viernes, 12 de julio de 2019

CAPITULO 17 (CUARTA HISTORIA)




El ladrón se llamaba a sí mismo por muchos nombres. La primera vez que se presentó en Bar Harbor en busca de las esmeraldas, había empleado el nombre de Livingston, haciéndose pasar por un hombre de negocios británico. No había conseguido un éxito completo y había regresado bajo la guisa de Ellis Caufield, un rico excéntrico. Debido a la mala suerte y a la torpeza de su socio, había tenido que abandonar ese disfraz.


Su socio estaba muerto, lo que representaba un pequeño inconveniente. El ladrón en ese momento respondía al nombre de Robert Marshall y empezaba a desarrollar cierto cariño por su alter ego.


Marshall era delgado, estaba bronceado y tenía un ligero acento de Boston.


Llevaba el pelo oscuro casi hasta los hombros y exhibía bigote. Gracias a lentes de contacto, sus ojos eran castaños. Tenía los dientes un poco torcidos. El aparato bucal le había costado bastante, pero también le había cambiado la forma de la mandíbula.


Se encontraba muy a gusto como Marshall, y le encantaba que lo hubieran contratado como obrero en la restauración de Las Torres. Había falsificado las referencias, lo que había incrementado sus gastos. Pero las esmeraldas valían la pena. Pretendía conseguirlas, sin importar el precio.


En los últimos meses había pasado de ser un trabajo a convertirse en una obsesión. No solo las quería. Las necesitaba. El riesgo de trabajar tan cerca de las Chaves le añadía vida al juego. 


De hecho, había pasado a un metro de Amelia
cuando se presentó en el ala oeste para hablar con Slamuel O’Riley. Ninguno de los dos, que lo habían conocido como Livingston, le había prestado más atención.


Hacía bien su trabajo de manejar maquinaria y recoger escombros.


Y nunca se quejaba. Se mostraba amigable con sus compañeros e incluso de vez en cuando se iba a tomar una cerveza con ellos al final de la jornada.


Luego regresaba a su casa alquilada frente a la bahía y trazaba planes.


La seguridad de Las Torres no planteaba problema… no cuando sería tan fácil para él desconectarla desde el interior. Al trabajar para las Chaves podía estar cerca y sin duda enterarse de cualquier progreso en la búsqueda del collar.


Y con cuidado y destreza podría realizar alguna búsqueda personal.


Los papeles que les había robado aún no le habían aportado ninguna pista. A menos que la proporcionara la carta que había descubierto. 


Iba escrita para Bianca y firmada únicamente por « Christian» . «Una carta de amor» , pensó
mientras apilaba maderas. Era algo que debía inspeccionar.


—Eh, Bob. ¿Tienes un minuto?


Marshall alzó la vista y le ofreció una sonrisa afable a su capataz.


—Claro.


—Necesitan trasladar algunas mesas al salón de baile para la boda de mañana. Rick y tú echadle una mano a las señoras.


—Hecho.


Se marchó, conteniendo una excitación trémula por disponer de libertad para ir por la casa. 


Recibió instrucciones de una acalorada Coco, luego alzó su extremo de una pesada mesa de caza que debían trasladar a la siguiente planta.




CAPITULO 16 (CUARTA HISTORIA)




Coco Chaves McPike no creía en dejar las cosas al azar… en particular cuando su horóscopo del día aconsejaba que tomara una parte más activa en un asunto familiar y que visitara a un antiguo conocido. Consideraba que podía cumplir ambas cosas si le hacía una visita informal a Pedro Alfonso.


Lo recordaba como un joven de pelo oscuro y ojos encendidos que había repartido langostas y dado vueltas por el pueblo, a la espera de que hubiera problemas. También recordaba que una vez se había detenido a cambiarle la rueda del coche mientras ella trataba de descifrar qué extremo del gato había que poner debajo del guardabarros. Ofendido, había rechazado que le pagara antes de subirse a la moto y largarse sin que ella lo hubiera podido agradecer bien.


«Orgulloso, arrogante, rebelde» , pensó mientras metía el coche en la entrada de la casa de Pedro. Sin embargo, de un modo más bien arisco, caballeroso. Quizá si se mostraba inteligente, y Coco creía serlo, podría manipular todos esos rasgos para conseguir lo que quería.


« Así que esta era la cabaña de Christian Alfoso» , reflexionó. Ya la había visto con anterioridad, pero no desde que conocía la conexión existente entre las dos familias. Se detuvo un instante. Con los ojos cerrados intentó sentir algo. Sin duda debía haber algún resto de energía, algo que el tiempo y el viento no se hubiera llevado.


A Coco le gustaba considerarse una mística. Ya fuera una evaluación real o una constatación de que tenía una imaginación viva, estaba segura de que sentía un vestigio de pasión en el aire. Complacida consigo misma, se dirigió hacia la casa.


Se había vestido con sumo cuidado. Quería estar atractiva, por supuesto. Su vanidad no permitiría otra cosa. Pero también había querido parecer distinguida y con un leve aire maternal. Consideraba que el viejo y clásico traje de Chanel de color azul era perfecto.


Llamó y exhibió en la cara lo que creyó que era una sonrisa sabia y tranquilizadora. Los ladridos fuertes y el torrente de juramentos procedentes del interior hicieron que se llevara una mano al pecho.


Recién salido de la ducha, con el pelo chorreando y de mal humor, Pedro abrió la puerta de golpe. Sadie saltó. Coco chilló. Unos buenos reflejos impulsaron a Pedro a retener al cariñoso animal por el collar antes de que pudiera enviar a Coco más allá de la barandilla del porche.


—Santo cielo —Coco miró del perro al hombre, mientras hacía malabarismos con la bandeja de bollos de chocolate que sostenía—. Santo cielo. Que perro tan grande. Sin duda se parece a nuestro Fred, del que había esperado que dejara de crecer. Si hasta podría montar encima de él, ¿verdad? —le sonrió a Pedro—. Lo siento tanto. ¿Lo he interrumpido?


Él siguió luchando con el perro, que había percibido el olor de los bollos y quería su parte. Ya.


—¿Perdone?


—Lo he interrumpido —repitió Coco—. Sé que es temprano, pero en días como este no puedo quedarme en la cama. Tanto sol y el canto de los pájaros. ¿Cree que le gustará uno? —sin esperar una respuesta, Coco sacó uno de los bollos—. Y ahora siéntate y compórtate —con lo que sin duda era una sonrisa, Sadie dejó de tirar, se sentó y miró a Coco con ojos de adoración—. Buen perro —Sadie aceptó el manjar con educación, luego trotó al interior de la casa para disfrutarlo—. Bien —complacida con la situación, le sonrió a Pedro—. Probablemente no me recuerda. Cielos, han pasado años.


—Señora McPike —la recordaba, desde luego, aunque la última vez que la había visto, el pelo de ella había sido de un rubio oscuro. Habían pasado diez años, pero se la veía más joven. O bien había recibido un magnífico retoque estético o bien había descubierto la fuente de la eterna juventud.


—Sí. Me halaga que un hombre atractivo me recuerde. Aunque la última vez que nos vimos no era más que un muchacho. Bienvenido a casa —le ofreció la bandeja de bollos.


Y no le dejó más alternativa que aceptarla e invitarla a pasar.


—Gracias —entre plantas y bollos, las Chaves empezaban a tener la costumbre de llevarle regalos—. ¿Puedo hacer algo por usted?


—Para ser sincera, me moría por ver la casa. Pensar que aquí es donde vivía Christian Alfonso, y trabajaba —suspiró—. Y soñaba con Bianca.


—Bueno, en todo caso vivió y trabajó aquí.


—Paula me ha contado que no está del todo convencido de que se amaran. Puedo comprender su renuencia a aceptarlo de inmediato, pero verá, forma parte de la historia de mi familia. Y de la suya. ¡Oh, qué cuadro glorioso! — cruzó la habitación hacia un brumoso paisaje marino que colgaba encima de la chimenea. Incluso a través de la niebla los colores eran intensos y vívidos, como si la vitalidad y la pasión estuvieran luchando por liberarse del menguante telón gris. Crestas blancas y turbulentas, el reborde negro e irregular de la roca, las sombras de las islas varadas en un mar frío y oscuro—. Es poderoso —murmuró —. Y solitario. Lo pintó él, ¿verdad?


—Sí.


—Si quisiera contemplar esta vista —suspiró con tono trémulo—, solo tendría que pasear por los riscos debajo de Las Torres. Paula lo hace, a veces con los niños, a veces sola. Demasiado a menudo sola —giró, desterrando el estado de ánimo sombrío—. Mi sobrina parece percibir que usted no se encuentra especialmente interesado en confirmar la relación de Bianca y Christian, y en ayudar a encontrar las esmeraldas. Me cuesta creerlo.


—No debería ser así, señora McPike —dejó la bandeja a un lado—. Pero lo que le dije a su sobrina fue que si alguna vez quedaba convencido de que hubiera alguna conexión relevante, haría lo que pudiera para ayudar. Lo cual, según mi parecer, es poco.


—Usted fue oficial de policía, ¿no?


—Sí —enganchó los dedos pulgares en los bolsillos, sin confiar mucho en el cambio de tema.


—He de reconocer que me sorprendió enterarme de que había elegido esa profesión, pero estoy segura de que se encontraba bien preparado para el trabajo.


—Solía estarlo —la cicatriz en la espalda pareció palpitarle.


—Y supongo que habrá solucionado casos.


—Algunos —curvó un poco los labios.


—De modo que ha buscado pistas y las ha seguido hasta dar con la respuesta adecuada —le sonrió—. Siempre admiro al policía en la televisión que soluciona el misterio y ata todos los cabos sueltos antes que termine el episodio.


—La vida no es así de ordenada.


—No, bajo ningún concepto, pero es indudable que nos vendría bien alguien de su experiencia —regresó a su lado; ya no sonreía—. Seré sincera. De haber sabido los problemas que le iba a causar a mi familia, habría dejado que la leyenda de las esmeraldas desapareciera conmigo. Cuando mi hermano y su mujer murieron, y dejaron a sus hijas a mi cuidado, también asumí la responsabilidad de transmitirles la historia de las esmeraldas Chaves… cuando fuera el momento propicio. Al cumplir con lo que consideraba mi deber, he puesto a mi familia en peligro. Haré todo lo que esté a mi alcance, y emplearé la ayuda de quien sea preciso, para evitar que les hagan daño. Hasta que se encuentren esas esmeraldas, no puedo estar segura de que mi familia se encuentre a salvo.


—Necesita a la policía —comenzó.


—Hace lo que puede. No es suficiente —alargó el brazo y apoyó la mano en la de Pedro—. Los agentes no están involucrados personalmente, y es imposible que lo entiendan. Usted sí puede.


—Sobreestima mi capacidad —la fe y la lógica obstinada de ella lo ponían incómodo.


—No lo creo —sostuvo la mano de él otro momento, luego la apretó con delicadeza antes de soltarla—. Pero no es mi intención presionarlo. Solo he venido para poder sumar mi energía a la de Paula. Le cuesta tanto insistir para lograr lo que quiere…


—No lo hace tan mal.


—Bueno, me alegra oír eso. Pero con su trabajo y la boda de Amelia, sumado a todo lo que ha estado pasando, sé que no ha tenido tiempo para hablar con usted estos días. Le diré que nuestras vidas se han vuelto del revés los últimos meses. Primero la boda de Catalina, y las obras de la casa, ahora Amelia y Samuel… con Lila a punto de fijar una fecha para casarse con Max —calló y esperó parecer melancólica—. Si pudiera encontrar un hombre agradable para Suzanna, tendría a todas las chicas asentadas.


Pedro no se le pasó por alto la mirada especulativa.


—Estoy seguro de que ella misma se ocupará de eso cuando se encuentre preparada.


—Si ni se permite un momento para hacerlo. Y después de lo que le hizo aquel hombre —se calló. Sabía que si empezaba a hablar de Bruno Dumont, le costaría parar. Y no era un tema adecuado de conversación—. Bueno, en cualquier caso, se mantiene demasiado ocupada con su negocio y sus hijos, así que a mí me gusta tener un ojo atento por ella. Usted no está casado, ¿verdad?


Divertido, Pedro pensó que al menos nadie podría acusarla de ser sutil.


—Sí. Tengo mujer y seis hijos en Portland.


Coco parpadeó, luego rio.


—Ha sido una pregunta grosera —reconoció—. Y antes de que le haga otra, lo dejaré tranquilo —se dirigió hacia la puerta, complacida de que él tuviera suficientes modales para acompañarla y abrírsela—. A propósito, la boda de Amelia es el sábado, a las seis. Celebraremos la recepción en el salón de baile de Las Torres. Me gustaría que asistiera.


—No creo que sea apropiado —el giro inesperado lo desconcertó.


—Desde luego que sí —corrigió ella—. Nuestras familias se conocen desde hace mucho tiempo, Pedro. Nos encantaría tenerlo allí —fue hacia el coche, pero se detuvo y se volvió—. Y Paula no tiene acompañante. Es una pena.




CAPITULO 15 (CUARTA HISTORIA)




Sabía que volvería. Sin importar lo imprudente o equivocado que pudiera haber sido eso, la busqué cada tarde. Los días que ella no venía a los riscos, me encontraba alzando la vista a Las Torres, anhelándola de un modo que no tenía derecho a anhelar a la esposa de otro hombre. Los días que caminaba hacia mí, con su cabello como fuego fundido, con una sonrisa leve y tímida en los labios, me hacía conocer un júbilo inimaginable.


Al principio nuestras conversaciones eran corteses y distantes. El clima, rumores sin importancia del pueblo, arte y literatura. Con el paso del tiempo, comenzó a sentirse más a gusto conmigo. Me hablaba de sus hijos, a los que llegué a conocer a través de ella. La pequeña Carolina, enamorada de los vestidos bonitos y que deseaba tener un pony. El joven Elias, que solo deseaba correr y encontrar aventuras. Y el pequeño Sergio, quien estaba aprendiendo a gatear.


No hacía falta ser muy perceptivo para darse cuenta de que sus hijos eran su vida. Rara vez hablaba de las fiestas, los musicales a los que asistía, las reuniones sociales a las que yo sabía que asistía casi cada noche. Jamás hablaba del hombre con el que se había casado.


Reconozco que él despertaba mi curiosidad. 


Desde luego, era del conocimiento general que Felipe Chaves era un hombre ambicioso y rico, que en el transcurso de su vida había convertido unos pocos dólares en un imperio. En el mundo de los negocios despertaba respeto y miedo. 


Pero eso no me importaba nada.


Quien me obsesionaba era el hombre privado. El hombre que tenía derecho a llamarla esposa. El hombre que se acostaba junto a ella por la noche, el que la tocaba. El hombre que conocía la textura de su piel, el sabor de su boca. 


El hombre que sabía la sensación que provocaba que ella se moviera bajo él en la oscuridad.


Ya estaba enamorado de ella. Quizá lo había estado desde el instante en que la vi caminar con el niño entre las rosas silvestres.


Habría sido mejor para mi cordura si hubiera elegido otro lugar en el que pintar. No pude. 


Sabiendo ya que no tendría más de ella, que no podría tener más que unas horas de conversación, regresé. Una y otra vez.


Ella aceptó dejar que la pintara. Comencé a ver, tal como un artista ha de ver, a la mujer que llevaba en el interior. Más allá de su belleza, de su serenidad y educación, había una mujer desesperadamente infeliz. Quise tomarla en brazos, exigir que me contara qué le había provocado esa expresión triste en los ojos.


Pero solo la pinté. No tenía derecho a más.


Nunca he sido un hombre paciente o noble. Pero con ella descubrí que podía ser ambas cosas. 


Sin tocarme nunca, ella me cambió. Nada sería igual para mí después de aquel verano demasiado breve… aquel verano en que aparecía para sentarse en las rocas y contemplar el mar.


Incluso ahora, una vida más tarde, puedo ir a esos riscos y verla. Puedo oler el mar que nunca cambia y percibir su perfume. Solo he de recoger una rosa silvestre para recordar las luces encendidas de su cabello. Al cerrar los ojos, oigo el murmullo del agua sobre las rocas abajo y su voz vuelve tan clara y dulce como ayer. Me recuerda la última tarde de aquel primer verano, cuando se irguió a mi lado, lo bastante cerca como para tocarla, tan distante como la luna.


—Nos marchamos por la mañana —dijo sin mirarme—. Los niños lamentan irse.


—¿Y usted?


Una leve sonrisa se asomó a sus labios, pero no en sus ojos.


—A veces me pregunto si he tenido una vida anterior. Si mi hogar fue una isla como esta. La primera vez que vine aquí, fue como si hubiera estado esperando para volver a verla. Echaré de menos el mar.


Cuando ella me miró, quizá fueron mis propias necesidades las que me hicieron pensar que también me echaría de menos. Luego apartó la vista y suspiró.


—Nueva York es tan diferente, tan lleno de ruido y prisas. De pie aquí me cuesta creer que existe un lugar así. ¿Se quedará a pasar el invierno en la isla?


Pensé en el frío y en los meses duros que me esperaban y maldije al destino por provocarme con lo que jamás podría tener.


—Mis planes cambian con mi estado de ánimo —respondí con ligereza, esforzándome por mantener la amargura fuera de mi voz.


—Le envidio su libertad —entonces regresó hasta el retrato casi acabado en el caballete—. Y su talento. Me ha plasmado de forma superior a lo que soy.


—Inferior —tuve que apretar con fuerza las manos para evitar tocarla—. Algunas cosas jamás se pueden capturar en un lienzo.


—¿Cómo lo llamará?


—Bianca. Su nombre es suficiente.


Debió percibir mis sentimientos, aunque traté desesperadamente de contenerlos dentro de mí. 


Algo se reflejó en sus ojos al mirarme, y mantuvo el contacto visual más de lo recomendable. Luego retrocedió con cautela, como una mujer que se hubiera acercado demasiado al borde de un risco.


—Un día será famoso, y la gente suplicará por tener su obra.


—No pinto por la fama —me era imposible quitarle los ojos de encima, sabiendo que podía ser la última vez que la veía.


—No, y por eso la conseguirá. Cuando llegue ese momento, recordaré este verano. Adiós, Christian.


Se alejó de mí, en lo que consideré que era la última vez que la veía, se alejó de las rocas y atravesó la hierba y las flores silvestres que se agitaban en busca del sol.