domingo, 7 de julio de 2019

CAPITULO FINAL (TERCERA HISTORIA)





Casi había amanecido cuando las cosas volvieron a la calma. La policía y a se había ido, llevándose consigo su espantosa carga. Habían contestado todo tipo de preguntas… Paula se había pasado la noche sirviéndose brandy y participando de todo el alboroto de la casa y al final había pedido que le prepararan un baño caliente.


No le habían dejado curar la herida de Pedro. Algo que posiblemente había sido lo mejor para él. Porque todavía le temblaban las manos.


Pedro se había recuperado considerablemente bien de aquel incidente, pensó mientras se acurrucaba en el asiento de la ventana de la habitación de la torre.


Mientras ella continuaba aturdida y temblorosa, él permanecía en el salón, con el brazo vendado y ofreciéndole a la policía un informe claro y conciso de todo el incidente.


Parecía estar en una de sus conferencias sobre las consecuencias de la Primera Guerra Mundial en la economía alemana, pensó con la sombra de una sonrisa. Evidentemente, el teniente Koogar había apreciado aquella precisión y claridad.


A Paula le gustaba pensar que ella también había estado bastante tranquila, aunque no había sido capaz de controlar su temblor cuando sus hermanas se habían reunido con ella.


Al final, Susana había dicho que con un teniente ya era más que suficiente y había acompañado a su hermana al piso de arriba.


Pero a pesar del baño y el brandy, no había sido capaz de dormir. Tenía miedo de cerrar los ojos y volver a ver a Pedro suspendido al borde del precipicio.


Apenas habían hablado desde que había ocurrido aquel horrible suceso. Tendrían que hacerlo, por supuesto, reflexionó. Aunque para ello tendría que aclarar sus pensamientos y encontrar las palabras adecuadas.


Pero cuando el alba comenzaba a dorar el cielo y Paula a temer que nunca las encontraría, entró Pedro en la habitación. Se quedó en el marco de la puerta, con expresión torpe y el brazo vendado.


—No podía dormir —empezó a decir—. Y he pensado que estarías aquí.


—Supongo que necesitaba pensar. Y aquí me resulta más fácil hacerlo — sintiéndose tan torpe como él, se pasó la mano por el pelo. La melena, del color del sol del amanecer, caía indomable sobre la seda blanca de la bata—. ¿Quieres sentarte?


—Sí —Pedro cruzó la habitación e instaló sus doloridos músculos a su lado. El silencio se extendía entre ellos. Un minuto, dos…—. Menuda noche —dijo por fin.


—Sí.


—No —musitó él cuando vio que los ojos de Paula se llenaban de lágrimas.


—No —tragó saliva, controló las lágrimas y fijó la mirada en la ventana—. Pensaba que iba a matarte. Ha sido como una pesadilla. La oscuridad, el calor, la sangre.


—Ya ha pasado todo —le tomó la mano y apretó sus dedos con fuerza—. Lo has alejado del jardín. Estabas intentando protegerme, Paula. Nunca podré agradecértelo lo suficiente.


Totalmente desprevenida, Paula se volvió hacia él.


—¿Y qué se supone que debía hacer? ¿Dejar que saltara sobre las petunias y te diera un navajazo?


—Se suponía que tenías que dejar que fuera yo el que te protegiera.


Paula intentó liberar su mano, pero Pedro se la sostuvo con firmeza.


—Sí, ¿verdad? Tanto si quería como si no. Has salido corriendo como un loco y has saltado sobre un maniaco con un cuchillo en la mano, y has estado a punto… —se interrumpió, luchando para recobrar la compostura mientras él continuaba mirándola con aquellos ojos cargados de paciencia—. Me has salvado la vida —dijo más tranquila.


—Entonces estamos en paz, ¿no? —Paula se encogió de hombros y volvió a mirar hacia el cielo—. Durante los últimos minutos que estaba peleando con Hawkins, ha ocurrido algo de lo más extraño. Estaba a punto de resbalar, de
dejarme caer, cuando he sentido algo increíblemente fuerte. Yo diría que era simple adrenalina, pero no parecía proceder de mí. Ha sido algo muy extraño — dijo, estudiando su perfil—. Supongo que para ti sería una fuerza. Y he sabido que no iba a perder, que había muchas razones para que no lo hiciera. Supongo que siempre me preguntaré si esa fuerza, si ese sentimiento, procedía de ti o de Bianca.


Los labios de Paula se curvaron en una sonrisa mientras lo miraba.


—Caramba, profesor, qué irracional.


Pedro no sonrió.


—Acababa de salir hacia tu habitación para pedirte que me escucharas cuando te vi en el jardín. En otro momento, habría considerado que lo mejor, o lo más racional, era darte tiempo y dejar que te recuperaras después de lo que había ocurrido. Pero ahora las cosas han cambiado.


Paula apoyó la frente contra el frío cristal y asintió.


—De acuerdo, tienes derecho. Pero antes me gustaría decirte que sé que el enfado de antes por el libro… Bueno, sé que no tenía que haber reaccionado así.


—No, creo que tenías toda la razón al reaccionar como lo has hecho. Tú has confiado plenamente en mí y yo no he confiado en ti. Tenía miedo de que no me dijeras lo que pensabas.


—No te comprendo.


—Escribir es algo que he querido hacer durante la mayor parte de mi vida, pero… bueno, no estoy acostumbrado a correr riesgos.


Paula soltó una carcajada y, dejándose llevar por sus sentimientos, se inclinó para darle un beso en el vendaje del brazo.


Pedro, creo que has elegido el peor de los momentos para decir algo así.


—Digamos que no estaba acostumbrado a correr riesgos —se corrigió—. Pensé que si te decía lo de la novela y reunía el valor suficiente para mostrártela, pensarías que no podías echar a perder la que había sido la ilusión de mi vida e intentarías ser amable conmigo.


—Es una tontería tener tanta inseguridad sobre algo para lo que tienes tanto talento —entonces suspiró—. Y ha sido una estupidez por mi parte tomármelo como algo personal. Lo que voy a decirte, tómalo como la declaración de alguien que no tiene nunca demasiado interés en quedar bien. Estás escribiendo un libro maravilloso, Pedro. Algo de lo que puedes sentirte muy orgulloso.


Pedro le pasó la mano por el cuello.


—Ya veremos si sigues diciendo lo mismo después de unos cientos de páginas más —se inclinó hacia ella y rozó delicadamente sus labios. Pero cuando comenzó a profundizar el beso, Paula se levantó.


—Haré la primera crítica en cuanto la publiquen —nerviosa, comenzó a pasear por la habitación.


—¿Qué te pasa, Paula?


—Nada. Es que han pasado tantas cosas —tomó aire antes de volverse con una sonrisa en los labios—. El ascenso. Antes estaba tan concentrada en mi enfado que ni siquiera te he felicitado.


—No pretendía ocultártelo.


Pedro, no empecemos otra vez con eso. Lo más importante es que es un gran honor. Creo que deberíamos organizar una fiesta para celebrarlo antes de que te vayas.


A los labios de Pedro asomó una sonrisa.


—¿De verdad?


—Por supuesto. No todos los días le nombran a uno director de departamento. Después de eso, serás decano. Es solo cuestión de tiempo. Y entonces…


—Paula, siéntate, por favor.


—De acuerdo —intentó aferrarse a aquella alegría desesperada—. Le diremos a tía Coco que haga una tarta y …


—¿Entonces te alegras de que me hayan hecho esa propuesta? —la interrumpió.


—Estoy muy orgullosa de ti —contestó, y le apartó un mechón de pelo de la frente—. Y me gusta saber que las autoridades aprecian lo valioso que eres.


—¿Y quieres que acepte esa propuesta?


Paula frunció el ceño.


—Por supuesto. ¿Cómo vas a rechazar algo así? Esta es una maravillosa oportunidad para ti. Algo para lo que has trabajado y que te mereces.


—Pues es una pena —sacudió la cabeza y se inclinó hacia atrás, observándola atentamente—. Porque ya la he rechazado.


—¿Que tú qué?


—Que la he rechazado. Y esa es una de las razones por las que no te lo mencioné. Pensé que no tenía sentido.


—No lo comprendo. Una oportunidad profesional como esa no es algo que se pueda rechazar tan fácilmente.


—Eso depende de tu profesión. También he presentado la renuncia.


—¿Que has renunciado? Pero eso es una locura.


—Probablemente —y porque lo era, sonrió de oreja a oreja—. Pero si vuelvo a dar clases a Cornell, la novela terminaría en un archivo, cubriéndose de polvo —le tendió la mano con la palma hacia arriba—. Una vez me leíste la mano y me dijiste que tendría que tomar una decisión. Ya la he tomado.


—Ya entiendo —contestó Paula lentamente.


—Solo en parte.


Miró alrededor de la torre, iluminada por una luz perlada que lentamente iba transformándose en oro. No podía haber ni un momento ni un lugar mejor para hacer lo que tenía que hacer. Le tomó las manos.


—Te he amado desde la primera vez que te vi, Paula. No podía creer que tú sintieras lo mismo que yo, por mucho que lo deseara. Y como no lo creía, hice las cosas mucho más difíciles de lo que podrían haber sido. No, no digas nada. Todavía no. Ahora escúchame —se llevó las manos de Paula a los labios—. Me
has cambiado, Paula. Me has abierto. Sé que quería estar contigo, y lo he conseguido gracias a una gargantilla que ha estado perdida durante la mayor parte del siglo. Encontremos o no las esmeraldas, ellas me han llevado hasta ti, y
tú eres el mayor tesoro que alguien pueda desear.


La atrajo hacia él para besar su boca mientras el sol de la mañana se elevaba y barría las últimas sombras de la habitación.


—No quiero que esto sea un sueño —murmuró Paula—. Muchas veces he estado aquí sentada, pensando en ti, deseando que esto ocurriera.


—Esto es real —enmarcó su rostro con las manos y volvió a besarla para demostrárselo.


—Eres todo lo que quiero, Pedro. Llevo esperándote durante mucho tiempo — acarició delicadamente su pelo—. Tenía tanto miedo de que no me quisieras, de que te marcharas. De tener que dejar que te alejaras de mí.


—Este ha sido mi hogar desde la primera noche. Aunque no pueda explicar por qué.


—No tienes por qué hacerlo.


—No —besó la palma de su mano—. No, a ti no. Una última cosa —volvió a tomarle las manos—. Te amo, Paula, y tengo que preguntarte si quieres correr el riesgo de casarte con un ex profesor en paro que cree que puede llegar a escribir una novela.


—No —sonrió y le rodeó el cuello con los brazos—. Pero voy a casarme con un hombre talentoso y brillante que está escribiendo una novela maravillosa.


Riendo, Pedro apoyó la frente en la de Paula.


—Creo que tu opción es la mejor.


Pedro —Paula se acurrucó en el hueco de su brazo—. Vamos a decírselo a tía Coco. Se emocionará tanto que nos preparará tortitas de arándanos para ofrecernos un desayuno de compromiso.


Pedro se dejó caer contra los almohadones del asiento.


—¿Y qué tal si lo dejamos en una comida de compromiso?


Paula se echó a reír y lo besó.


—En esta ocasión, creo que tu opción es la mejor.



CAPITULO 72 (TERCERA HISTORIA)




—Tú sabes dónde están —Hawkins le tiró de la cabeza hacia atrás y Paula estuvo a punto de gritar.


—Si supiera dónde están, las tendría.


—Ese es un truco publicitario —la hizo girar y posó la punta del cuchillo en su mejilla—. Lo sé todo. Habéis estado mintiendo para conseguir que vuestro apellido saliera en los periódicos. He invertido mucho tiempo y mucho dinero en todo esto y pienso recuperarlo esta noche.


Paula estaba demasiado asustada para moverse. Bastaría el más ligero temblor para que aquel cuchillo atravesara su piel. Reconocía la furia de sus ojos de la misma forma que lo había reconocido a él. Era el hombre al que Pedro había llamado Hawkins.


—El mapa —empezó a decir, y entonces oyó que Pedro la llamaba. Antes de que hubiera podido respirar, el cuchillo estaba otra vez en su garganta.


—Un solo grito y te mataré, y después lo mataré a él.


De todas formas iba a matarlos a los dos, pensó histérica. Lo veía en sus ojos.


—El mapa —dijo en un susurro—, es un engaño —jadeó al sentir la presión de la hoja del cuchillo en la piel—. Se lo demostraré. Puedo enseñarle dónde están las esmeraldas.


Tenía que alejarlo de allí, tenía que alejarlo de Pedro. Este estaba llamándola otra vez y la frustración que se reflejaba en su voz hizo que volvieran a llenársele los ojos de lágrimas.


—Hay que bajar por allí —señaló en un impulso y dejó que Hawkins la arrastrara por el camino, hasta que dejó de oír la voz de Pedro. Al final del jardín, el camino se dirigía hacia las rocas. Desde allí, se oía con fuerza el sonido del mar—. Por allí.


Se tambaleó cuando Hawkins la empujó por aquel terreno irregular. A un lado, el camino se inclinaba hacia la loma. Bajo ellos, se veían los dentados perfiles de las rocas y el mar embravecido.


Cuando la alcanzó el primer haz de luz de la linterna, Paula se sobresaltó y miró desesperadamente por encima del hombro. Se había levantado el viento, pero ella ni siquiera lo había notado. Las nubes continuaban ocultando la luna y amortiguando por tanto la luz.


¿Estarían suficientemente lejos?, se preguntó. ¿Habría renunciado ya Pedro a buscarla y habría vuelto al interior de la casa, donde estaría a salvo?


—Si lo que pretendes es empujarme…


—No, están allí —tropezó con un montón de piedras y continuó bajando por una zona de pronunciada inclinación—. Allí abajo, en una caja escondida debajo de las rocas.


Se iría alejando lentamente, se dijo a sí misma, mientras todo su instinto de supervivencia le gritaba que echara a correr. Mientras él estaba entretenido buscando las esmeraldas, podría dar media vuelta y salir corriendo.


Pero Hawkins le agarró la falda, desgarrándola.


—Un movimiento equivocado y eres mujer muerta —Paula vio el resplandor de sus ojos mientras se inclinaba—. Y si no encuentro la caja, también te mataré.


Entonces alzó la cabeza, como un lobo en alerta. En medio de la oscuridad, se oyó un juramento de Pedro mientras se abalanzaba sobre él.


Paula gritó al ver el resplandor de la hoja del cuchillo. Hawkins y Pedro cayeron a su lado y rodaron sobre las rocas. Todavía seguía gritando cuando saltó sobre la espalda de Hawkins e intentó agarrarle la mano con la que sujetaba el cuchillo. El arma se clavó en el suelo, a solo unos centímetros del rostro de Pedro antes de que Hawkins se deshiciera de Paula con una sacudida.


—¡Maldita sea, corre! —le gritó Pedro, agarrando a Hawkins por la muñeca con ambas manos. Un segundo después, gemía al sentir el puño de Hawkins rozando su sien.


Estaban forcejeando otra vez, el ímpetu los hizo bajar rodando la colina. Paula corrió, pero hacia ellos. Al hacerlo, resbaló y envió sobre ellos una lluvia de piedras. Jadeando para tomar aire, agarró una piedra. Su siguiente grito rasgó el aire mientras veía la pierna de Pedro oscilando en el espacio, al borde del acantilado.


Lo único que Pedro podía ver era el rostro que se contorsionaba sobre el suyo.


Lo único que podía oír era a Paula gritando su nombre. Después vio las estrellas cuando Hawkins le empujó la cabeza contra las rocas. Por un instante, quedó suspendido en el borde de aquel precipicio, colgando entre el cielo y el mar. Con las manos, se aferraba al sudoroso antebrazo de Hawkins. Cuando el cuchillo bajó, olió la sangre y oyó el gruñido triunfal de Hawkins.


Pero había algo más en el ambiente. Algo apasionado y suplicante…, tan intangible como el viento, pero tan fuerte como las rocas. Lo golpeó como un puño. Era el convencimiento de que no solo estaba luchando por su vida, sino también por la vida que Paula y él iban a construir juntos.


No podía perderla. Con cada átomo de fuerza que le quedaba, golpeó con el puño el rostro que sonreía ante él. Comenzó a salir sangre de la nariz de Hawkins y en cuestión de segundos estaban luchando cuerpo a cuerpo otra vez, con el cuchillo entre ellos.


Paula agarraba la piedra con las dos manos para hacerla caer cuando los hombres que estaban a sus pies cambiaran de posición. 


Sollozando, retrocedió.


Oyó gritos y ladridos tras ella. Agarró con fuerza la única arma que tenía y rezó para tener oportunidad de utilizarla.


De pronto, los forcejeos cesaron y los dos hombres se quedaron inmóviles.


Con un gemido, Pedro empujó a Hawkins a un lado y consiguió ponerse de rodillas. Su rostro era una máscara de dolor y sangre, una sangre que también salpicaba su ropa. Sacudió débilmente la cabeza, intentando pensar, y miró hacia Paula. Esta permanecía como un ángel vengador, con el pelo al viento y agarrando una piedra con las dos manos.


—Ha caído sobre su propio cuchillo —dijo Pedro con voz distante—. Creo que está muerto —aturdido, dejó caer la mano hacia el hombre que acababa de morir. Después alzó la cabeza otra vez—. ¿Estás herida?


—Oh, Pedro. Oh, Dios mío —la piedra resbaló de sus manos mientras caía de rodillas delante de él.


—Estoy bien —Pedro le palmeó el hombro y le acarició el pelo—. Estoy bien —repitió, aunque se sentía tan terriblemente débil que pensaba que iba a desmayarse.


El perro fue el primero en llegar y, tras él, llegaron los demás como una tromba, en camisón, pijama, o con los vaqueros puestos a toda velocidad.


—Paula —Amelia tocaba desesperada el cuerpo de su hermana en busca de heridas—. ¿Estás bien? ¿Estás herida?


—No —pero los dientes comenzaron a castañetearle a pesar del calor de la noche—. No, él… Pedro —bajó la mirada y vio a Teo agachado a su lado, examinando la herida que tenía en el brazo—. Estás sangrando.


—No mucho…


—Es poco profunda —dijo Teo entre dientes—. Pero supongo que tiene que doler de una forma infernal.


—Todavía no —murmuró Pedro.


Teo alzó la cabeza y vio a Samuel caminando hacia el hombre que yacía en el suelo. Samuel sacudió la cabeza con los labios apretados.


—Está muerto —dijo brevemente.


—Era Hawkins —Pedro consiguió ponerse de pie—. Había atrapado a Paula.


—Hablaremos de eso más tarde —dijo Coco con una sequedad impropia de ella y agarró a Pedro del brazo—. Ambos están en estado de shock. Llevémoslos a casa. —Vamos, pequeña —Samuel levantó a Paula en brazos.


—Yo no estoy herida —desde la cuna de sus brazos, estiró la cabeza para mirar a Pedro—. Está sangrando. Necesita ayuda.


—Nosotros nos encargaremos de todo —le prometió Samuel mientras cruzaban el jardín—. No te preocupes, cariño, el profesor es más fuerte de lo que tú crees.


Frente a ellos, se alzaban Las Torres, con todas las ventanas encendidas.


Retumbó un trueno sobre su altura y se oyó su eco en el silencio de la noche. De pronto, apareció una figura alta en la terraza del segundo piso, con un bastón en la mano y un revolver de cromo en la otra.


—¿Qué demonios está pasando aquí? —gritó Carolina—. ¿Cómo se supone que puede disfrutar una persona de una noche decente de sueño con todo este alboroto?


Coco miró hacia arriba con extremo cansancio.


—Oh, cállate y vuelve a la cama.


Por alguna extraña razón, Paula apoyó la cabeza en el hombro de Samuel y comenzó a reír a carcajadas.