jueves, 1 de agosto de 2019

CAPITULO 17 (QUINTA HISTORIA)




A la tarde siguiente, Paula levantó la vista de su mesa al oír que llamaban a su puerta.


—Pase.


—Perdón por la interrupción.


Era Coco. Paula comprobó, sorprendida, que Coco se había teñido el cabello. Lo llevaba castaño oscuro. Aquella mujer debía teñirse con tanta frecuencia como se cambiaba de zapatos.


—No has comido —dijo Coco y entró llevando una bandeja cargada de comida.


—No tenías por qué haberte molestado —dijo Paula consultando el reloj; se quedó de piedra al comprobar que eran más de las tres—. Ya tienes bastante que hacer.


—Esto es parte de mi trabajo —dijo Coco, sirviendo la comida. Echó un vistazo a la pantalla del ordenador, a la calculadora y a las facturas—. Dios mío, cuántos números. Nunca se me han dado bien.


—Hay que tomárselo con calma —dijo Paula—. Una vez que sabes que uno y uno son dos, se puede hacer cualquier cosa.


Coco miró la pantalla del ordenador con vacilación.


—Si tú lo dices, querida. Bueno, aquí tienes unos sandwiches y té helado.


Era una tentación, sobre todo porque no había desayunado. Un residuo de su encuentro con Pedro.


—Gracias, Coco. Siento que por mí hayas interrumpido tu trabajo.


—Oh —exclamó Coco con un gesto de la mano—. No te preocupes por eso. Para ser franca, querida, tenía que salir de allí, alejarme de ese hombre.


—¿Del holandés? —dijo Paula sonriendo, después de probar el primer sándwich —. Lo he conocido esta mañana, al bajar.


Coco empezó a juguetear con los collares dorados que adornaban su cuello.


—Espero que no haya dicho nada ofensivo. Es un poco… brusco.


—No —dijo Paula, sirviendo dos vasos de té y ofreciéndole uno a Coco—. Solo me dijo que tengo que comer más porque estoy muy delgada. Pensé que me iba a ofrecer la tortilla que estaba haciendo, pero llegó un camarero y me escapé mientras le echaba la bronca al pobre chico.


—Tiene un lenguaje —dijo Coco sentándose y estirando el pantalón de seda— deplorable. Y siempre me está contradiciendo con las recetas. Me considero una mujer paciente y, si me permites decirlo, inteligente. Ambas cosas me han hecho falta para criar a cuatro niñas. Pero con ese hombre no sé qué hacer.


—Supongo que podrías despedirlo —dijo Paula.


—Imposible. Es como un padre para Pedro, y los niños están encantados con él, aunque no puedo comprender por qué —dijo Coco y sonrió—. Y tengo que admitir que no se le dan mal ciertos platos sencillos —dijo mesándose los cabellos.


Paula seguía pensando en lo que Coco le había dicho anteriormente.


—Supongo que el señor Van Home y Pedro se conocen desde hace mucho tiempo.


—Hace más de quince años. Estuvieron juntos en todos los barcos. Creo que el señor Van Home tomó a Pedro bajo su protección. Eso es algo a su favor, supongo. Dios sabe que el chico necesitaba a alguien, después de una infancia tan miserable.


—Oh —exclamó Paula. No le gustaban los chismes, pero Coco necesitaba poco estímulo.


—Su madre murió cuando era muy pequeño, pobrecillo. En cuanto a su padre… —dijo Coco con seriedad—. Era poco más que una bestia. Yo lo conocí muy poco, pero en el pueblo se hablaba mucho de él. Pedro iba a pescar con Hernan de vez en cuando, y cuando venía por aquí, yo misma podía ver sus cardenales.


—¿Le pegaba?


—Me temo que sí.


—¿Y nadie hizo nada para impedirlo?


—Cuando se le preguntaba, Juan Alfonso decía que el chico se había caído o que se había peleado con otro chico. Pedro nunca le contradecía. Es triste decirlo, pero en aquellos tiempos la gente no le daba tanta importancia a los malos tratos. Todavía es así, me temo —dijo Coco, derramando lágrimas, que se limpió con una servilleta de papel—. Pedro se marchó en cuanto tuvo edad. Su padre murió hace pocos años. Pedro mandó dinero para el entierro, pero no vino. Nadie puede culparlo.


Se calló unos instantes y suspiró.


—No quería contarte una historia tan triste, pero ha tenido un final feliz. Pedro se ha convertido en un buen hombre. Lo único que necesita es encontrar a la mujer adecuada. Es muy guapo, ¿no te parece?


—Sí —dijo Paula con cautela. Seguía tratando de reconciliar al niño maltratado con el hombre seguro de sí mismo que conocía.


—Y también es honrado y romántico, con todas esas historias que cuenta y ese aire de misterio. La mujer que se quede con él va a tener mucha suerte.


Paula hizo un gesto con los ojos. Había captado el mensaje.


—No sé. Yo no lo conozco tanto como tú y tampoco pienso en los hombres en ese sentido.


—Tonterías —dijo Coco, que confiaba ciegamente en sus propios juicios—. Eres joven, guapa e inteligente. Un hombre no va a acabar con esas cualidades, ni con tu independencia. El hombre apropiado solo las realza. Y tengo la sensación de que muy pronto te darás cuenta de ello, muy pronto. Ahora… —dijo dando a Paula un beso en la mejilla—, tengo que volver a la cocina antes de que ese hombre haga algo horrible con mis canapés de salmón.


Se dirigió a la puerta, pero, antes de salir, se volvió.


—Oh, querida, qué despistada soy. Venía a decirte algo de Kevin.


—¿Kevin? ¿No está jugando con Alex y Jazmin?


—Sí, pero no aquí —dijo Coco sonriendo distraídamente, en un gesto que había practicado durante años—. Es el día libre de Pedro y se ha ido a comer. Qué apetito tiene, come como una lima pero no engorda. Claro, que como siempre está activo. Por eso tiene esos músculos tan maravillosos. Maravillosos.


—Coco, ¿dónde está Kevin?


—Oh, otra vez, qué despiste. Está con Pedro. Todos están con él.


Paula se puso de pie con un sobresalto.


—¿Con él? ¿Dónde? ¿En el barco? —dijo Paula, que imaginaba peligrosas tormentas a pesar del día que hacía.


—No, no, en su casa. Está haciendo un barco o algo y los niños se morían por ir con él. Me harías un gran favor si vas a recogerlos.


Por supuesto, pensaba Paula, Coco pretendía que viera su encantadora casa y lo bien que se llevaba con los niños.


—Susana no sabe que sus hijos no están aquí, ¿sabes? Pero no vuelve hasta las cinco, así que no hay prisa.


—Pero…


—Sabes dónde está la casa de Susana, ¿verdad, cariño? La de Pedro está medio kilómetro más allá. Es preciosa, no tiene pérdida.


Antes de que Paula pudiera protestar, Coco cerró la puerta.


Buen trabajo, pensó Coco dirigiéndose hacia la cocina.



CAPITULO 16 (QUINTA HISTORIA)




Pedro también sentía la magia de aquella noche. 


En noches como aquella, había oído canciones de sirenas, o rugidos de monstruos desconocidos. Pedro creía en la magia y, por ello, aquella noche había esperado que Paula saliera al jardín y sabiendo, de algún modo, que lo haría.


—Vamos a pasear —le dijo a Paula sin soltarle la mano—. No podemos desperdiciar una noche como esta.


—Tengo que volver —dijo Paula.


—Luego.


De modo que Paula empezó a pasear con Pedro en aquel jardín de cuento de hadas, con una flor en la mano y el cabello lleno de pétalos.


—Tendría que… ir a ver cómo está Kevin.


—¿Tiene problemas de sueño?


—No, pero…


—¿Pesadillas?


—No.


—Bueno, entonces —dijo Pedro, continuando el paseo por el estrecho camino—. Cuando un hombre se acerca a ti, ¿siempre tienes ganas de salir corriendo?


—No he salido corriendo. Ya te he dicho que no quiero una relación.


—Tiene gracia, hace un momento, cuando estabas en la terraza, parecías una mujer preparada para empezar una relación.


Paula se detuvo.


—¿Me estabas espiando?


—Mmm —dijo Pedro, y apagó el cigarro en un cenicero de arena—. Estaba pensando que es una pena que no tenga un laúd.


Paula, aún molesta, sintió curiosidad.


—¿Un laúd?


—Una mujer sola en una terraza… Merece una serenata.


A Paula le dieron ganas de reír.


—Y tú sabes tocar el laúd.


—No, pero cuando te vi, pensé que me gustaría —dijo Pedro y siguió caminando. La terraza iniciaba la pendiente hacia el mar—. Solía pasar por aquí navegando cuando era pequeño, y me quedaba mirando Las Torres. Me gustaba imaginar que un dragón las protegía y que yo escalaba el acantilado y luchaba con él.


—Kevin sigue diciendo que es un castillo —murmuró Paula.


—Cuando crecí y me fijé en las Calhoun, me imaginaba que cuando mataba al dragón me recompensaban. Supongo que son fantasías normales a los dieciséis años, será cosa de las hormonas.


Paula se rio.


—¿Con cuál soñabas?


—Con todas —dijo Pedro sonriendo y se sentó en un muro, sentando a Paula a su lado—. Siempre han sido… algo especial. Hernan soñaba con Susana, aunque nunca lo admitiría. Como era mi amigo, tuve que olvidarme de ella. Eso me dejaba a las otras tres, pero antes tenía que conquistar al dragón.


—Pero, ¿nunca peleaste con el dragón?


Una sombra cruzó el rostro de Pedro.


—Tuve que pelearme con otro. Supongo que se puede decir que lo dejé para más tarde y me embarqué. Pero tuve un breve y maravilloso interludio con la encantadora Lila.


—¿Tú y Lila?


—Justo antes abandoné la isla, pero me había vuelto loco. Yo creo que estaba practicando —dijo Pedro suspirando—. Era muy buena.


Paula imaginó su relación, relajada, distendida, perfecta.


—Qué fácil es ver lo que estás pensando, Pau —dijo Pedro, sonriendo—. No éramos Romeo y Julieta. Nos besamos unas cuantas veces y traté de convencerla, por todos los medios, de que fuéramos más lejos. Pero no quiso. Tampoco me rompió el corazón. Bueno, me lo resquebrajó un poquito.


—¿Y a Max no le importa?


—¿Por qué iba a importarle? Se ha casado con ella y son uña y carne.


Pedro tenía razón. Todas las Calhoun habían encontrado su media naranja.


—Es curioso, tantas relaciones cruzadas.


—¿Lo dices por mí o por ti?


Paula se puso tensa, porque de repente se dio cuenta de lo que significaba estar allí junto a Pedro, que la rodeaba por los hombros.


—Qué más da.


—¿Sigues enfadada? —dijo Pedro, estrechando el abrazo—. Por lo que he oído sobre Dumont, creo que no merece la pena que pienses en él. No merece la pena echar a perder una noche como esta removiendo viejas heridas. ¿Por qué no me cuentas cómo te han convencido para que aceptes el libro de contabilidad de Felipe?


—¿Cómo te has enterado de eso?


—Me lo han dicho Hernan y Susana.


Paula se tranquilizó un poco. Era agradable discutir con alguien próximo, pero que no pertenecía a la familia.


—No sé qué ha pasado, casi no he abierto la boca.


—Tu primer error.


Paula dejó escapar un bufido.


—Tendría que haber gritado para que me oyeran. No sé por qué dicen que es una reunión si lo único que hacen es discutir —dijo, y frunció el ceño—. Entonces, dejan de discutir y tú te das cuenta de que te han metido en el ajo. Y si tratas de decir que no, todos se echan sobre ti.


—Sé muy bien de qué hablas. Todavía no sé si meterme en negocios con Hernan fue cosa mía. Surgió la idea, se discutió, se votó y se aprobó. Y al día siguiente, ya estaba firmando no sé qué documentos.


Interesante, pensó Paula, estudiando el perfil de Pedro.


—No me pareces el tipo de persona que puede verse arrastrada a hacer lo que no quiere.


—Yo diría lo mismo de ti.


Paula reflexionó un momento.


—Tienes razón. El libro es fascinante, de todas formas, estoy deseando ponerme con él.


—Espero que no estés pensando en ocupar en él todo tu tiempo libre —dijo Pedrojugueteando con los cabellos sueltos de Paula—. Yo quiero una parte para mí.



Paula se separó un poco.


—Te he dicho que no quiero.


—Lo que te pasa es que estás preocupada porque estás interesada —dijo Pedrotomando su barbilla y girándole la cabeza para que lo mirase—. Me imagino que lo habrás pasado muy mal, por eso te dije que puedo esperar.


Paula lo miró con furia.


—No me digas cómo lo he pasado o lo he dejado de pasar. No te estoy pidiendo ni comprensión ni paciencia.


—Está bien.


Pedro la besó sin mediar palabra, con deseo incontenible, sin poder ser fiel a su intención de ser paciente. Y sus labios eran exigentes, ansiosos, irresistibles, Paula no pudo hacer nada para rechazarlo.


Las ascuas que habían ardido en su interior desde el primer beso se convirtieron en llamas. Paula se odió por su propia debilidad, pero no podía evitarlo y se dejó arrastrar.


Había probado lo que quería, se dijo Pedro besándola en el cuello, sumergiéndose en una oleada de deseo.


Pero aquel deseo tenía que esperar para ser satisfecho, porque Paula todavía no estaba lista.


—Ahora dime que no te importa, que no te afecta —murmuró Pedro, furioso consigo mismo por no tomar lo que sabía que era suyo—. Dime que no querías que te tocara.


—No puedo —exclamó Paula con desesperación.


Quería que la tocara, que le hiciera el amor, que la echara en el suelo y la amara salvajemente. Y, de ese modo, descargarla de responsabilidad, y de la sensación de vergüenza que solo la acobardaba.


—El deseo no basta —dijo y empujó a Pedro, poniéndose en pie—, nunca me bastará. Ya he deseado antes.


Estaba temblando y con los ojos llenos de lágrimas.


—Pero yo no soy Dumont —dijo Pedro—, y tú ya no eres una chiquilla de diecisiete años.


—Sé quién soy, pero no sé quién eres tú.


—Eso es una evasiva. Nos sentimos atraídos desde el primer momento.


Paula retrocedió, porque sabía que era cierto, y le daba miedo.


—Estás hablando de química.


—Tal vez esté hablando de destino —dijo Pedro con tranquilidad, y se levantó—.
Necesitas tiempo para pensar, y yo también. Te acompaño a casa.


Paula lo detuvo con un ademán.


—Puedo ir yo sola —dijo y salió corriendo.


Pedro masculló una maldición. Volvió a sentarse y encendió otro cigarro. No tenía sentido volver a casa, no podría dormirse.




CAPITULO 15 (QUINTA HISTORIA)




¿Qué había aceptado hacer exactamente? De alguna manera, aunque apenas había dicho una palabra, había quedado a cargo del libro de Felipe. Pero, qué remedio tenía, era un asunto de familia.


Suspiró y salió a la terraza. Aspiró profundamente el aire lleno de aromas de la noche. Oía el mar en la distancia. La brisa era fresca, ligeramente húmeda y salada.


Las estrellas brillaban en el cielo, la luna creciente.


Su hijo estaba acostado, contento y seguro, rodeado de gente que lo quería.


Estudiar el libro de Felipe era un pequeño favor con el que podía empezar a pagar todo el bien que le habían hecho.


Demasiado desvelada como para irse a dormir, descendió por la terraza, entre los macizos de flores. Se fijó en las rosas y petunias, bañadas por la luz de la luna. Sobre el tronco de un árbol reseco, trepaba una glicinia, cuyos pétalos, que cubrían el suelo, cayeron sobre su cabello al soplar la brisa.


—«Ella no era más que un delicado fantasma cuando, por vez primera, apareció ante mis ojos».


Paula se sobresaltó, llevándose la mano al corazón. Una sombra se separó de las otras sombras.


—¿Te he asustado? —dijo Pedro, acercándose. En la oscuridad brillaba la punta de su cigarro encendido—. Normalmente, Wordsworth tiene un efecto distinto.


—No te había visto. Pensé que no había nadie.


—Estaba pasando el rato con El Holandés y una botella de ron —dijo Pedrosaliendo a la luz de la luna—. Le gusta quejarse de Coco y prefiere una audiencia comprensiva —dijo y dio una calada al cigarro. Su rostro se ocultó tras una nube de humo, atractivo y misterioso—. Bonita noche.


—Sí… Bueno, tengo que…


—No hace falta que huyas. Habías salido a pasear —dijo Pedro y se agachó para cortar un peonía—. Está en su mejor hora —dijo ofreciéndosela a Paula.


Paula aceptó el capullo en silencio.


—Estaba admirando las flores —dijo al cabo de unos segundos—. A mí no se me dan bien.


—Tienes que poner mucho cariño, además de agua y fertilizante.


Paula tenía el cabello suelto, y seguía con los pantalones y la chaqueta que se había puesto para cenar. Qué pena, pensó Pedro, le habría gustado más que estuviera en bata. Pero Paula Chaves no era el tipo de mujer que se paseaba de noche en bata a la luz de la luna.


Y si tuviera ganas de hacerlo, no se lo permitiría.


El único modo de combatir aquellos penetrantes ojos grises, aparte de huir como una tonta, era la conversación.


—¿También sabes de jardinería, aparte de navegar y citar a los clásicos?


—Entre otras cosas, me encantan las flores —dijo Pedro, y tomó la mano de Paula, la que sostenía la peonía, llevándosela a la nariz para aspirar el aroma de la flor y de la mujer.


Paula se vio atrapada, inmersa en una atmósfera llena de embrujo. El perfume del jardín parecía rodearlos, invadiendo sus sentidos. El rostro de Pedro estaba cubierto de sombras. Ella se fijó en sus labios, curvos y tentadores.


Parecían completamente solos, totalmente apartados del mundo, de las responsabilidades diurnas. Eran solo un hombre y una mujer, bajo un cielo estrellado y en un jardín iluminado por la luna, mecidos por la música del mar distante.


Pero Paula trató de romper aquel encanto.


—Me sorprende que tengas tiempo para la poesía y las flores.


—Siempre se encuentra tiempo para lo que más importa.