Coco soltó un suspiro nostálgico, soñador.
—¡Oh, cuánto debieron de haberse amado!
Paula alisó cuidadosamente la carta, lamentando que se hubiera arrugado tanto.—
Supongo que nunca tuvo oportunidad de enviársela. Durante todos estos años estuvo mezclada con facturas y recibos.
—Y esta noche la hemos encontrado nosotras, y no Livingston —le recordó Lila.
—Suerte —murmuró Paula.
—El destino —insistió Lila.
Cuando sonó el teléfono, Paula fue la primera en contestar.
—Es la policía —informó, antes de escuchar atentamente—. Entiendo. Sí, gracias por avisarnos —colgó, suspirando—. Parece que ha escapado. No volvió al Bay Watch para recoger sus cosas.
—¿Cree la policía que volverá aquí? —alarmada, Coco se llevó una mano al pecho.
—No, pero mantendrán vigilada la casa hasta asegurarse de que haya dejado la isla.
—Supongo que a estas alturas y a estará camino de Nueva York —comentó Susana—. Y si se le ocurre volver, estaremos preparadas.
—Más que preparadas —asintió Paula—. Ya están dando al público su descripción física, pero… bueno, supongo que ya no podemos hacer nada más por esta noche.
—No —Pedro se le acercó—. Todavía queda algo —levantándola del sofá, se la llevó fuera del salón—. Tendréis que disculparnos.
—Ellas te disculparán, pero yo no —protestó Paula—. Suéltame.
—De acuerdo —le soltó el brazo, pero al momento la alzó en vilo y se la cargó al hombro—. Contigo siempre tiene que ser por las malas.
—Hey, ¡no dejaré que me cargues como un saco de patatas! —forcejeó cuando Pedro empezó a subir con ella las escaleras.
—Nos habíamos dejado algunos cabos sueltos antes de que te escaparas del almacén para encontrarte de bruces con ese tipo. Y ahora vamos a atarlos. Recuerda que a ti siempre te ha gustado aclarar las cosas, Chaves.
—Tú no sabes lo que me gusta o lo que no me gusta —consiguió darle un puñetazo en la espalda—. Tú no sabes nada.
—Entonces ya es hora de que lo sepa —abrió de una patada la puerta de su dormitorio, entró y la dejó caer sobre la cama—. Siéntate. Vamos a resolver esto de una vez por todas.
Pero Paula se cubrió el rostro con las manos y estalló en sollozos. Los acontecimientos de las últimas horas habían ido acumulando en su interior una tensión que se desbordó de golpe. Con un gemido, Pedro se le acercó.
—No hagas eso, Pau.
Paula se limitó a negar con la cabeza y siguió sollozando.
—Oh, por favor —insistió con voz suave, arrodillándose frente a ella—. Lo siento, cariño. Sé lo mal que lo has pasado esta noche. Sé que debería haber esperado, pero… —maldiciéndose, le acarició un brazo—. Mira, pégame, si así te sientes mejor.
Paula aspiró profundamente y le propinó un fuerte puñetazo, que lo tumbó de espaldas. A través de un velo de lágrimas, vio cómo se pasaba el dorso de una mano por la boca.
—Vaya, me había olvidado de lo literal que siempre has sido —se quedó sentado en el suelo—. ¿Ya has terminado de llorar?
—Creo que sí —se sacó un pañuelo del bolsillo—. Te está sangrando el labio.
—Ya —se dispuso a aceptar el pañuelo, pero Paula y a le estaba limpiando la sangre. Se echó a reír—. Dios mío, sí que pegas fuerte.
—Te está bien empleado por haberte tomado esto como un juego. Tuviste suerte de no acabar tumbado boca abajo en la carretera, con un tiro en la cabeza.
—¿Por eso estás tan enfadada? ¿Porque salí en persecución de Livingston?
—Yo te dije que no lo hicieras.
—Hey —la tomó de la barbilla, mirándola a los ojos—. ¿Crees que me iba a quedar de brazos cruzados después de que hubiera disparado contra ti? De lo único que me arrepiento es de no haber podido cazarlo.
—Esa es una estúpida actitud machista —le dijo, aunque se dejó acariciar la mejilla.
—Es la segunda vez en esta noche que me has llamado estúpido. Me gustaría volver a la primera vez que me lo llamaste.
Paula se retrajo instantáneamente.
—No quiero hablar de ello.
—Es una pena. Pero lo nuestro sigue pendiente. ¿Por qué reaccionaste con tanta agresividad cuando te mencioné lo del matrimonio?
—¿Que me lo mencionaste? Más bien me lo ordenaste.
—Yo solo te dije que…
—Lo diste por sentado —lo interrumpió, levantándose—. Solo porque te ame, porque hayamos hecho el amor, eso no te da derecho a dar nada por sentado. Ya te había dicho que tenía mis propios planes.
—Yo también tengo planes, y necesidades. Y resulta que tú figuras en todos ellos. Te amo, maldita sea. Tú eres la única mujer a la que he necesitado realmente en mi vida. La única con la que he deseado compartir mi vida, tener hijos, fundar un hogar. Dios sabe por qué, cuando eres tan terca como una mula, pero es así y no puedo evitarlo.
—¿Entonces simplemente por qué no me lo pediste?
Desconcertado, sacudió la cabeza.
—¿Pedirte el qué?
Paula se puso a pasear por la habitación, inquieta.
—Mira, no espero que te arrodilles ante mí con una mano en el corazón. Pero quizá un poco de música de violines no haría ningún daño —musitó—. O unas velas…
—¿Música de violines?
—Olvídalo —se detuvo para mirarlo, con las manos en las caderas—. ¿Crees que porque soy una mujer sensata y racional no necesito algo de romanticismo? Te presentas aquí, cambias toda mi vida, me haces amarte hasta la locura, y ni siquiera tienes el detalle de hacerlo bien, correctamente.
—Espera un poco —alzó una mano—. ¿Me estás diciendo que estás enfadada porque no te hice una petición de matrimonio más elaborada, al estilo tradicional?
—Simplemente ni siquiera me lo pediste —replicó Paula con los ojos brillantes—. ¿Por qué habrías de hacerlo? Ya sabías la respuesta, ¿no?
—Espérame un momento —le pidió de repente, y salió del dormitorio.
—Típico —le gritó Paula, y se dejó caer en la cama. Seguía rumiando su furia cuando volvió Pedro—. ¿Y ahora qué? —preguntó.
—Solo será un momento —dejó sobre la cómoda la grabadora que llevaba en la mano, y se sacó del bolsillo una caja de cerillas.
Sistemáticamente empezó a encender todas las velas de las que se había provisto. Una vez realizada esa tarea, apagó las luces.
—¿Qué estás haciendo?
—Creando el ambiente adecuado para escenificar mi petición de matrimonio sin que me la arrojes a la cara.
Paula saltó de la cama, con la barbilla bien alta.
—Y ahora te estás riendo de mí.
—No, ni hablar. Maldita sea, Paula, ¿vas a seguir discutiendo conmigo durante toda la noche o me vas a dejar que arregle las cosas?
Había tanta desesperación en su voz que Paula se calló, reflexionando.
Advirtió que no parecía muy cómodo con aquella situación, y no pudo evitar sonreírse. Estaba haciendo todo aquello por ella. Porque la amaba.
—Te dejaré intentarlo. ¿Qué es eso? —señaló la grabadora.
—Es de Lila —pulsó el botón del play. Una suave melodía de violines resonó en la habitación. La sonrisa de Paula se amplió, al tiempo que se le aceleraba el corazón.
—Es muy bonita.
—Tú también, y debería habértelo dicho más a menudo —le tendió una mano.
—No es un mal momento para empezar —se la aceptó.
—Te amo, Paula —con exquisita delicadeza, le acarició los labios con los suyos—. Amo a todas las mujeres que hay en ti. A la que hace listas de todo y guarda cuidadosamente sus zapatos en el armario. A la que le gusta nadar en el agua helada, y disfrutar de unos momentos de soledad. A la mujer increíblemente sexy que descubrí en la cama, y a la mujer firme y decidida, que sabe lo que quiere.
—Yo también te amo. Hablaba en serio cuando te dije que habías cambiado mi vida. Esta noche, cuando leí la carta de Bianca, comprendí lo que debió de haber sentido. Y yo nunca volveré a sentir por nadie lo que ahora siento por ti.
Sonriendo, Pedro depositó un beso sobre su palma.
—Entonces, ¿te casarás conmigo?
Paula le echó los brazos al cuello, riendo.
—Creía ya que nunca me lo ibas a pedir…
Veinte minutos después, y una vez informada la policía de todo, la familia volvió a reunirse para analizar lo sucedido.
—Y pensar que invitamos a… a ese ladrón a cenar —pronunció Coco, con la mirada fija en su copa de brandy—. Le preparé incluso un soufflé de chocolate. Y él, durante todo el tiempo, ideando la manera de robarnos…
—La policía lo agarrará —intervino Alex.
—Creo que ya han sido suficientes emociones por esta noche —lo besó Susana.
—Se llevó la mayor parte de los papeles —suspirando, Paula miró los documentos que habían logrado reunir, apilados sobre la mesa del salón—. Espero que Fred le diera un buen mordisco.
—Bien hecho, Fred —Lila acunaba al cachorro en su regazo—. Y no creo que esos papeles le sirvan de algo a Livingston. No será él, sino nosotras, las que encontraremos las esmeraldas.
—Ni siquiera le daremos esa oportunidad —comentó Pedro, sombrío—. No con el sistema de alarma que voy a instalar —miró a Paula, como desafiándola a que lo contradijera, pero ella tenía la mirada clavada en uno de los documentos.
—Es una carta —murmuró—. Una carta de Bianca a Christian.
—¡Oh, Dios mío! —Coco se inclinó hacia ella—. ¿Qué dice?
Amor mío,
Te escribo esta carta mientras la lluvia sigue cayendo, alejándome de ti.
Me pregunto lo que estarás haciendo, si estarás pintando hoy con esta luz tan gris, pensando en mí. Cuando me encierro sola aquí, en mi torre, lejos de la realidad de mis obligaciones, me dejo llevar por los recuerdos.
Recuerdos de la primera vez que te vi, de pie en los acantilados. De la última vez que te toqué. Estoy rezando para que salga el sol, Christian, para que podamos seguir creando más recuerdos. No te puedes imaginar lo mucho que me has hecho cambiar, lo mucho que ahora pueden ver mis ojos, ahora que ven con el corazón. ¡Qué vacía habría sido mi vida sin estos momentos que hemos pasado juntos!
Ahora sé que el amor es un bien escaso, raro, de inestimable valor. Es algo digno de ser atesorado y conservado con cariño. Recuerda, incluso cuando se nos acabe nuestro tiempo de estar juntos, que siempre atesoraré tu amor. Tu amor, que vivirá en mi corazón mucho después de que deje de latir.
Bianca
Comenzó a introducir los papeles en la bolsa. Le estaba robando la historia de su familia, pensó furiosa.
—Estos papeles no te servirán de nada.
—Me extraña, porque en caso contrario tú no estarías perdiendo el tiempo con ellos —adoptó una postura casi relajada, mientras permanecía de pie, entre ella y la puerta—. Eres demasiado práctica. ¿Sabes? Conozco bastante bien a tu familia. Por eso decidí concentrarme en ti, la más eficaz y sencilla, sin dobleces, de las mujeres de la familia Chaves.
Paula decidió atacarlo a través de su ego, pensando que tal vez fuera ese su punto vulnerable.
—Espero que no llegaras a imaginarte que me iba a enamorar de ti —le lanzó una mirada cargada de frialdad—. Tú no eres mi tipo. Nunca lo has sido.
Aquel comentario produjo el efecto deseado. Al parecer, su vanidad era tan enorme como su ambición.
—Es una pena que la falta de tiempo me impida comprobar esa afirmación. Quizá, cuando vuelva, retomemos lo que dejamos pendiente.
—Incluso aunque logres escapar, jamás volverás a esta casa.
—Ya lo veremos —sonrió—. El haberme topado contigo esta noche ha complicado un poco mis planes, pero eso no me impedirá alcanzar mi objetivo final. El collar. Me muero de ganas de tenerlo. Algunas joyas tienen poderes, y tengo la sensación de que ese collar también. Es como un fuerte presentimiento.
Pero, de pronto, el ambiente de la habitación parecía haberse tornado frío, helado. La expresión de los ojos de Livingston cambió también.
—Corrientes de aire —murmuró, incómodo—. Este lugar está lleno de corrientes de aire.
Paula también lo sentía. Y lo reconoció, como buena Chaves que era.
—Es Bianca —pronunció, y a pesar de la pistola, y de sus escasas posibilidades de escapar, se sintió completamente a salvo—. No creo que ella quiera que te lleves sus papeles. Ni su collar.
—¿Fantasmas? —se echó a reír, pero no las tenía todas consigo. Aunque podía ver con sus propios ojos que nada había cambiado en la habitación, ya no estaba seguro de encontrarse completamente a solas con Paula—. Eso no es muy propio de ti.
—Entonces, ¿por qué estás tan asustado?
—No estoy asustado, simplemente tengo prisa. Ya basta —sintió el desesperado impulso de salir de aquella habitación, de aquella casa. Un sudor frío le corría por la frente—. Carga tú con el petate. Dado que esto nos ha llevado más tiempo del que había calculado, prescindiremos por el momento de las perlas de Coco. Vamos, sal a la terraza.
Paula se planteó por un instante arrojarle el saco y salir corriendo. Pero, si huía, Livingston se quedaría con los papeles. Con el saco al hombro, intentó abrir la puerta.
—Está atascada.
Tan nervioso estaba Livingston, que se adelantó para luchar con la vieja cerradura. Paula hizo acopio de todo su valor, y en el instante en que se abrió la puerta, le puso una zancadilla, lo empujó con todas sus fuerzas y después echó a correr.
Con la idea de alejarlo de su familia, se dirigió hacia el ala oeste. Mientras subía el primer tramo de escaleras de piedra, llamó a gritos a Pedro. El pesado saco daba botes a cada paso. Podía oír a Guillermo tras ella, acercándose cada vez más, y logró doblar una esquina al tiempo que la primera bala se empotraba en un muro.
No se detuvo para recuperar el resuello, aunque le ardían los pulmones.
Aquella noche de mayo era terriblemente calurosa después del repentino frío que había hecho en el almacén. El aire estaba sofocante, cargado de la amenaza de lluvia.
La sensación de seguridad, que antes había experimentado en el almacén, se había evaporado. Ya no contaba con ninguna ventaja, excepto su conocimiento de aquel complejo laberinto de escaleras y terrazas. A cada segundo estaba más nerviosa, luchando por abrirse paso en la oscuridad y con la creciente certeza de que jamás lograría escapar por sus propios medios…
Pero fue entonces cuando vio a Pedro al fondo del pasillo, dirigiéndose hacia ella en sentido opuesto. Su alivio duró solo un instante, hasta que oyó un nuevo tiro.
Pedro le gritó algo, antes de echar a correr como un toro furioso; sin armas, ciego de furia, cargaba contra un hombre armado. Sin vacilar, Paula se giró en redondo y arrojó el petate lleno de papeles contra Linvingston. Mientras Guillermo agarraba el saco y daba media vuelta para huir, ella alcanzó a escuchar voces procedentes de la casa: el llanto de Jazmin, los frenéticos ladridos de Fred.
Ansiando protegerlo tanto como buscando su protección, siguió corriendo hacia Pedro.
Pero cuando lo alcanzó, con los brazos extendidos, él la apartó bruscamente.
—Refúgiate en la casa. Voy por él.
—¡Tiene un arma! —le dijo, agarrándose desesperada a su brazo—. No vayas.
—He dicho que te refugies en la casa —y, liberándose, echó a correr.
Con el corazón en la garganta, Paula vio que saltaba por una ventana para descender trepando hasta la terraza inferior. Decidida a alcanzarlo, se disponía a bajar por las escaleras cuando se abrió una puerta y apareció Lila.
—¿Qué diablos está pasando?
—Llama a la policía —le ordenó, sin detenerse.
Pero entonces sonó otro disparo, procedente del exterior de la casa. Temiendo por la vida de Pedro, bajó a la carrera las escaleras, siguiendo el sonido de unos pasos apresurados y los ladridos de Fred. Salió a la calle. Todo estaba oscuro, sin una sola luz. En su apresuramiento tropezó una vez, lastimándose las manos con la gravilla del sendero. Oyó una maldición ahogada y el chirrido de unos neumáticos. Luego, por un instante, un aterrador instante, solo pudo oír el rugido del mar y del viento, por encima del atronador latido de su corazón.
Las piernas le temblaban mientras descendía por la cuesta, tan cegada por el miedo que ni siquiera vio a Pedro hasta que chocó contra su pecho.
—¡Oh, Dios mío! —le acunó el rostro entre las manos—. Creía que te había matado.
Pero Pedro estaba demasiado preocupado por la huida de Livingston para apreciar debidamente su preocupación.
—¿Estás bien?
—Sí, sí, estoy bien.
—Estás sangrando —exclamó, consternado—. Tienes sangre en las manos.
—Me caí —apoyó la cabeza sobre su hombro—. Estaba tan oscuro que no podía ver nada —luchando por contener las lágrimas, se aferró a él mientras Fred aullaba a sus pies. De repente, al tomar conciencia de lo sucedido, se apartó bruscamente—. ¿Es que estás loco, para haber corrido hacia él de esa manera? Te dije que estaba armado. Pudo haberte disparado.
—Y a ti —le espetó Pedro—. ¿No te dije que te refugiaras en la casa?
—Yo no acepto órdenes tuyas.
—Estáis los dos vivos —exclamó en aquel instante Lila, corriendo hacia ellos con una linterna en la mano—. Os he oído discutir desde el final del sendero —de repente descubrió un reguero de papeles en la carretera—. ¿Qué es todo esto?
—Oh, se le deben de haber caído —Paula se agachó para recogerlos.
—Debió de ser cuando Fred le mordió la pierna —comentó Pedro, ayudándola.
—¿Que Fred lo mordió? —preguntaron Paula y Lila al unísono.
—Y bastante, a juzgar por el escándalo que se ha armado. Pudimos haberlo capturado, pero tenía el coche aparcado en la carretera.
—Y también pudo haberte matado —le recordó de nuevo Paula.
—¿Quién era? —les preguntó Lila, ayudándolos a recoger los papeles.
—Livingston —respondió Pedro, y soltó una sarta de maldiciones—. Tu hermana te podrá contar todos los detalles.
—Sí, pero dentro —sugirió Lila—. La familia está muy nerviosa.
—¿Has llamado a la policía?
Lila había salido de casa descalza. Al oír ladrar al cachorro, sonrió.
—Sí, y yo diría que están en camino, porque Fred ya ha oído las sirenas.
Paula le entregó una brazada de documentos y siguió recogiendo más. En la puerta de casa apareció de pronto Susana, armada con un atizador.
—¿Todo el mundo se encuentra bien?
—Sí, perfectamente —respondió Paula, cansada—. ¿Y los niños?
—En el salón, con tía Coco. Oh, cariño, tus manos…
—Solo son unos arañazos.
—Voy a buscar un poco de antiséptico.
—Y un poco de brandy también, por favor —añadió Lila, antes de dejar los papeles sobre la mesa del vestíbulo.