sábado, 20 de julio de 2019
CAPITULO 43 (CUARTA HISTORIA)
Vio que los ojos de ella cambiaban, aunque no apareció el miedo que había esperado. Era furia. Paula alzó una mano, pero antes de que pudiera golpearlo, Bruno fue arrojado al suelo. Vio a Pedro levantarlo otra vez por el cuello para lanzarlo contra una mesa Luis XV.
Nunca había visto muerte en los ojos de un hombre, pero lo reconoció en los de Pedro cuando empotró el puño en la cara de Bruno.
—Pedro, no… —dio un paso al frente, pero sintió que la contenían por el brazo con sorprendente fuerza.
—Déjalo en paz —dijo Carolina con expresión sombría.
Quería matarlo, y quizá lo hubiera hecho, si el hombre se hubiera defendido.
Pero Bruno simplemente se quedó flojo bajo sus manos, con la nariz y la boca chorreando sangre.
—Escúchame, canalla —lo plantó contra la pared—. Vuelve a tocarla alguna vez, y eres hombre muerto.
Aturdido y dolorido, Bruno buscó un pañuelo.
—Puedo hacer que te arresten por agresión —se llevó el pañuelo a la nariz y miró alrededor para ver a su mujer de pie junto a las puertas de la terraza—. Tengo una testigo. Me has atacado y amenazado mi vida —era su primera humillación y lo detestaba. Desvió la vista hacía Paula—. Lamentarás esto.
—No, no lo lamentará —intervino Carolina antes que Pedro pudiera ceder a la satisfacción de aplastar esa boca burlona—. Pero tú sí, cerdo miserable, cobarde y tembloroso —se dirigió hacia él apoyada en el bastón—. Si alguna vez vuelves a tocar a alguien de mi familia, lo lamentarás lo que te quede de inservible vida. Sin importar lo que creas que puedes hacernos, yo te lo puedo devolver con más ferocidad. Si dudas de mí, me llamo Carolina Teresa Chaves, y puedo comprarte y venderte cuando se me antoje —lo estudió, un hombre patético con un traje arrugado y sangrando sobre un pañuelo de seda—. Me pregunto qué tendrá que decir el gobernador de tu estado, que da la casualidad de que es mi
ahijado, si le menciono esta escena —asintió con satisfacción al ver que la entendía—. Y ahora saca tu miserable presencia de mi casa. Joven… —inclinó la cabeza hacia Pedro—, …sé tan amable de enseñarle la salida a nuestro invitado.
—Será un placer —Pedro lo arrastró hasta el vestíbulo.
Lo último que vio Paula antes de salir corriendo fue las manos gesticulantes de Yvette.
—¿Adónde ha ido? —quiso saber Pedro cuando encontró a Carolina a solas en el salón.
— A lamer sus heridas, supongo. Sírveme un brandy. Maldita sea, sobrevivirá un minuto —musitó al verlo titubear. Se sentó en un sillón y esperó hasta que el corazón se le serenó—. Sabía que había tenido un matrimonio difícil, pero desconocía cuánto. Desde que se divorció, hice que investigaran a ese Dumont — aceptó el brandy y dio un buen trago—. Es una lamentable sombra de un hombre. Pero seguía sin ser consciente de que abusaba de ella. Debí imaginarlo la primera vez que vi la expresión en los ojos de Paula. Mi madre tenía la misma —cerró los ojos y se recostó—. Bueno, si no quiere ver como se evaporan sus ambiciones políticas, la dejará en paz —despacio abrió los ojos y observó a Pedro con mirada acerada—. Te comportaste bien… admiro a un hombre que usa sus puños. Lo único que lamento es no haber empleado mi bastón sobre él.
—Creo que hizo algo mucho mejor. Yo simplemente le rompí la nariz, usted lo asustó hasta…
—Desde luego que sí —sonrió y bebió otro trago—. Y además me siento bien —notó que Pedro miraba en dirección a las puertas abiertas de la terraza, con las manos aún cerradas—. Mi madre solía ir a los riscos —se bebió el resto del brandy —. Es posible que la encuentres allí. Dile que sus hijos están comiendo dulces y estropeando su cena.
CAPITULO 42 (CUARTA HISTORIA)
Llena de energía y esperanza, bajó el último escalón y entró en el vestíbulo.
En el acto reinó el caos. Primero oyó a los perros, Fred y Sadie, ladrar como mil demonios, luego el ruido de pies en el porche y dos gritos.
—¡Mamá! —gritaron Jazmin y Alex al irrumpir en la casa.
Sintió una felicidad instantánea al agacharse para alzarlos en brazos. Riendo, los llenó de besos mientras los perros daban vueltas alrededor de ellos.
—Oh, os he echado de menos. Os he echado tanto de menos a los dos. Dejad que os mire —cuando los mantuvo a la distancia de los brazos, a punto estuvo de perder la sonrisa. Ambos se hallaban al borde de las lágrimas—. ¿Pequeña?
—Queríamos volver a casa —la voz de Jazmin tembló al enterrar la cara en el hombro de su madre—. Odiamos las vacaciones.
—Sssh —acarició el pelo de su hija mientras Alex se frotaba un puño debajo del ojo.
—Fuimos rebeldes y malos —musitó con voz trémula—. Y tampoco nos importa.
—La actitud que he llegado a esperar —dijo Bruno al atravesar la puerta abierta.
Los brazos de Jazmin se tensaron alrededor del cuello de Paula, pero Alex se volvió y adelantó su mentón Chaves.
—No nos gustó la estúpida fiesta, y tampoco nos gustas tú.
—¡Alex! —apoyó una mano en su hombro—. Ya es suficiente. Discúlpate. Le temblaron los labios, pero el brillo obstinado permaneció en los ojos del niño. —Lamentamos que no nos gustes.
—Llévate a tu hermana arriba —espetó Bruno—. Quiero hablar con vuestra madre en privado.
—Ve a la cocina con Jazmin —acarició la mejilla de Alex—. Allí está la tía Coco.
Bruno lanzó un puntapié indiferente en dirección a Fred.
—Y llévate contigo a estos malditos chuchos.
—¿Chéri? —dijo la esbelta morena que se había detenido en el umbral.
—Yvette —sin quitar los brazos de los hombros de los niños, Paula se puso de pie—. Lo siento, no te he visto.
La mujer francesa movió las manos con gesto distraído.
—Te pido disculpas, ya que veo que es muy confuso. Me preguntaba… Bruno, ¿las maletas de los niños?
—Dile al conductor que las traiga —soltó—. ¿No ves que estoy ocupado?
Paula le ofreció a la mujer agotada una mirada de simpatía.
—Que las deje en el vestíbulo. Si queréis pasar al salón… id a ver a la tía Coco —le dijo a los niños—. Se sentirá muy feliz de teneros de vuelta.
Los pequeños se marcharon tomados de la mano, con los perros pisándoles los talones.
—Si pudieras sacar un momento de tu tiempo —comenzó Bruno, mirando de arriba abajo sus ropas de trabajo—, de tu, sin duda, fascinante día.
—En el salón —repitió y se dio la vuelta. Sabía que era esencial mantener la calma. No dudaba de que le soltaría sobre la cabeza lo que fuera que lo hubiera impulsado a cambiar de planes y devolver a sus hijos a casa una semana antes. Eso podía sobrellevarlo. Pero era distinto el hecho de que los niños hubieran estado angustiados—. Yvette… —le indicó un sillón—, ¿puedo ofrecerte algo?
—Un brandy, si eres tan amable.
—Desde luego. ¿Bruno?
—Un whisky doble.
Fue al armario de los licores y mientras servía agradeció que sus manos estuvieran firmes. Al entregarle la copa a Yvette, le pareció percibir una expresión de disculpa y bochorno.
—Bueno, Bruno, ¿quieres contarme qué sucedió?
—Lo que sucedió comenzó hace años cuando tuviste la equivocada idea de que podías ser madre.
—Bruno —empezó Yvette.
—Sal a la terraza. Prefiero hablar esto en privado.
«De modo que eso no ha cambiado» , pensó Paula. Juntó las manos mientras Yvette cruzaba la estancia y atravesaba las puertas de cristal.
—Al menos este pequeño experimento habrá hecho que se olvide de la idea de tener un hijo.
—¿Experimento? —repitió ella—. ¿La visita de los niños fue un experimento?
Bebió un sorbo de whisky y la observó. Seguía siendo un hombre arrebatador con un rostro juvenil encantador y pelo rubio. Pero su carácter estropeaba su atractivo físico.
—Los motivos que me movieron a llevarme a los chicos son asunto mío. Su imperdonable comportamiento es tuyo. Carecen de idea de cómo conducirse en público y en privado. Poseen los modales, la disposición y el ínfimo control de unos paganos. Has hecho un pobre trabajo, Paula, a menos que tuvieras la intención de criar a dos mocosos inaguantables.
—No creas que puedes quedarte ahí y hablar de ellos de esa manera en mi casa —con los ojos brillantes, se acercó a él—. Me importa un bledo si encajan o no en tus patrones. Quiero saber por qué los has traído de vuelta de esta forma.
—Entonces escucha —sugirió y la empujó a un sillón—. Tus preciosos niños no tienen ni idea de lo que se espera de un Dumont. En los restaurantes se mostraron estentóreos y rebeldes, quejumbrosos y quisquillosos en el coche. Cuando se los corregía, se ponían desafiantes u hoscos. En el hotel, entre varios de mis conocidos, su conducta fue una fuente de vergüenza.
Demasiado encendida para sentir miedo, Paula se levantó.
—En otras palabras, fueron niños. Lamento que tus planes se estropearan, Bruno, pero es difícil esperar que unos niños de cinco y seis años se presenten como personas socialmente correctas en todas las ocasiones. Resulta incluso más difícil cuando se ven metidos en una situación que no han provocado ellos. No te conocen.
Él hizo remolinear el whisky y bebió otro trago.
—Son perfectamente conscientes de que soy su padre, pero tú te has encargado de que no muestren respeto por esa relación.
—No, tú lo has hecho.
—¿Crees que no sé qué les cuentas? —con lentitud dejó la copa—. Dulce e inofensiva Paula —ella retrocedió de forma automática, complaciéndolo.
—No les cuento nada sobre ti —soltó, furiosa consigo misma por dar marcha atrás. —¿Oh, no? Entonces, ¿no les mencionaste el hecho de que tienen un hermano bastardo en Oklahoma?
—El hermano de Marina O’Riley se casó con mi hermana. No hubo manera de mantener la situación en secreto, aunque hubiera querido.
—Y no pudiste esperar a incorporar mi nombre —la empujó otra vez y la hizo trastabillar hacia atrás.
—El chico es su hermanastro. Aceptan eso, y son demasiado jóvenes para entender el acto despreciable que cometiste.
—Mis asuntos son míos. No lo olvides —la tomó por los hombros y la empujó contra una pared—. No tengo intención de dejar que te salgas con la tuya en tus lamentables ardides de venganza.
—Quítame las manos de encima —se retorció, pero él no le permitió zafarse.
—Cuando haya terminado. Deja que te lo advierta, Paula. No voy a permitir que difundas mis asuntos privados. Como se corra incluso un simple rumor, sabré dónde empezó, y tú sabrás quién pagará por ello.
—Ya no puedes hacerme daño —se mantuvo rígida, con los ojos firmes.
—No estés tan segura. Ocúpate de que tus hijos se guarden este asunto de los hermanastros para ellos mismos. Si vuelve a mencionarse… —apretó las manos y la alzó hasta ponerla de puntillas—, una sola vez, lo lamentarás mucho.
—Recoge tus amenazas y vete de mi casa.
—¿Tuya? —cerró una mano en torno a la garganta de ella—. Recuerda que solo es tuya porque a mí no me interesaba este ruinoso anacronismo. Provócame, y te llevaré a los tribunales en un abrir y cerrar de ojos. Y esta vez me quedaré con todo. A esos niños les sentará bien un buen internado suizo, que es exactamente donde terminarán como no cuides por dónde vas.
CAPITULO 41 (CUARTA HISTORIA)
Paula pensó que no había luz de velas ni de luna, pero sí que era un romance.
No había creído que pudiera volver a encontrarlo o quererlo. Sonrió mientras regresaba a Las Torres.
Desde luego, una relación con Pedro Alfonso tenía muchas aristas, aunque también sus momentos más suaves. Había disfrutado descubriéndolos durante los últimos días. Y noches.
Seguía siendo un hombre exigente, a menudo brusco, pero jamás la hacía sentir menos que lo que ella quería ser. Cuando la amaba, lo hacía con una urgencia y ferocidad que no dejaban dudas sobre su deseo.
Al aparcar la camioneta detrás del coche de Pedro, se repitió que no había buscado un romance. Pero se sentía terriblemente contenta de haberlo encontrado.
—Te he estado esperando —soltó Lila en cuanto su hermana abrió la puerta.
—Eso veo —enarcó una ceja. Lila seguía con su uniforme del parque.Conociendo su horario, estaba segura de que llevaba en casa casi una hora.Debería haberse puesto algo cómodo—. ¿Qué sucede?
—¿Puedes hacer algo con el galán hosco con el que te has enredado?
—Si te refieres a Pedro, no mucho —se quitó la gorra para mesarse el pelo—. ¿Por qué?
—Ahora mismo está arriba desmontando mi habitación centímetro a centímetro. Ni siquiera pude cambiarme de ropa —miró en dirección a la escalera—. Le dije que ya habíamos mirado ahí, y que si hubiera estado durmiendo todos estos años en el mismo cuarto que las esmeraldas, lo sabría.
—Y no te hizo caso.
—No solo eso, sino que me echó de mi propia habitación. Y Max —siseó y se sentó en el escalón—. Max sonrió y dijo que era una idea estupenda.
—¿Quieres que nos unamos contra ellos?
En los ojos de Lila centelleó un brillo perverso.
—Sí —se levantó y pasó un brazo por los hombros de Paula mientras subían—. Vas en serio con él, ¿verdad?
—Voy paso a paso.
—A veces, cuando amas a alguien, es mejor avanzar de golpe —bostezó y maldijo—. Me he perdido mi siesta. Me gustaría poder decir que me ha desagradado su actitud, pero no puedo. Hay algo demasiado sólido y firme bajo sus malos modales.
—Has vuelto a mirar su aura.
Lila rio y se detuvo en lo alto de la escalera.
—Es un buen tipo, a pesar de las ganas que ahora tengo de azotarlo. Me gusta verte feliz otra vez, Pau.
—No he sido infeliz.
—No, simplemente no has sido feliz. Hay una diferencia.
—Supongo que sí. Hablando de ser feliz, ¿cómo van los planes para la boda?
—Ahora mismo la tía Coco y la pariente venida del infierno están en la cocina discutiendo sobre ello —la miró con ojos risueños—. Pasándoselo en grande. La tía abuela Carolina finge que solo quiere cerciorarse de que el acontecimiento estará a la altura de la reputación de los Chaves, pero la verdad es que le encanta hacer la lista de invitados y cuestionar los menús de la tía Coco.
Paula se detuvo ante la puerta de Lila. Pedro se hallaba concentrado en su trabajo. Nunca había sido una habitación muy ordenada, pero daba la impresión de que alguien hubiera soltado todos los muebles al azar. En ese momento, Pedro tenía la cabeza metida en la chimenea y Max iba a gatas por el suelo.
—¿Os divertís, chicos? —preguntó Lila con sorna.
Max levantó la vista y sonrió. Llegó a la conclusión que estaba furiosa. Había aprendido a disfrutar de su temperamento.
—He encontrado la otra sandalia que buscabas. Estaba debajo del cojín de la silla.— Una buena noticia —enarcó una ceja y notó que Pedro estaba sentado en la chimenea, mirando a Paula y que esta también lo miraba—. Necesitas un descanso, Max.
—No, estoy bien.
—Es evidente que necesitas un descanso —se acercó para tomarle la mano y ayudarlo a levantarse—. Luego puedes volver a echarle una mano a Pedro en la invasión de mi intimidad.
—Te dije que no iba a gustarle —comentó Paula cuando Lila se llevó a Max de la habitación.
—Es una pena.
—¿Has encontrado algo? —con las manos en las caderas, inspeccionó los daños.
—No a menos que cuentes los dos pendientes de parejas distintas y una de esas cosas de encaje que encontramos detrás de la cómoda —ladeó la cabeza—. ¿Tienes tú algo de ropa interior con encaje?
—No —bajó la vista a la sudadera que llevaba—. Hasta hace unos días, no pensé que fuera a necesitarla.
—Llevas muy bien la ropa vaquera, cariño —se puso de pie y como ella no se movió, se acercó él—. Y… —bajó las manos por la espalda de Paula—, … me vuelve loco quitártela —la besó con ardor, del modo profundo y urgente que ella había empezado a esperar, luego le mordisqueó el labio y sonrió—. Pero cuando quieras pedirle prestado a Lila una de esas cosas escuetas…
—Puede que te sorprenda —rio y lo abrazó con cariño—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Un rato —movió la cabeza y volvió a dedicarse a buscar en la chimenea
—¿No quieres que te recompense? —inquirió ella.
—Desde luego —Pedro perdió interés en buscar si había algún ladrillo flojo.
—Iré a traerte una cerveza.
—Preferiría tener…
—Lo sé —rio al salir—. Pero tendrás que conformarte con una cerveza. Por el momento.
Pensó que era agradable poder bromear de esa manera. Sin sentirse avergonzada o nerviosa.
No había necesidad de sentir otra cosa que no fuera satisfacción al saber que él se preocupaba por ella. Con el tiempo, quizá pudieran tener algo más profundo.
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