viernes, 19 de julio de 2019
CAPITULO 40 (CUARTA HISTORIA)
Y disfrutó viendo como se movía por su cocina, con la camisa cubriéndole los muslos al tiempo que el aroma del café impregnaba la atmósfera.
Ocupada en tareas familiares, Paula se sentía más relajada. El arbusto que habían plantado era una isla de luz más allá de la ventana y la brisa aún olía a lluvia.
—¿Sabes? —indicó ella mientras añadía queso a los huevos—, no te vendría mal tener algo más que una tostadora, un cazo y una sartén.
—¿Por qué? —se sentó y dio una calada al cigarrillo.
—Bueno, algunas personas utilizan este cuarto para preparar comidas completas.
—Únicamente si desconocen que pueden pedirlas por teléfono —vio que el café ya estaba hecho y se levantó para servir dos tazas—. ¿Con qué lo quieres?
—Solo. Necesito la vitalidad que pueda darme.
—Si quieres saberlo, lo que necesitas es dormir más.
—He de estar trabajando dentro de una hora —con el cuenco con huevos en la mano, miró por la ventana.
—No —él reconoció la expresión y le apretó el hombro.
—Lo siento —se volvió para verter los huevos batidos en la sartén—. No puedo evitar preguntarme qué están haciendo, si se lo pasan bien. Nunca antes habían estado lejos de mí.
—¿Su padre no se los ha llevado ningún fin de semana?
—No, solo un par de tardes que no tuvieron demasiado éxito —intentó desterrar ese estado de ánimo mientras movía los huevos—. Bueno, únicamente quedan trece días.
—De esa manera no ayudarás ni a los niños ni a ti —lo dominó la impotencia mientras luchaba por masajear la tensión de los hombros de Paula.
—Estoy bien. Estaré bien —corrigió—. Tengo más que suficiente para mantenerme ocupada las siguientes dos semanas. Y con los chicos fuera, podré dedicar más tiempo a encontrar las esmeraldas.
—Eso déjamelo a mí.
—Es una labor de equipo, Pedro —lo miró por encima del hombro—. Siempre lo ha sido.
—Ya me he involucrado y lo llevaré yo.
Sacó los huevos de la sartén con el mismo cuidado con el que eligió las palabras.
—Agradezco la ayuda. Todos la agradecemos. Pero se las conoce como las esmeraldas Chaves por un motivo. Debido a ellas dos de mis hermanas se han visto amenazadas.
—Exacto. Estáis fuera de vuestra liga con Livingston, Paula. Es inteligente y brutal. No os pedirá con amabilidad que os apartéis de su camino.
Ella se dio la vuelta y le entregó un plato.
—Estoy acostumbrada a hombres inteligentes y brutales, y ya he pasado bastante de mi vida teniendo miedo.
—¿Y eso qué se supone que significa?
—Simplemente lo que he dicho —alzó su plato y su taza de café—. No dejaré que un ladrón me intimide o haga que tenga miedo de realizar lo que es mejor para mí o mi familia.
Pero Pedro movía la cabeza. Esa no era la propuesta que quería.
—¿Le tienes miedo a Dumont? Me refiero físicamente.
La mirada de ella vaciló, luego adquirió una expresión de firmeza.
—Hablamos de las esmeraldas —intentó pasar por al lado de él, pero Pedro le bloqueó el paso.
—¿Te pegó? —preguntó con voz muy suave.
—¿Qué? —inquirió con el rostro pálido.
—Quiero saber si Dumont alguna vez te pegó.
Ella sintió un nudo en la garganta. Sin importar la ecuanimidad en la voz de él, en sus ojos había un terrible brillo de violencia.
—Los huevos se enfrían, Pedro, y tengo hambre.
Él contuvo el impulso de tirar el plato contra la pared. Se sentó y esperó que ella ocupara el asiento que tenía enfrente. Paula parecía muy frágil y serena bajo el torrente de luz del sol.
—Quiero una respuesta, Paula —bebió un sorbo de café mientras ella jugueteaba con la comida.
Sabía esperar y cómo presionar.
—No —repuso con voz plana mientras se llevaba un bocado a la boca—. Jamás me pegó.
—¿Solo te sacudió un poco?
—Hay muchas maneras de intimidar y desmoralizar, Pedro. Después de eso, la humillación es fácil —tomó una tostada y con cuidado la untó con mantequilla —. Estás a punto de quedarte sin pan.
—¿Qué te hizo?
—Olvídalo.
—¿Qué te hizo? —repitió despacio.
—Hizo que me enfrentara a los hechos.
—¿Cómo cuáles?
—Que era lamentablemente inadecuada como esposa de un abogado corporativo con ambiciones sociales y políticas.
—¿Por qué?
—¿Es así como interrogas a tus sospechosos? —soltó el cuchillo.
«Furia» , pensó él. «Eso está mejor».
—Es una simple pregunta.
—¿Y quieres una respuesta simple? Perfecto. Se casó conmigo por mi apellido. Pensó que había mucho más dinero, así como prestigio, unido a él, pero el apellido Chaves era más que adecuado. Por desgracia, no tardó en darse
cuenta de que yo no era la bonanza social que había imaginado. Mi conversación en las fiestas era corriente, en el mejor de los casos. Se me podía vestir para parecer la esposa importante de un abogado políticamente ambicioso, pero jamás llegaba a dar el tipo. Era, como muy a menudo me decía, una enorme decepción que no me entrara en la cabeza lo que se esperaba de mí. Que resultaba aburrida, en el salón, en el comedor y en el dormitorio —se levantó para echar el resto de su comida en el cuenco de Sadie—. ¿Responde eso a tu pregunta?
—No —apartó el plato y sacó un cigarrillo—. Me gustaría saber cómo te convenció de que era culpa tuya.
Ella se irguió dándole la espalda.
—Porque lo amaba. O amaba al hombre con el que creí haberme casado, y quería con todas mis fuerzas ser la mujer de la que estaría orgulloso. Pero cuanto más lo intentaba, más grande era mi fracaso. Luego tuve a Alex y pareció… que había hecho algo increíble. Había traído a ese hermoso bebé al mundo. Y me resultó tan fácil y natural ser madre. Estaba tan feliz, tan centrada en el niño y en la familia que habíamos empezado, que no me di cuenta de que Bruno se dedicaba con discreción a encontrar compañía más estimulante. No hasta que me enteré de que iba a tener a Jazmin.
—Así que te engañó —comentó con voz engañosamente suave—. ¿Qué hiciste al respecto?
No se volvió, pero abrió el grifo del fregadero para lavar los platos.
—No puedes entender lo que es que te traicionen de esa manera. Llevar en tu interior el bebé de un hombre y averiguar que ya te ha sustituido.
—No, no puedo. Pero me da la impresión de que me molestaría.
—¿Si me enfadé? —casi rio—. Sí, me enfadé, pero también estaba… herida. No quiero recordar lo fácil que le resultó destrozarme. Alex tenía unos pocos meses de vida y Jazmin no había sido planeada. Pero me sentía muy feliz de estar embarazada. Él no la quería. Nada de lo que me había hecho antes me había dolido o conmocionado tanto como su reacción cuando le comuniqué que volvía a estar embarazada.
Decidió omitir otra risa a medias y meter las manos en el agua jabonosa.
—Ya tenía un hijo —continuó—, de modo que el apellido Dumont continuaría. No era su intención entorpecer su vida con niños, y bajo ningún concepto quería arrastrarme por la rueda social una segunda vez mientras estuviera gorda, cansada y fea. La solución más práctica era terminar el embarazo. Discutimos de forma horrible por eso. Fue la primera vez que tuve el
valor de plantarle cara… lo cual lo empeoró. Bax estaba acostumbrado a salirse con la suya.
Como no podía obligarme a hacer lo que él quería, me lo devolvió con suma habilidad.
Más calmada ya, puso a secar el plato y comenzó a lavar la sartén.
—Públicamente seguía siendo discreto con sus aventuras, pero se encargó de que me enterara de ellas y de lo mal que yo quedaba al compararme con las mujeres con las que se acostaba. Retiró mi nombre de todas las cuentas bancarias, de modo que tuviera que recurrir a él cada vez que necesitara dinero. Esa fue una de las humillaciones más sutiles. La noche que Jazmin nació, estaba con otra mujer. Se cercioró de que yo lo supiera cuando llegó al hospital para que la prensa pudiera sacarle una foto mientras desempeñaba el papel de padre orgulloso.
—¿Por qué te quedaste con él? —Pedro no se había movido. No confiaba en sí mismo si lo hacía.
—Al principio, porque no dejaba de esperar que despertaría junto al hombre del que me había enamorado. Luego, cuando empecé a considerar que mi matrimonio era un fracaso, tenía un bebé y esperaba otro —recogió un trapo y se puso a secar los platos—. Y me quedé porque durante mucho, mucho tiempo estuve convencida de que él no se equivocaba conmigo. Yo no era inteligente ni ingeniosa. No era sexy ni seductora. De manera que lo mínimo que podía ser era leal. Al comprender que ni siquiera podría ser eso, tuve que pensar en el efecto que tendría sobre los niños. No habría podido soportar que la disolución de mi matrimonio con Bruno les hiciera daño. Un día, de pronto entendí que todo era por nada, que no solo desperdiciaba mi vida, sino que les hacía más daño a Alex y a Jazmin al fingir que existía un matrimonio. Bruno apenas le prestaba atención a su hijo y ninguna a su hija. Pasaba mucho más tiempo con su amante que con su familia —suspiró y dejó los platos—. Así que escondí mis diamantes en la bolsa de pañales de Jazmin y pedí el divorcio —al volverse, su rostro se veía otra vez cansado—. ¿Responde eso a tu pregunta?
Muy despacio, sin dejar de mirarla, Pedro se puso de pie.
—¿Se te ocurrió alguna vez pensar que el inadecuado era él, que el fracasado era él? ¿Que era un canalla malcriado y egoísta?
Suzanna esbozó una leve sonrisa.
—Bueno, eso último sí. También se me ocurre que mi historia es unilateral. Supongo que el punto de vista que tiene Bruno de nuestra relación diferirá del mío, y no sin cierta razón.
—Sigue manejándote —soltó con furia apenas contenida—. ¿Así que no eres inteligente? Supongo que cualquiera podría educar a dos niños y llevar un negocio. ¿También aburrida? —avanzó un paso hacia ella—. Sí, no recuerdo haberme aburrido jamás tanto con alguien, aunque claro está que la mayoría de
los hombres se aburre con mujeres con cerebro y agallas, en particular cuando tienen un corazón generoso y son tercas. Nada me ayuda a dormirme más deprisa que una mujer que suda todo el día para asegurarse de que sus hijos van a recibir lo que necesitan. Dios sabe que no eres sexy. Anoche no tenía nada mejor que hacer que dedicarla a volverme loco contigo.
La había atrapado contra la encimera con el cuerpo y con una furia tan manifiesta que Paula prácticamente podía probarla.
—Preguntaste y yo contesté. No sé que quieres que diga ahora.
—Quiero que me digas que él te importa un bledo —la tomó por los hombros y acercó su cara—. Quiero que me digas lo que te pedí que me dijeras cuando estaba dentro de ti, cuando me hallaba tan lleno de ti que no podía respirar. Eres mía, Paula. Nada de lo que sucediera antes cuenta, porque ahora eres mía. Eso es lo que quiero oír.
Le sujetó las muñecas. Incluso en el momento en que ella abría la boca para hablar, Pedro vio la rápida mueca de dolor. Maldiciendo, bajó la vista y observó los moratones que ya le había provocado. Retrocedió como si ella lo hubiera
abofeteado.
—Pedro…
Alzó una mano para silenciarla y giró hasta que pudo despejar la bruma roja de furia de su mente. Le había causado marcas en la piel.
Había sido durante un momento de pasión y sin intención, pero eso no las borraba. Al provocarlas, no era mejor que el hombre que había magullado el alma de Paula. Metió las manos en los bolsillos antes de volverse.
—Tengo cosas que hacer.
—Pero…
—Nos hemos desviado, Paula. Es por mi culpa. Sé que tienes que volver al trabajo, igual que yo.
«De modo que eso es todo» , pensó ella. Le había desnudado el alma y él la dejaba plantada.
—De acuerdo. Te veré el lunes.
Con un gesto de asentimiento, él se dirigió a la puerta de atrás, para detenerse con la mano en la mosquitera y soltar un juramento.
—Lo de anoche significó algo para mí. ¿Lo entiendes?
—No —musitó Paula.
—Eres importante para mí. Tenerte aquí, de esta manera, es… Te necesito. ¿Es lo suficientemente claro?
Lo estudió: el puño sobre la puerta, la impaciencia en los ojos, el cuerpo rígido con pasiones que ella aún no conseguía comprender.
Comprendió que sí era suficiente. Por el momento era más que suficiente.
—Sí, creo que está claro.
—No quiero que termine ahí —giró la cabeza y en sus ojos volvía a arder un fuego intenso—. No va a terminar ahí.
—¿Me estás pidiendo que vuelva?
—Sabes muy bien… —calló y cerró los ojos—. Sí, te estoy pidiendo que vuelvas. Y te estoy pidiendo que pienses en pasar tiempo conmigo que no sea en el trabajo o en la cama. Si eso no te lo explica, entonces…
—¿Querrías venir a cenar?
—¿Qué? —la miró desconcertado.
—¿Querrías venir a cenar esta noche? Quizá luego podamos dar un paseo.
—Sí —se mesó el pelo, sin saber si se sentía aliviado o incómodo porque hubiera sido tan fácil—. Será estupendo.
«Sí, será estupendo» , pensó ella y sonrió.
—Entonces te veré a las siete. Si quieres, trae a Sadie.
CAPITULO 39 (CUARTA HISTORIA)
La lluvia cesó al amanecer, dejando el aire limpio. Paula despertó con la perezosa música del agua que goteaba desde los canalones.
Antes de que su mente se hubiera adaptado a su entorno, su boca fue tomada en un beso hambriento y ardiente. En un salto jadeante su cuerpo se vio catapultado del sueño al deseo.
Había despertado deséandola. Esa necesidad ardiente no quería mitigarse, sin importar lo mucho que tomara, lo dispuesta que ella estaba a dar. No había palabras, al menos ninguna que él conociera, que pudiera expresar lo que Paula había llegado a significar para él. Había pasado de ser la fantasía del joven a la salvación del hombre.
Solo podía demostrárselo.
La cubrió. La llenó. Al observar su cara bajo la acuosa luz de la mañana, supo que jamás quedaría satisfecho hasta que ella estuviera con él.
—Eres mía —soltó las palabras como una maldición mientras el cuerpo de Paula temblaba bajo el suyo—. Dilo —enterró la cara en su cuello—. Maldita sea, Paula, dilo.
No fue capaz de pronunciar nada salvo el nombre de él mientras la arrastraba hasta el abismo.
Cuando las manos de ella cayeron flojas de su espalda. Pedro rodó hasta dejarla encima.
Estaba satisfecho con la cabeza de Paula apoyada en su corazón. Se dijo que ya la había sacudido bastante. Pero había anhelado oír las palabras.
Ella tenía el cuerpo dolorido y se sentía en la gloria. Sonrió al oír el martilleo del corazón de Pedro y la belleza líquida de la canción de un pájaro mañanero.
Abrió los ojos y levantó la cabeza.
—Es la mañana —dijo.
—Es lo que por regla general sucede cuando sale el sol.
—No, yo… debí quedarme dormida.
—Si —le acarició la espalda—. Te quedaste dormida antes de que pudiera interesarte en otro asalto —ella se ruborizó pero cuando intentó incorporarse, la mantuvo firmemente en su sitio—. ¿Vas a alguna parte?
—He de volver a casa. La tía Coco debe estar frenética.
—Sabe dónde estás —como era más fácil mantenerla quieta de la otra manera, invirtió las posiciones y comenzó a mordisquearle el cuello—. Y lo más probable es que tenga una idea bastante certera de lo que has estado haciendo.
—No le dije adónde iba —sin muchas esperanzas de poder moverlo, lo empujó.
—La llamé anoche cuando dejé pasar a Sadie. ¿Quieres rascarme la espalda? Justo en la zona lumbar.
Obedeció de forma automática, aun cuando la cabeza le daba vueltas.
—Tú… tú le contaste a mi tía…
—Le dije que te encontrabas conmigo. Supuse que sabría deducir el resto. Eso está bien. Gracias.
Paula suspiró. Sabía muy bien que a la tía Coco no le habría costado sumar dos más dos. Y no había ningún motivo para sentirse incómoda o avergonzada.
Pero experimentaba ambas cosas. Y no solo por su tía, sino también por tener el cuerpo desnudo de un hombre sobre el suyo.
Una cosa había sido estar con él por la noche.
Pero encararlo a plena luz de la mañana…
—¿Qué sucede? —él levantó la cabeza para estudiarla.
—Nada —cuando Pedro enarcó una ceja, trató de encogerse de hombros—. Es que ya no estoy segura de lo que debo hacer. Nunca antes había pasado por esta situación.
—¿Cómo tuviste dos hijos? —le sonrió.
—No, quería decir que nunca… quiero decir que jamás…
—Bueno, pues ve acostumbrándote —la sonrisa se tornó más amplia—. ¿Quieres que te ponga al día del protocolo que se emplea para la mañana después?
—Quiero que dejes de burlarte de mí.
—Se supone que debes decirme que estuve increíble.
—¿Yo? —frunció el ceño.
—Eso, y otros superlativos que se te puedan ocurrir. Luego se supone que debes prepararme el desayuno, para mostrarme la versatilidad de tu talento.
—No sabes lo agradecida que te estoy por ponerme al corriente del procedimiento adecuado.
—No es nada. Y después de que me prepares el desayuno, deberías seducirme para convencerme de regresar a la cama.
Ella rio y apoyó la mejilla contra la suya en un movimiento que desarmó y encantó a Pedro.
—Tendré que practicar, aunque podría arreglarme con unos huevos revueltos.
—Comunícame si encuentras alguno.
—¿Tienes una bata?
—¿Para qué?
—Olvídalo —se puso de pie e instintivamente le dio la espalda mientras tanteaba en el suelo en busca de la camisa de él—. ¿Y qué haces tú mientras yo preparo el desayuno?
—Te miro.
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