tabla de multiplicar —con gesto perezoso, se frotó la espinilla con uno de los pies descalzos—. Ya no me acuerdo ni de la tabla de multiplicar ni de lo que ocurrió en el mil novecientos seis, a menos que fuera entonces cuando Aníbal cruzó los Alpes con todos esos elefantes.
Pedro sonrió radiante.
—No exactamente.
—¿Lo ves?
Paula se estiró como un gato. Dejó caer la cabeza hacia atrás y su melena se extendió sobre la hierba. Movió los hombros de tal forma que el tirante volvió a deslizarse por su brazo. El placer que le proporcionaba aquella pequeña indulgencia se evidenció en su rostro.
—Y creo que normalmente me quedaba dormida para cuando llegábamos al Congreso Continental.
Cuando Pedro se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, la soltó lentamente.
—He estado pensando en dar algunas clases.
Paula abrió ligeramente los ojos.
—Este chico debería salir de vez en cuando del aula —murmuró y arqueó una ceja—. Dime, ¿sabes mucho sobre fauna y flora?
—Lo suficiente como para distinguir un conejo de una petunia.
Encantada, Paula se sentó y se inclinó hacia él.
—Eso es estupendo, profesor. Quizá pudiéramos llegar a intercambiar conocimientos.
—Quizá.
CAPITULO 15 (TERCERA HISTORIA)
Ni siquiera cuando consiguió acceder a los fondos de su cuenta corriente en Ithaca, a las Chaves se les ocurrió sugerirle a Pedro que se trasladara a un hotel.
La verdad era que tampoco él hacía mucho por oponerse a prolongar su estancia en Las Torres.
Nunca había sido cuidado o mimado como entonces. Más aún, jamás se había sentido parte de una familia tan grande y bulliciosa. Lo trataban con una hospitalidad tan natural que le resultaba irresistible.
Pedro estaba comenzando a conocer y a apreciar tanto sus diferentes personalidades como la unidad familiar. Aquella era una casa en la que siempre parecía estar ocurriendo algo y en la que todo el mundo tenía siempre algo que decir. Para alguien que había crecido siendo hijo único en una casa en la que su afición a los libros era considerada un terrible defecto, era toda una revelación estar entre personas que celebraban tanto sus propios intereses como los de los otros.
Catalina era una mecánica de coches que hablaba de motores al tiempo que exhibía el misterioso resplandor de las recién casadas. Amelia, organizada y enérgica, ocupaba el puesto de ayudante de dirección en un hotel cercano.
Susana era propietaria de un negocio de jardinería y se entregaba con devoción a sus hijos. Nadie mencionaba al padre de los niños.
Coco llevaba la casa, cocinaba manjares deliciosos y apreciaba la compañía masculina.
Solo lo ponía nervioso a Pedro cuando lo amenazaba con leerle las hojas del té.
Y después estaba Paula. Pedro había descubierto que trabajaba como naturalista en el Parque Natural Acadia. Le gustaba echarse largas siestas, la música clásica y los elaborados postres de su tía. A veces, cuando tenía ganas de hablar, se repantigaba al lado de Pedro en una silla y le contaba pequeños detalles de su vida. O podía acurrucarse como un gato bajo el sol, bloqueando la presencia de Pedro y de todo lo que le rodeaba para encerrarse en sus pensamientos o dejarse llevar por cualquiera de sus sueños secretos. Después se estiraba, sonreía y permitía que accedieran de nuevo a su vida.
Continuaba siendo un misterio para Pedro, una combinación de ardiente sensualidad y misterio inalcanzable, de una asombrosa transparencia con una soledad inaccesible.
En los tres días que llevaba en la casa, Pedro había recuperado sus fuerzas, pero todavía no había puesto una fecha definitiva a su marcha de Las Torres.
Sabía que lo más sensato era irse, utilizar su dinero para comprarse un billete de vuelta a Nueva York y ver si podía conseguir algún trabajo para el verano.
Pero no le apetecía ser sensato.
Aquellas eran sus primeras vacaciones y, aunque se había visto empujado a ellas por las circunstancias, las estaba disfrutando. Le gustaba despertarse por las mañanas con el sonido y la fragancia del mar. Y era un alivio que su accidente no le hubiera provocado miedo o repugnancia al agua. Le resultaba increíblemente relajante quedarse en la terraza, contemplando aquella agua de color índigo o esmeralda y observar las islas lejanas.
Y aunque el hombro todavía lo molestaba de vez en cuando, podía sentarse fuera y dejar que el sol de la tarde lo ayudara a aliviar las molestias. Allí había tiempo para los libros. Para pasar una hora, incluso dos, sentado a la sombra y engullendo una novela o una biografía de la biblioteca de los Chaves.
Y por debajo del sencillo placer de no tener un horario que cumplir ni preguntas que contestar, estaba su creciente fascinación por Paula.
Paula entraba y salía sigilosamente de la casa.
Cuando se iba por las mañanas, lo hacía pulcra y arreglada con su uniforme de trabajo y su fabulosa melena peinada en una trenza perfecta.
Cuando llegaba a casa horas después, se ponía
una de sus faldas de flores o un par de pantalones increíblemente sexys. Le sonreía, hablaba con él y se mantenía a una amistosa pero tangible distancia.
Pedro se entretenía garabateando en un cuaderno o entreteniendo a los dos hijos de Susana, Alex y Jazmin, que comenzaban a mostrar y a signos del aburrimiento del verano. También salía a pasear por los jardines o entre los acantilados, hacía compañía a Coco en la cocina u observaba a los hombres trabajando en el ala oeste.
Lo más asombroso de todo era que podía hacer lo que él decidía.
Aquel día estaba sentado en la hierba, con Alex y Jazmin acuclillados a cada lado como dos ranitas. El sol aparecía como un disco luminoso y plateado tras las nubes. Juguetona y enérgica, la brisa llevaba hasta ellos el olor de la lavanda y el romero desde unas rocas cercanas. Había mariposas danzando sobre la hierba y eludiendo sin esfuerzo la persecución de Fred. Desde la rama de un viejo y nudoso roble, un pájaro cantaba con insistencia.
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