martes, 30 de julio de 2019

CAPITULO 9 (QUINTA HISTORIA)





Tres horas más tarde, se vio interrumpida por el ruido de unas pisadas apresuradas. Antes de que abrieran la puerta, supo que era Kevin.


—¡Hola, mamá! —dijo el niño precipitándose hacia ella, y Paula le prestó toda su atención—. Lo hemos pasado muy bien. Hemos jugado a la guerra con Fred y Sadie. Y luego fuimos al jardín de Susana a regar.


Paula se fijó en los pantalones mojados de Kevin.


—Y de paso os habéis estado echando agua, ¿no?


Kevin sonrió.


—Echamos una batalla de agua y yo gané.


—Mi héroe.


—Hemos comido pizza, y mañana Susana tiene que arreglar el jardín, así que no podemos ir con ella, pero podemos ir a ver ballenas si quieres. Tú sí quieres, ¿verdad? Le dije a Alex y a Jazmin que iríamos.


Paula observó los ojos de su hijo, oscuros y brillantes de emoción. Nunca lo había visto tan feliz. Si en aquel momento le hubiera pedido que fueran a cazar leones a Kenya, habría accedido.


—Claro que sí —dijo dándole un fuerte abrazo—. ¿A qué hora quieres ir?




CAPITULO 8 (QUINTA HISTORIA)




—Ten corazón, Amelia —dijo Paula, que se había topado con su cuñada en cuanto volvió a Las Torres—. Solo quiero ver mi despacho para irme acostumbrando.


Amelia levantó la cabeza con desdén. Estaba sentada en su mesa, examinando unos papeles.


—Es horrible cuando todo el mundo está ocupado y tú no, ¿verdad?


Paula dejó escapar un suspiro de esperanza.


—Horrible.


—Samuel quiere que te tomes un descanso —dijo Amelia, y se rio al ver que Paula cerraba los ojos con impaciencia—. Pero, ¿él qué sabe?


Se levantó y rodeó la mesa.


—Ven, tu despacho está aquí al lado —dijo, y la acompañó hasta otra puerta de madera labrada—. Creo que tienes todo lo que necesitas. Pero si nos hemos olvidado de algo, dímelo.


Algunas mujeres sienten cierta excitación al entrar en unos grandes almacenes.


Otras al oír descorchar una botella de champán a la luz de una vela. A Paula, era la visión de un despacho bien ordenado y equipado lo que le causaba aquel temblor de excitación.


Y allí tenía todo lo que podía desear.


La mesa era espléndida, de nogal, encerada, con un sillón de cuero claro. Sobre una mesa auxiliar, tenía un teléfono multilínea y un ordenador.


Le dieron ganas de dar saltos de alegría.


Los muebles archivadores eran de madera y todavía olían a aceite de limón. Los tiradores, de cobre, brillaban con la luz del sol que entraba a través de las grandes ventanas. La alfombra persa tenía un color rosado que hacía juego con la tapicería de las sillas. Había estanterías llenas de archivadores y una mesa auxiliar de madera con una cafetera, fax y fotocopiadora.


El encanto del viejo mundo y la moderna tecnología reunidas para proporcionar la mayor eficacia.


—Amelia, es perfecto.


—Sabía que te iba a gustar —dijo Amelia—. No puedo decir que sienta librarme de la contabilidad. Hay trabajo para ocupar toda la jornada. Todo está agrupado por secciones: ingresos, facturas de gastos, pagos a crédito, préstamos, etcétera —dijo, y abrió un cajón archivador para demostrárselo.


Paula, que era muy ordenada, sintió una gran satisfacción al ver las carpetas organizadas por colores y orden alfabético.


—Maravilloso. Y nada de cajas de cigarros.


Amelia la miró con vacilación, luego cayó en la cuenta y se rio.


—Ya veo que has visto el sistema de archivos de Hernan.


Paula, que se sentía muy cómoda con Amelia, dio unos golpecitos en su cartera.


—Aquí está su sistema de archivos —dijo, e, incapaz de resistirlo por más tiempo, se sentó en su silla—. Pero esto está mucho mejor. No sé cómo darte las gracias por dejar que me una al equipo.


—No seas tonta, eres de la familia. Además, puede que dentro de dos semanas, cuando sepas el caos que hay aquí, no te apetezca tanto darme las gracias. No puedo decirte cuántas interrupciones… —dijo Amelia, y se interrumpió al oír que la llamaban—. ¿Lo ves?


Fue a abrir la puerta.


—Estoy aquí, Chaves.


Teo y Samuel irrumpieron en la habitación cubiertos de polvo.


—Creía que estabais tirando un tabique —les dijo Amelia.


—Y eso hacíamos, aparte de llevarnos unos muebles viejos para tirar. Mira lo que hemos encontrado.


Amelia examinó lo que le enseñaban.


—Un libro antiguo. Es maravilloso, cariño. Ahora, ¿por qué no seguís jugando a las casitas?


—No es un libro —dijo Teo—. Es el libro de contabilidad de Felipe del año 1913.


—Oh —exclamó Amelia, agarrando el libro.


Paula, presa de la curiosidad, se acercó junto a ellos.


—¿Es importante?


—Es del año en que murió Bianca —dijo Samuel—. Conoces la historia, ¿verdad, Pau? La historia de cómo se vio Bianca atrapada en un matrimonio interesado y sin amor. Luego conoció a Christian Bradford y se enamoró. Decidió huir con él y llevarse a los niños, pero Felipe se enteró. Discutieron en la Torre y se cayó por la ventana.


—Y él destruyó todo lo que le pertenecía —dijo Amelia con la voz tensa por la emoción—. Todo… su ropa, sus joyas, sus cuadros. Todo menos las esmeraldas, y solo porque ella las había escondido. Es lo único que nos queda, y el retrato que le hizo Bradford —dijo—. Supongo que es una ironía del destino que ahora también tengamos esto. Un libro donde él anotó sus perdidas y ganancias.


—Los márgenes están llenos de notas —dijo Teo—. Casi parece un diario breve.



Amelia frunció el ceño y leyó en voz alta:
La cocina estaba demasiado sucia. Despedido al cocinero, muy blando con el personal. Compra de gemelos de diamante. Más vistosos que los de J. P. Getty.
Los llevaré a la ópera.


Después de leer, dejó escapar un largo suspiro.


—Demuestra la clase de hombre que era, ¿verdad?


—Nena, no te lo habría traído si llego a saber que iba a molestarte tanto.


Amelia negó con la cabeza.


—No, la familia querrá leerlo —dijo y dejó caer el brazo—. Le estaba enseñando a Paula sus nuevos dominios.


—Ya lo veo —dijo Samuel, frunciendo el ceño—. ¿Y qué pasa con los días de descanso?


—Así es como yo descanso —respondió Paula—. ¿Así que por qué no os vais y me dejáis descansar? —dijo con una sonrisa.


—Excelente idea —dijo Amelia, dándole un beso a su marido y empujándolo—. Largo de aquí.


Cuando se alejaban, sonó el teléfono de Amelia.


—Si quieres algo, llámame —dijo y se metió en su despacho.


Paula cerró la puerta. Se frotó las manos de emoción al acercarse a su mesa para abrir la cartera. Le enseñaría a Pedro Alfonso el verdadero significado de la palabra orden.







CAPITULO 7 (QUINTA HISTORIA)




A las doce del día siguiente, Paula había terminado con todo lo que tenía que hacer. No pudo rechazar el ruego de Kevin de pasar el día con los Bradford, aunque su partida la había dejado libre para hacer lo que quisiera.


Pero no estaba acostumbrada a tener tiempo libre.


Una expedición al vestíbulo había abortado su idea de convencer a Amelia de que le dejara estudiar los libros de contabilidad. Amelia, como le dijo la amable recepcionista, estaba en algún lugar del hotel, solucionando un pequeño problema.


Coco tampoco era una opción. Paula estaba a punto de entrar en la cocina cuando oyó ruido de cacharros y voces airadas en el interior de la misma.


Como Lila había vuelto a su trabajo de naturalista en el parque, y Catalina estaba en su taller de motores, en la ciudad, Paula estaba completamente sola.


En una casa tan enorme como Las Torres, se sentía igual que si estuviera en una isla desierta.


Podía leer, se dijo, o sentarse a tomar el sol en una de las terrazas a contemplar la vista. Podía bajar a la primera planta de las habitaciones de la familia y comprobar el progreso de la remodelación.


Y molestar a Samuel y a Teo, se dijo con un suspiro, mientras supervisaban las obras.


No podía molestar a Max, que estaba escribiendo en su estudio, trabajando en su libro. Había pasado una hora jugando con los niños y tenía bastante.


Se paseó por su habitación, alisando la colcha de la cama, de una maravillosa cama con dosel. El resto de su equipaje había llegado aquella mañana y, tal como era, tal vez demasiado eficiente, ya lo había deshecho. Tenía la ropa ordenada en el armario de nogal y en la cómoda Chippendale.


Había puesto las fotos de su familia sobre la mesa camilla que había junto a la ventana, ordenado los zapatos, los libros y guardado las joyas.


Y si no encontraba algo que hacer, se volvería loca.


Con eso en mente, tomó el portafolios y comprobó el contenido una última vez antes de salir, al coche que Samuel había puesto a su disposición.


El automóvil iba muy bien, gracias a las habilidades mecánicas de Catalina, y Paula se dirigió al pueblo.


Disfrutaba de las aguas azules de la bahía y de los simpáticos grupos de turistas que paseaban por las calles, pero los brillantes rótulos que veía en las tiendas no la invitaban a bajar para ir de compras.


Ella iba de compras solo por necesidad, no por placer.


Una vez, hacía mucho tiempo, había disfrutado del placer de mirar escaparates, de la alegre satisfacción de comprar por diversión. Disfrutaba de los largos días de verano, sin otra cosa que hacer que mirar pasar las nubes o escuchar al viento.


Pero aquello fue antes de perder la inocencia, para encontrar responsabilidades.


Vio un letrero que indicaba el muelle de donde partían las excursiones en barco.


Había un par de pequeñas embarcaciones amarradas, pero no había rastro del Mariner ni de su barco gemelo, el Island Queen.


Hizo un gesto de contrariedad. Esperaba encontrar a Hernan antes de que saliera al mar. Después de todo, también tendría que llevar la contabilidad de aquel negocio.


Aparcó detrás de un deportivo descapotable, con hermosa línea y un brillante color negro, que contrastaba con la tapicería blanca.


Se detuvo un momento y se protegió los ojos del reflejo del agua con una mano.


Un velero salía a la bahía, llena de embarcaciones con las velas desplegadas. 


Los muelles estaban llenos de gente.


La belleza del lugar era innegable, aparte de que era muy distinto al lugar en el que había vivido hasta entonces. La brisa era fresca, transportando el olor del mar y aromas de comida desde los restaurantes cercanos.


Allí podría ser feliz, se dijo. No solo podría sino que estaba dispuesta a serlo.


Giró sobre sus talones y se encaminó al establecimiento.


—Pase, está abierto —le dijeron después de que llamara a la puerta.


Era Pedro. Tenía los pies apoyados en una mesa de metal anticuada y hablaba por teléfono. Llevaba unos vaqueros con un roto en la rodilla y manchados de algo que parecía aceite y tenía el pelo revuelto.


Levantó la mano y, con un gesto, le indicó a Paula que se acercara.


—Lo mejor es madera de teca —decía—. Tengo mucha, puedo terminar la cubierta en dos días. No, el motor solo necesitaba una limpieza, todavía le queda mucha vida —dijo, mientras fumaba un cigarro puro—. Te llamaré en cuanto esté terminado.


Colgó, apretando el cigarro entre los dientes. 


Tenía gracia, se dijo. Aquella mañana había pensado en Paula Chaves y, en sus pensamientos, tenía el mismo aspecto. Inmaculada, fría y tranquila.


—¿De visita por el pueblo?


—Estaba buscando a Hernan.


—Ha salido en el Queen —dijo Pedro, consultando el reloj—. Tardará hora y media en volver —dijo, y sonrió—. Me parece que estamos atrapados.


Paula combatió el impulso de dar media vuelta y salir de allí.


—Me gustaría ver los libros.


Pedro dio una calada al cigarro.


—Creía que estabas de vacaciones.


Paula recurrió a su mejor defensa, el desdén.


—¿Hay algún problema?


—A mí no me mires —dijo Pedro, y abrió un cajón de la mesa para sacar un libro negro—. Tú eres la experta. Siéntate, Pau.


—Gracias —dijo Paula, y se sentó en una silla plegable enfrente de Pedro.


Sacó unas pequeñas gafas de la cartera y, después de ponérselas, abrió el libro de contabilidad. Su corazón de contable dio un vuelco de horror al ver aquella masa informe de cifras, con notas al margen y papeles adhesivos.


—¿Aquí lleváis la contabilidad?


—Sí.


El aspecto de Paula, con las gafas y el moño, era encantador. A Pedro se le hacía la boca agua.


—Hernan y yo nos alternamos para llevarla… Aunque cuando Susana lo vio nos dijo que éramos idiotas —dijo con una sonrisa—. En realidad, lo hicimos para descargarla de trabajo cuando estaba embarazada.


—Mmm —masculló Paula, hojeando las páginas. Para ella, aquel estado de cosas no suponía ansiedad, sino un desafío—. ¿Y los archivos?


—Allí —dijo Pedro, señalando con el dedo un armario de metal que estaba en un rincón. Encima de él tenía una maqueta de un barco, llena de grasa.


—¿Tienen algo?


—La última vez que los miré, sí.


Pedro no podía evitarlo, cuanto más eficiente era el comportamiento de Paula a él le daban más ganas de abalanzarse sobre ella.


—¿Facturas?


—Claro.


—¿Recibos de gastos?


—Por supuesto —dijo Pedro, y de uno de los cajones de la mesa sacó una caja de cigarros—. Tenemos muchos recibos.


Paula abrió la caja de cigarros y suspiró.


—¿Así lleváis vuestro negocio?


—No, el negocio consiste en llevar a la gente de excursión o en reparar sus barcos, incluso en construirlos —dijo Pedro, y se inclinó sobre la mesa, principalmente para apreciar mejor el suave y evanescente aroma de Paula—. A mí nunca me ha gustado el papeleo y Hernan ya tuvo que hacer bastante cuando estaba en el ejército — dijo Pedro, y sonrió. Nunca habría pensado que llevara gafas para leer, moño y blusas completamente cerradas, de modo que un hombre podía entretenerse en desabrocharlas—. Tal vez por eso el contable que contratamos este año acabó con un tic —dijo señalándose el ojo derecho—. He oído que se ha ido a Jamaica a vender sombreros de paja.


Paula no pudo contener la risa.


—Yo estoy hecha de una pasta más sólida, te lo prometo.


—Nunca lo he dudado —dijo Pedro, y se echó hacia atrás. La silla chirrió—. Tienes una sonrisa muy bonita, Paula. Cuando la usas.


Paula conocía bien aquel tono, de ligero flirteo, inconfundiblemente masculino.


Sus defensas se alzaron como un resorte.


—No me pagáis para que sonría.


—Preferiría que fuera gratis. ¿Cómo has llegado a hacerte contable?


—Se me dan bien los números —dijo Paula, dejando el libro sobre la mesa y sacando una calculadora de la cartera.


—No me parece razón suficiente.


—También es una profesión sólida, segura —dijo concentrándose en las cifras que marcaba en la calculadora.


—¿Porque los números solo se suman de una forma?


A Paula le fue imposible ignorar el ligero tono burlón. Lo miró, ajustándose las gafas.


—La contabilidad puede ser un trabajo en el que interviene la lógica, señor Alfonso, pero la lógica no elimina las sorpresas.


—Ya. Mira, puede que los dos hayamos entrado por la puerta de servicio en la familia Calhoun, pero el hecho es que ahí estamos. ¿No te parece una tontería que estés tan distante conmigo? ¿O es que te comportas así con todos los hombres?


A Paula, la paciencia, que estaba convencida de tener en grandes cantidades, empezaba a acabársele.


—Estoy aquí para llevar la contabilidad.


—¿Nunca te haces amigo de la gente que te emplea? —dijo Pedro, apagando el cigarro en el cenicero—. ¿Sabes? A mí me pasa algo muy gracioso.


—Estoy segura de que me vas a decir qué es.


—Exacto. Puedo charlar con una mujer sin que me den ganas de echarla al suelo y desnudarla. Eres preciosa, Paula, y da gusto mirarte, pero puedo controlar mis instintos más primitivos, sobre todo, cuando todas las señales dicen que me pare.


Paula se sintió ridícula. Había sido grosera, o casi, desde el momento de conocerlo. Porque, tenía que admitirlo, el modo de reaccionar a su presencia la hacía sentirse incómoda. Pero, maldita sea, él seguía mirándola como si quisiera morderla.


—Lo siento —dijo. La disculpa era sincera—. Estoy haciendo muchos cambios en mi vida, así que no he estado muy relajada. Y me miras de una forma que me pone nerviosa.


—Bueno, me alegro de que seas sincera. Pero tengo que decirte que tengo derecho a mirar. Algo más que eso, requiere una invitación, de un tipo o de otro.


—Pues, si quieres, podemos empezar desde el principio, aunque no puedo decirte si estoy dispuesta a abrir mi puerta —dijo Paula con una sonrisa—. Y ahora, Pedro, ¿puedes darme los informes de la declaración de la renta?


—Sí, espera un momento —dijo Pedro, deslizándose hacia atrás sobre la silla. Paula oyó un chillido y se sobresaltó, tirando los papeles al suelo—. Maldita sea, me había olvidado de que estabas aquí —dijo Pedro, agarrando un cachorro de perro negro—. Duerme mucho, así que siempre termino por pisarlo o atropellarlo con la silla —le dijo a Paula, mientras el animal le lamía la cara frenéticamente—. Siempre que intento dejarlo en casa, ladra hasta que acabo por ceder y lo traigo conmigo.


—Es muy bonito —dijo Paula, acariciando al cachorro—. Se parece mucho al de Coco.


—Es de la misma camada —dijo Pedro, y le tendió el animal a Paula.


—Oh, qué bonito eres. Eres precioso.


A medida que acariciaba al perro, sus defensas iban cediendo. Perdió su actitud fría y profesional y se convirtió en una mujer llena de calidez femenina. Aquellas hermosas manos acariciando al cachorro, su tierna sonrisa, el brillo de los ojos.


—¿Cómo se llama?


—Perro —dijo Pedro.


Paula lo miró a los ojos.


—¿Perro? ¿Sin más?


—A él le gusta. Eh, Perro —al oír la voz de su amo, Perro volvió la cabeza y ladró—. ¿Lo ves?


—Sí —dijo Paula, y se rio—. No demuestra mucha imaginación.


—Al contrario. ¿Cuántos perros conoces que se llamen Perro?


—De acuerdo, de acuerdo.


Pedro le tiró una pelota.


—Con eso se entretiene —dijo Pedro y se levantó para ayudar a Paula a recoger los papeles.


—No tienes pinta de que te gusten los perros —dijo Paula.


—Pues me encantan —dijo volviendo a meter las facturas en la caja de cigarros —. El hecho es que solía jugar con uno de los abuelos de Perro en casa de los Bradford. Pero es difícil tener a un perro en un barco. Aunque llevaba un pájaro.


—¿Un pájaro?


—Un loro que encontré en el Caribe hace cinco años. Esa es otra razón por la que me traigo a Perro aquí. Pájaro podría comérselo.


—¿Pájaro? —dijo Paula, pero la carcajada se ahogó en su garganta al levantar la vista. ¿Por qué Pedro estaba siempre más cerca de lo que pensaba? ¿Por qué sus miradas eran para ella como caricias?


Pedro se fijó en la boca de Paula. La sonrisa vacilante seguía allí. Había algo muy atrayente en aquella ligera timidez, oculta en un envoltorio de autoconfianza. Su mirada no era fría, pero sí cautelosa. No era una invitación, pero se le parecía mucho y, en cualquier caso, era muy tentadora.


Pedro decidió probar suerte y apartó un mechón de pelo de la frente de Paula, que se levantó como impulsada por un resorte.


—Te sobresaltas con facilidad, Paula —dijo Pedro, cerrando la caja de cigarros y levantándose—. Pero no puedo decir que no me guste ver que te pongo nerviosa.


—Es que no me pones nerviosa —dijo Paula, pero sin mirarlo a los ojos. Nunca había sabido mentir—. Voy a llevarme todo esto, si no te importa. Cuando me organice, te llamaré, o a Hernan.


—Muy bien —dijo Pedro. Sonó el teléfono, pero no le prestó atención—. Ya sabes dónde encontrarnos.


—Cuando ponga todo esto en orden tenemos que hablar de cómo hay que hacer las anotaciones.


Sonriendo, Pedro se sentó sobre la mesa.


—Tú mandas, nena.


Paula cerró la cartera.


—No, mandas tú. Y no me llames «nena» —dijo, y se marchó.


Atravesó el pueblo para dirigirse a Las Torres. Al llegar al pie de la rampa llena de curvas que conducía a Las Torres, se apartó de la carretera y se detuvo.


Necesitaba un momento de tranquilidad antes de ver a nadie. Cerró los ojos y recostó la cabeza en el reposacabezas. El interior de su estómago se agitaba, lleno de mariposas, con una sensación que no podía acallar tan solo con fuerza de voluntad.


Aquella debilidad la ponía furiosa. Pedro Alfonso la ponía furiosa. Después de tanto tiempo, de tanto esfuerzo, tan solo habían bastado unas miradas para recordarle, con demasiada fuerza, que no era más que una mujer.


Peor, mucho peor. Estaba segura de que Pedro sabía lo que estaba haciendo y lo mucho que a ella la afectaba.


Ya había sido vulnerable a un rostro atractivo y a palabras de flirteo antes. A diferencia de los que la querían, se negaba a culpar a su juventud e inexperiencia de sus acciones irreflexivas. Una vez, había escuchado a su corazón y había creído en el amor eterno. Pero ya no podía creer en nada. Se había dado cuenta de que no había
príncipes ni calabazas, ni castillos en el aire. 


Solo quedaba la realidad, una realidad que una mujer tenía que construir por sí misma, y en la que tenía que incluir a su hijo.


No quería que le palpitara el corazón, ni quería ponerse tensa. No quería aquella cálida sensación en el estómago, aquel hueco que clamaba por ser llenado. No en aquellos momentos. Nunca más.


Todo lo que quería era ser una buena madre para Kevin, darle un hogar, darle felicidad. Quería labrarse un camino en la vida, ser fuerte, inteligente, autosuficiente.


Dejó escapar un suspiro y sonrió. También quería ser invulnerable.


Probablemente no lo consiguiera, pero al menos sería sensata. No volvería a permitir que un hombre tuviera el poder de alterar su vida, y mucho menos cuando el único poder que parecía tener sobre ella era ponerle la piel de gallina.


Más tranquila y con mayor confianza, arrancó. 


Tenía trabajo que hacer.