martes, 6 de agosto de 2019
CAPITULO 32 (QUINTA HISTORIA)
Qué extraño, se dijo, no haberlo reconocido a primera vista. Apenas había cambiado. Estaba tan atractivo y elegante como la última vez que lo vio. Era como un príncipe azul con la boca repleta de mentiras.
Bruno sonrió. Llevaba días tratando de sorprenderla sola y solo la frustración lo había empujado a acercarse a ella en aquel momento. Porque era un hombre al que le preocupaba mucho su imagen, de modo que, antes de entrar, había comprobado que allí no había nadie más.
—Estás tan guapa como siempre —dijo.
Paula estaba pálida y a Bruno le gustaba saber que jugaba con ventaja. Además, llevaba semanas planeando aquella reunión.
—Pero has mejorado con los años. Has perdido un cierto aire infantil y eres más… elegante. Enhorabuena.
Cuando se aproximó a ella, Paula no se movió, sus piernas no le respondían. Ni siquiera cuando Bruno le acarició la mejilla y luego le tocó en la barbilla, con un dedo, rememorando un hábito que Paula había conseguido olvidar.
—Siempre has sido una belleza, Paula, con esa inocencia que a un hombre le dan ganas de corromper.
Paula se estremeció y Bruno sonrió.
—¿Qué haces aquí?
Paula solo podía pensar en Kevin, y daba gracias porque no estuviera allí.
—Tiene gracia. Yo iba a preguntarte lo mismo. ¿Qué estás haciendo aquí, Paula?
—Vivo aquí —dijo Paula con vacilación—. Trabajo aquí.
—Cansada de Oklahoma, ¿no? ¿Querías un cambio? —dijo Bruno, y se inclinó hacia delante hasta que Paula dio con la espalda contra el archivador. Sabía que el chantaje no serviría con ella, de modo que recurriría a la intimidación—. ¿Me tomas por tonto? No lo hagas, sería un gran error.
Cuando su espalda dio contra el archivador, Paula, al darse cuenta de que estaba
temblando de miedo, se tranquilizó y se puso tensa. Ya no era una niña, sino una mujer, se dijo.
—Por qué estoy aquí no es asunto tuyo.
—Oh, claro que lo es —dijo Bruno con calma—. Yo prefiero que estés en Oklahoma, Paula. Con tu trabajo, y tu familia, y tu vida tranquila. De verdad que lo prefiero.
Su mirada era fría, helada, pensó Paula con tristeza. Nunca hasta entonces se lo había parecido.
—Lo que tú prefieras no me importa, Bruno.
—¿Creías que no iba a averiguar que te habías trasladado a vivir con mi ex mujer y su familia? ¿Pensabas que te había perdido de vista? ¿Qué me había olvidado de ti durante todos estos años?
Paula trató de apartarse de él, pero Bruno le cortó el paso. No tenía miedo, pero sí sentía cada vez más rabia.
—Nunca he pensado en eso porque no me importa. Y no, no sabía que no me habías perdido de vista. ¿Por qué iba a saberlo? Ni Kevin ni yo queremos nada de ti.
—Has esperado mucho tiempo para venir —dijo Bruno, esforzándose por controlar la furia que se apoderaba de él. Había trabajado demasiado para que un antiguo error lo echara todo por tierra—. Eres muy lista, Paula, más lista de lo que pensaba.
—No sé de qué estás hablando.
—¿En serio quieres que crea que no sabes nada de mi campaña electoral? No pienso tolerar tus patéticos intentos de venganza.
La voz de Bruno era cortante, afilada. Paula empezaba a sentir cierto temor.
—Te repito que no sé de qué estás hablando. Mi vida no es asunto tuyo, Bruno, y la tuya no me importa nada. Hace tiempo dejaste eso bastante claro, cuando te negaste a reconocer que Kevin es tu hijo.
—¿Es ese el cuento con el que vas a salir? —dijo Bruno. Quería mantener la calma, pero cada vez estaba más furioso. La intimidación, se dijo, no bastaría—. ¿Vas a recurrir a la historia de la pobre chica inocente, seducida, traicionada y abandonada?
—No es un cuento, es la verdad.
—Eras joven, Paula, pero ¿eras inocente? —dijo Bruno, apretando los dientes —. No lo eras, es más, lo estabas deseando, ansiosa.
—¡Te creí! Creí que me querías, que querías casarte conmigo. Y tú te aprovechaste. Nunca tuviste intención de tener un futuro conmigo, ya estabas comprometido. Yo no era más que un capricho.
—Eras muy dulce, Paula, muy, muy dulce —dijo Bruno, empujándola contra el archivador.
—Quítame las manos de encima.
—Todavía, no. Escucha con atención. Sé por qué has venido a vivir con las Calhoun. Primero habrá rumores, luego una triste historia contada a algún periodista compasivo. La vieja dama me presionó cuando dejé a Susana —dijo Bruno con odio al recordar a Carolina—, pero yo solo quería el bien de los niños, por eso dejé que Bradford los adoptara. Cedí generosamente mis derechos, para que los niños pudieran crecer en una familia tradicional.
—Nunca te han importado, ¿verdad? —dijo Paula con voz grave—. Alex y Jazmin nunca te han importado, como tampoco te importa Kevin.
—El asunto es que la vieja no tenga que preocuparse por ti. Así que, Paula, será mejor que me escuches. Las cosas no te van bien aquí, así que tienes que volver a Oklahoma.
—No me voy a ninguna parte —dijo Paula, y dio un respingo cuando Bruno le apretó el brazo.
—Vas a volver a Oklahoma y a llevar la vida tranquila que llevabas, sin entrevistas sentimentales con la prensa. Si tratas de hacerme daño, de complicarme de algún modo, acabaré contigo. Y cuando haya terminado, y créeme, tengo dinero bastante para hacer que muchos hombres declaren que eras una fulana, cuando haya terminado, no serás nada más que una zorra oportunista con un hijo bastardo.
Paula se estremeció, pero no por las amenazas, lo que no soportaba era oírle a Bruno decir que Kevin era un bastardo. Y antes de que se diera cuenta, levantó la mano y le dio a Bruno una bofetada.
—No vuelvas a llamar así a mi hijo nunca más.
Bruno le devolvió la bofetada.
—No me presiones, Paula —dijo—. No me presiones porque puedes acabar muy mal. Tú y el niño.
Enfurecida, como cualquier madre protegiendo a su hijo, Paula se abalanzó sobre él. Los dos cayeron al suelo, junto a la pared.
—Sigues teniendo la misma naturaleza apasionada, por lo que veo —dijo Bruno, tirando de ella hacia sí—. Recuerdo bien cómo despertarla.
Bruno tenía inmovilizada a Paula, sujetando sus brazos, de modo que esta se defendió con un mordisco. Cuando Bruno chillo de dolor, se abrió la puerta.
Pedro lo levantó del suelo como haría con un perro rabioso.
—Pedro —dijo Paula.
Él no la miró, en vez de eso, sujetó a Bruno contra la pared.
—Dumont, ¿verdad? —dijo con un tono tranquilo pero aterrador—. He oído que te gusta maltratar a las mujeres.
Bruno trató de recobrar la compostura, pero sus pies no tocaban el suelo.
—¿Quién demonios es usted?
—Sí, supongo que tiene derecho a saber mi nombre, porque le voy a arrancar el corazón con las manos —dijo Pedro, y tuvo el placer de ver que Bruno se pusiera blanco de miedo—. Me llamo Pedro Alfonso, no lo vas a olvidar, ¿verdad?
Cuando Bruno pudo hablar, lo hizo con un débil hilo de voz.
—Estará en la cárcel antes de que acabe el día.
—No creo —dijo Pedro, y cuando Paula quiso adelantarse, le dijo—: Quédate ahí.
—Pedro —dijo Paula, tragando saliva—, no lo mates.
—¿No quieres que lo mate?
Paula abrió la boca y volvió a cerrarla. La respuesta parecía desesperadamente importante, de modo que dijo la verdad.
—No.
Bruno quiso gritar, pero Pedro se lo impidió poniéndole la mano en la garganta.
—Tienes suerte, Dumont. La dama no quiere que te mate y no quiero decepcionarla. Ya se ocupará de ti el destino —dijo Pedro, y sacó a Bruno del despacho, llevándolo como si no fuera más que una bolsa vieja.
Paula corrió hacia la puerta. Se estremeció de alivio al ver al marido de Susana cerca del muelle.
—¡Hernan! Haz algo.
Hernan se limitó a encogerse de hombros.
—Alfonso me mataría. Vuelve a entrar, te estás mojando.
—Pero, ¿no irá a matarlo?
Hernan reflexionó un instante. Pedro, mientras tanto, tiraba de Bruno por el muelle.
—No creo.
—Espero que no sepas nadar —dijo Pedro, y arrojó a Bruno al agua. Se dio la vuelta, sin molestarse en ver si Bruno sabía nadar o no.
—Vámonos —dijo al llegar junto a Paula.
—Pero…
Pedro la levantó en sus brazos.
—Ya basta de trabajo por hoy.
—De acuerdo —dijo Hernan, con las manos metidas en los bolsillos—. Hasta mañana.
—Pedro, no puedes…
—Cállate, Pau —dijo Pedro, y la llevó hasta el coche.
Paula miró hacia el muelle. No estaba segura de si, al ver a Bruno apareciendo por el borde del muelle, sintió alivio o decepción.
CAPITULO 31 (QUINTA HISTORIA)
Era un placer conducir bajo el agua. La lenta pero persistente lluvia tenía a la mayoría de los turistas recluidos en el interior de sus alojamientos o disfrutando de actividades de interior. Algunos, sin embargo, paseaban por las calles, mirando escaparates. El mar, en la Bahía del Francés, era de color gris, y los mástiles de los barcos llenaban el puerto.
Se oía, de vez en cuando, el sonido de las sirenas de los barcos. Las nubes estaban muy bajas, y era como si la isla entera estuviera cubierta por una manta. Se sintió tentada de seguir conduciendo, de seguir la sinuosa carretera que llevaba al Parque Nacional de Acadia o la que bordeaba la costa.
¿Por qué no? Tal vez lo hiciera al final del día, una vez finalizado el trabajo, y tal vez invitara a Pedro a ir con ella.
Pero no vio su coche en el embarcadero. Era ridículo decirse que no le importaba verlo o no, pensó, porque le importaba mucho. Quería verlo, observar su mirada profunda, fija en ella, el modo en que ponía los labios al sonreír.
Tal vez hubiera aparcado al volver la esquina.
Salió del coche y se dirigió a la oficina, pero estaba vacía.
Se llevó una gran decepción. No se había dado cuenta de lo mucho que le importaba verlo hasta que no lo vio. Entonces, desde la parte de atrás, oyó el lejano zumbido de una radio. Había alguien en el taller, probablemente haciendo reparaciones, ya que el mar estaba demasiado encrespado para navegar.
No quería ir a ver quién era, se dijo con firmeza.
Había ido solo por motivos de negocios, de modo que dejó la hoja contable sobre la atestada mesa de la oficina.
Pero, a un nivel puramente práctico, tenía que hablar con Hernan, o con Pedro, del segundo trimestre y de los proyectos para el próximo año.
Miró a su alrededor. En aquel lugar había un desorden que no podía comprender.
¿Cómo se podía trabajar, cómo podía uno concentrarse en semejante lío?
Le dieron ganas de ponerse a ordenarlo todo, pero dio media vuelta y se acercó a los armarios archivadores. Buscaría lo que necesitaba y, por curiosidad, iría al taller.
Cuando oyó la puerta abierta, dio media vuelta, lista para sonreír, pero en la puerta había un extraño.
—¿En qué puedo ayudarlo?
El hombre entró y cerró la puerta a sus espaldas.
—Hola, Paula.
Por un instante, el tiempo se paró, luego retrocedió, en cámara lenta, cinco, seis, diez años atrás, a un tiempo en el que era joven e ingenua, y creía en el amor a primera vista.
—Bruno —susurró.
CAPITULO 30 (QUINTA HISTORIA)
Después de pasar el resto de la mañana y la primera parte de la tarde revisando las cuentas del hotel, Paula se dio la pequeña recompensa de estudiar durante una hora el libro de Felipe.
Disfrutó sumando los costes de las cuentas originadas por los gastos del establo, de los coches de caballos. Fue una revelación ver lo que costaba un baile en Las Torres en 1913 y, leyendo las notas al margen, comprender los motivos de Felipe.
Todas las invitaciones aceptadas. Nadie se ha atrevido a declinarla. B. ha encargado flores y hemos discutido. Es demasiado ostentoso. Le he dicho que una mujer nunca debe discutir con su marido. Llevará esmeraldas, no perlas como ella quería. Quiero que le enseñe a la sociedad mis gustos y mis intereses, y así le recuerdo cuál es su lugar.
Su lugar, pensó Paula sintiendo lástima por Bianca, habría estado junto a Christian. Qué triste era pensar que solo la muerte los había unido.
No quería dejarse llevar por aquella sensación de pena, de modo que pasó a examinar las últimas páginas. Allí, los números no tenían sentido. No había anotaciones de gastos, ni fechas. ¿Qué eran aquellos números? ¿Valores, acciones, el número de lotes de mercancías?
Tal vez, merecía la pena hacer una visita a la biblioteca pública para ver si podía averiguar alguna información sobre hechos acontecidos en 1913. De paso, podía acercarse al puerto para dejar la hoja contable correspondiente a abril y recoger más recibos.
Y, tal vez, se toparía con Pedro.
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