domingo, 9 de junio de 2019

CAPITULO 26 (SEGUNDA HISTORIA)




A regañadientes, Pedro tomó un sorbo de café. 


Satisfecha con aquel buen comienzo, Paula se quitó las gafas y se las guardó en un bolsillo. Se dijo que tenía un aspecto verdaderamente patético. Aun así, o quizá precisamente por eso, sintió el fuerte impulso de arrodillarse a su lado y acariciarle el pelo mojado.


Pero estaba segura de que la habría rechazado con un manotazo, y su instinto de supervivencia era tan fuerte o más que aquel impulso.


—Teo me dijo que ayer estuviste bebiendo bastante.


Después de probar el zumo de tomate, la miró ceñudo.


—Por eso has venido a comprobarlo con tus propios ojos.


—No exactamente. Pensé que quizá te habías emborrachado por mi culpa, y me pareció que debía…


—Espera un momento. Si me emborraché fue porque quise.


—Ya, pero…


—No quiero tu compasión, Chaves. Ni tampoco tu arrepentimiento.


—Estupendo —en el interior de Paula comenzaron a batallar el orgullo y la furia. Ganó el orgullo—. Solamente quería pedirte disculpas.


—¿Por qué? —le preguntó Pedro, mordiendo una tostada.


—Por lo que te dije, y por mi comportamiento de ayer —incapaz de quedarse quieta, se acercó a la ventana y la abrió de par en par—. Aunque sigo pensando que estaba plenamente justificado. Después de todo, y o solo sabía que le habías dicho a Susana algo que le había afectado terriblemente —sin embargo, había un brillo de culpa en sus ojos cuando se volvió hacia él—. Cuando ella me contó lo de tu hermana, y lo de Bruno, me di cuenta de lo que debiste de haber sentido. Maldita sea, Pedro, debiste habérmelo dicho.


—Quizá. Y quizá tú pudiste haber confiado en mí.


—No fue un problema de confianza, sino de reflejo automático. Tú no sabes lo mal que lo pasó Susana. O, si puedes imaginártelo, teniendo en cuenta lo mucho que sufrió tu hermana, deberías comprender por qué no pude soportar verla así otra vez —se le habían llenado los ojos de lágrimas—. Y fue todavía peor, porque… siento algo por ti.


Si había algo contra lo que Pedro no tenía ninguna defensa, eran las lágrimas.


Desesperado por consolarla, se levantó para tomarle las manos.


—Ayer cometí un montón de errores —sonriendo, le acarició una mejilla con el dorso de la mano—. Supongo que pedir disculpas te resulta tan duro a ti como a mí.


—Tienes razón.


—¿Por qué no lo dejamos en un empate? —le preguntó.


Pero cuando bajó la cabeza para besarla, ella se apartó.


—Necesito poder pensar con un mínimo de claridad.


—Y yo necesito hacerte el amor —volvió a tomarle una mano.


—Yo… —el corazón se le había subido a la garganta—, …eh… estoy trabajando. Ya se me ha acabado la media hora libre, y Stenerson…


—¿Por qué no lo llamas? —sonriendo, empezó a besarle los dedos. La resaca se había transformado en un dolor apagado, no tan perceptible como otro, más dulce, que se le anudaba en las entrañas—. Dile que necesito los servicios de su ayudante ejecutiva por un par de horas.


—Pienso que…


—Otra vez pensando… —murmuró Pedro, acariciándole los labios con los suyos.


—No, de verdad, tengo que… —la mente se le nubló cuando él empezó a besarle el cuello—. Tengo que volver al trabajo. Y yo… —aspiró profundamente —, …necesito estar segura —desesperada, lo rechazó—. Tengo que saber lo que estoy haciendo.


—Te diré una cosa, Chaves. Piensa en ello, y piensa a fondo. Hasta después de la boda, como hemos acordado —antes de que ella pudiera relajarse, le sujetó firmemente la barbilla con una mano—. Y después de la boda, si no vienes a mí, será mejor que salgas corriendo.


—Eso parece un ultimátum —replicó Paula, frunciendo el ceño.


—No, es un hecho. Y si yo fuera tú, saldría ahora mismo por esa puerta, cuando todavía estás a tiempo de hacerlo.


Toda digna, Paula se marchó no sin antes volverse hacia él con una sonrisa que lo desquició aún más.


—Que disfrutes de tu desayuno.


Y cerró de un portazo, en venganza. Casi podía imaginárselo agarrándose la dolorida cabeza con las dos manos.


CAPITULO 25 (SEGUNDA HISTORIA)




Pedro tenía el cerebro lleno de hombrecillos blandiendo picos y haciendo ruido. O al menos esa era su sensación. En un intento por acallarlos, dio un par de vueltas en la cama. Craso error, y a que aquel movimiento parecía haber dado la señal para que una diminuta banda de música ejecutara una marcha marcial, con todo lujo de instrumentos de percusión.


En vano se tapó una y otra vez la cabeza con la almohada, porque no tardó en darse cuenta de que el ruido que torturaba su sistema nervioso no procedía solamente de su resaca. Alguien estaba llamando a su puerta. Al fin, dándose por vencido, se levantó de la cama y fue a abrir.


Paula advirtió de inmediato que tenía un aspecto lamentable, con aquellas ojeras, la barba crecida y el gesto avinagrado. Llevaba puestos unos vaqueros, sin abrochar, como si se hubiera quedado dormido antes de desnudarse del todo.


—Vaya, parece que has pasado una noche estupenda.


Ella, por el contrario, tenía un aspecto fresco y descansado.


—Si has venido a estropearme el día, llegas demasiado tarde —intentó cerrar la puerta, pero ella se lo impidió y entró en la habitación.


—Tengo algo que decirte.


—Ya me lo has dicho.


—Supongo que te sentirás bastante mal —comentó, conmovida por su tono abatido.


—¿Bastante mal? —entrecerró los ojos—. No, me siento perfectamente. Me encantan las resacas.


—Lo que necesitas es una ducha fría, una aspirina y un desayuno decente.


—Chaves, estás pisando un terreno peligroso —volvió al dormitorio.


—No te entretendré demasiado —lo siguió, decidida a cumplir su misión—. Solo quiero hablar contigo de… —se interrumpió cuando Pedro le cerró la puerta del baño en las narices—. Vaya —suspirando, apoyó las manos en las caderas.


Dentro del cuarto de baño, Pedro se quitó los vaqueros y entró en la ducha.


Apoyándose en la pared de azulejo, abrió a tope el grifo del agua fría. La maldición que soltó resonó en toda la habitación. Poco después salió y se tomó una aspirina.


Se dijo, irónico, que la resaca no había desaparecido, pero al menos y a estaba lo suficientemente despierto como para disfrutarla. Después de enrollarse una toalla a la cintura, salió del cuarto de baño.


Había pensado que Paula captaría su mensaje, pero allí estaba, inclinada sobre su mesa de dibujo. Antes se había dedicado a ordenar la habitación, vaciando ceniceros, retirando tazas y platos, apartando la ropa sucia. De hecho, en aquel instante tenía las manos cargadas de ropa mientras contemplaba sus dibujos, con las gafas de lectura puestas.


—¿Qué diablos estás haciendo?


Alzó la mirada y sonrió, decidida a mostrarse amable.


—Oh, ya has salido —al verlo vestido únicamente con una pequeña toalla, procuró por todos los medios no bajar la mirada de sus ojos—. Solo estaba echando un vistazo a tu trabajo.


—No me refería a eso. ¿Por qué no te has ido? Tú no trabajas en el servicio de habitaciones, ¿verdad?


—No entendía cómo podías trabajar en medio de un caos semejante, así que te he ordenado un poco esto.


—Me gusta trabajar en el caos. Si no fuera así, habría ordenado yo mismo esta maldita habitación.


—Estupendo —repentinamente furiosa, lanzó al aire el montón de ropa que hasta ese momento había estado cargando en los brazos—. ¿Mejor así?


Lentamente Pedro recogió la camiseta que había aterrizado sobre su cabeza.


—Chaves, ¿sabes qué es más peligroso que un hombre con resaca?


—No.


—Nada —ya había dado un paso hacia ella cuando volvieron a llamar a la puerta.


—Es tu desayuno —lo informó Paula cuando fue a abrir—. Yo misma te lo había encargado.
Dándose por vencido, Pedro se dejó caer en el sofá.


—No quiero ningún maldito desayuno.


—Bueno, pues te lo comerás y dejarás de compadecerte a ti mismo —firmó la factura y recogió la bandeja para depositarla en la mesa baja, frente a él—. Café solo, tostadas y zumo de tomate con salsa picante.




CAPITULO 24 (SEGUNDA HISTORIA)



Teo encontró el bar, y Pedro la botella. Iba ya por la segunda copa de whisky cuando le contó la conversación que había tenido con Susana.


—¿Bruno Dumont es el padre de Kevin? No me lo habías dicho.


—Le di a Marina mi palabra de que no se lo contaría a nadie. Ni siquiera lo saben sus amigos.


Teo se quedó en silencio por un momento, pensativo.


—Resulta difícil imaginar que un canalla tan egoísta como él haya podido engendrar tres hijos tan maravillosos.


—Sí, es un verdadero enigma. El caso es que me desahogué con Susana — se interrumpió, jurando entre dientes—. Maldita sea, Teo, nunca olvidaré la manera en que me miró cuando le dije todas esas cosas.


—Lo superará. Por lo que Catalina me ha contado, Susana se ha enfrentado a cosas peores.


—Ya, quizá. El caso es que me encontraba en ese estado de ánimo cuando Paula la tomó conmigo.


—No me extraña. Las dos están muy unidas. ¿Pero por qué no se lo explicaste todo a ella?


—No era asunto suyo.


—Pero a mí acabas de explicármelo.


—Es distinto.


—Oye, ¿no quieres pedir algo de comer con eso? —señaló su copa de whisky.


—No.


Permanecieron durante un rato en silencio. 


Como sentía lástima de sí mismo, Pedro estaba empezando a disfrutar de la sensación de emborracharse poco a poco. Y Teo, que reconocía los síntomas, se mantenía sobrio.


—¿Sabes? Esa maldita mujer me ha estado volviendo loco desde la primera que vez que la vi —le confesó Pedro, refiriéndose a Paula.


—Ya —recostándose en su asiento, Teo sonrió—. Creo que entiendo la sensación.


—Primero se acerca a mí, y luego me despide dándome una patada en el trasero. Apenas puedo pronunciar dos palabras sin que me clave las garras — después de pedir otra copa, se inclinó sobre la mesa—. Hace diez años que me conoces. ¿No es verdad que soy un tipo de hombre afable, de buen carácter?


—Absolutamente —sonrió Teo—. Excepto cuando lo pierdes y te pones de mal humor.


—Ahí está —dio un manotazo en la mesa y sacó un cigarro—. Entonces, ¿qué diablos le pasa a esa mujer?


—No sé. Dímelo tú.


—Yo te lo diré. Tiene un carácter endiablado y la terquedad de una mula. 


Al ver que apuraba de un solo trago otra copa, Teo esbozó una mueca.


—¿Voy a tener que llevarte en brazos a casa?


—Muy probablemente. ¿Por qué quieres casarte, Teo? Con lo bien que se está solo, sin complicaciones de ningún tipo…


—Porque amo a Catalina.


—Ya —suspiró—. Siempre se las arreglan para conseguirlo. Te lían y te enredan hasta que dejas de pensar con lógica. ¿Has visto la manera que tiene de moverse? ¿La forma que tiene de ladear la cabeza cuando te riñe, o te grita? — tomó otro trago de whisky —. Me quema por dentro. Me aturde. Pierdo la consciencia. Y cuando me recupero, estoy como atontado, tembloroso.


Cuidadosamente, Teo dejó su copa sobre la mesa y observó detenidamente a su amigo.


Pedro, ¿esto está llegando al punto al que parece que está llegando, o simplemente estás borracho?


—No lo suficiente. Desde que la vi, no he podido dormir ni una sola noche bien. Y desde que puse por primera vez los ojos en ella es como si y a no existiera nadie más. Como si ya no fuera a existir nadie más —acodándose en la mesa, se
frotó la cara con las dos manos—. Estoy locamente enamorado de ella, Teo.


—Suele pasar con las Chaves—comentó, sonriendo—. Bienvenido al club.



****


Estuvo lloviendo todo el día, así que no pude bajar a los acantilados para ver a Christian. Durante la mayor parte de la mañana estuve jugando con los niños.


Para mí, fue uno de aquellos días tan agradables que las madres siempre recuerdan: la risa de los niños, las graciosas preguntas que suelen hacer, la dulzura con que se duermen en tu regazo cuando se acerca la hora de la siesta…


Creo que el recuerdo de ese sencillo día es uno de los más hermosos que he tenido nunca. O que tendré. Porque muy pronto mis niños comenzarán a dejar de serlo. Carolina ya está hablando de bailes y vestidos largos. Eso me ha hecho preguntarme cómo habría sido mi vida si hubiera estado casada con Christian. Él no se habría mostrado indiferente con sus hijos. 


Habría jugado y reído con ellos.


Sí, se habría reído, como lo oí reír durante aquellas preciosas horas robadas en los acantilados.


Y habría sido feliz, sin ese amargo dolor que me corroe el corazón. Sin esta culpa. Entonces… no habría necesitado buscar el silencio y la soledad de mi torre, o quedarme sentada sola contemplando la lluvia gris mientras recojo mis pensamientos en este diario.


Habría podido vivir mis propios sueños.


Pero todo esto no deja de ser una fantasía, como uno de esos cuentos que les leo a los niños en la cama. Un cuento con final feliz, de preciosas princesas y hermosos príncipes. Y mi vida no es un cuento de hadas. Pero, quizá, algún día alguien lea estas páginas y descubra mi historia. Espero que esa persona tenga un
amable y generoso corazón, y no me condene por deslealtad a un marido al que nunca he amado, sino que se regocije conmigo por aquellos pocos momentos compartidos con un hombre al que amaré incluso después de la muerte.