sábado, 25 de mayo de 2019

CAPITULO 12 (PRIMERA HISTORIA)




Pedro salió por el ventanal para encontrar a Paula de pie, moviendo con impaciencia una bota sobre la piedra. «Es hora de que alguien le enseñe buenos modales a la bruja de ojos verdes» .


—No sé nada sobre flores —expuso ella.


—Ni sobre simple cortesía.


—Escuche, amigo... —alzó el mentón.


—No, escuche usted, amiga —soltó la mano y la tomó por el brazo—. Caminemos. Los niños podrían oírnos y no creo que estén preparados para esto.


Era más fuerte de lo que ella había imaginado. 


La dirigió, sin prestar atención a las maldiciones que Paula musitó. Salieron de la terraza a uno de los senderos que serpenteaban por el costado de la casa. Junto a la verja se mecían los narcisos y los jacintos.


Él se detuvo bajo un árbol en el que dentro de un mes crecerían glicinas. Paula no sabía si el rugido que oía en la cabeza se debía al sonido del mar o al de su malhumor.


—No vuelva a repetirlo jamás —alzó una mano para frotar allí donde se habían clavado los dedos de él—. Es posible que logre manejar a la gente en Boston, pero aquí no. Ni conmigo ni con nadie de mi familia.


Él se contuvo, fracasando en su intento de controlar su temperamento.


—Si me conociera, o supiera lo que hago, sabría que no tengo por costumbre manejar a nadie.


—Sé exactamente lo que hace.


—¿Ejecutar las hipotecas de las viudas y los huérfanos? Crezca, Paula.


—Puede ver los jardines usted solo —apretó los dientes—. Vuelvo dentro.


Él simplemente se movió para bloquearle el paso. A la luz de la luna, los ojos de ella brillaban como los de un gato. Cuando levantó las manos para empujarlo, Pedro le sujetó las muñecas. En el breve esfuerzo que siguió, notó que la piel de Paula era del color de la leche fresca y casi tan suave.


—No hemos terminado —su voz irradió una firmeza que ya no estaba oculta bajo una pátina de cortesía—. Tendrá que aprender que cuando se muestra grosera adrede, hay un precio que pagar.


—¿Quiere una disculpa? —espetó—. Muy bien. Siento no tener nada que decirle que no sea grosero o insultante.


Pedro sonrió, sorprendiéndolos a ambos.


—Es usted toda una pieza, Paula Patricia Chaves. Por mi vida que no sé por qué intento ser razonable con usted.


—¿Razonable? —gruñó—. ¿Llama razonable tirar de mí, abusar de mí…?


—Si esto le parece un abuso, ha llevado una vida muy protegida.


—Mi vida no es asunto suyo —afirmó poniéndose colorada.


—Gracias a Dios.


Ella flexionó los dedos y los cerró. Odió el hecho de que bajo el contacto de él su pulso martilleara al doble de velocidad.


—¿Quiere soltarme?


—Solo si promete no escapar a la carrera —se vio persiguiéndola, y la imagen le resultó bochornosa y atractiva al mismo tiempo.


—No escapo de nadie.


—Dicho como una verdadera amazona —murmuró, soltándola. Solo unos reflejos rápidos le permitieron esquivar el puño apuntado a su nariz—. Supongo que debería haber considerado esta reacción. ¿Ha considerado alguna vez mantener una conversación inteligente?


—No tengo nada que decirle —se sentía avergonzada de haber tratado de golpearlo y furiosa por haber fallado—. Si quiere hablar, vaya a hacerle la pelota a la tía Coco un rato más —se dejó caer en un banco de piedra pequeño que había bajo el árbol—. Mejor aún, vuelva a Boston a flagelar a uno de sus subordinados.


—Eso puedo hacerlo cuando me apetezca —movió la cabeza y, convencido de que arriesgaba la vida, se sentó al lado de ella.


Había azaleas y geranios que amenazaban con florecer a su alrededor. Él pensó que tendría que haber sido un lugar apacible. Pero, al sentarse y oler la tierna fragancia de las flores primaverales mezclada con el aroma del mar y escuchar a un pájaro nocturno llamar a su pareja, pensó que ninguna junta directiva había sido jamás tan hostil o tensa.


—Me pregunto dónde ha desarrollado una opinión tan elevada de mí —«y por qué» , añadió para sí mismo, «parece importar tanto» 


—Se presenta aquí…


—Aceptando una invitación.


—No mía —echó la cabeza atrás—. Llega con su gran coche y su traje serio, listo para arrebatarme mi hogar.


—He venido —corrigió— para observar en persona una propiedad. Nadie, y menos yo, puede obligarlas a vender.


Consternada, ella pensó que se equivocaba. 


Había personas que podían forzarlas a vender. Las personas que recaudaban los impuestos, las que emitían las facturas de la electricidad y el teléfono, las del préstamo que se habían visto obligadas a pedir hipotecando la casa. Toda su frustración, y temor, se centraba en el hombre que tenía al lado.


—Conozco a las personas como usted —musitó—. Nacidas ricas y por encima de la gente corriente. Su única meta en la vida es ganar más dinero, sin importar a quién afectan o a quién pisotean con ello. Celebran grandes fiestas, tienen casas veraniegas y amantes llamadas Fawn.


—Jamás he conocido a alguien llamado Fawn —con inteligencia, se tragó la risita que tuvo ganas de soltar.


—Oh, ¿qué importa? —se levantó para ponerse a caminar junto al banco—. Kiki, Vanessa, Aya, es lo mismo.


—Si usted lo dice —tuvo que reconocer que tenía un aspecto magnífico envuelta en la luz de la luna como si fuera un fuego blanco. La atracción que sentía lo irritaba bastante, pero siguió sentado. Se recordó que había mucho que hacer. Y Paula Chaves representaba el principal obstáculo. Se prometió que sería paciente—. Dígame cómo es que conoce tanto sobre las personas como yo.


—Porque mi hermana se casó con uno de los suyos.


—Con Bruno Dumont.


—¿Lo conoce? —entonces movió la cabeza y metió las manos en los bolsillos —. Una pregunta estúpida. Lo más probable es que juegue al golf con él todos los miércoles.


—No, en realidad apenas nos conocemos. Más bien, sé de él y de su familia. También soy consciente de que su hermana y él llevan divorciados más o menos un año.


—Hizo de su vida un infierno, le destrozó la autoestima y luego la dejó junto con sus hijos por un bombón francés. Y como es un abogado importante procedente de una familia importante, a mi hermana no le ha quedado nada más que una miserable pensión para mantener a los niños y que todos los meses llega tarde.


— Lamento lo que le pasó a su hermana —se puso de pie. Su voz ya no sonaba cortante, sino fatalista—. El matrimonio a veces es la menos agradable de todas las transacciones de negocios. Pero el comportamiento de Bruno Dumont no significa que cada miembro de cada familia prominente de Boston carezca de ética o de moral.


—Desde mi punto de vista, todos son iguales.


—Entonces quizá deba cambiar de perspectiva. Pero no lo hará, porque también usted es obstinada y pertinaz en sus opiniones.


—Porque soy lo bastante inteligente para ver más allá de su fachada.


—No sabe nada de mí, y los dos sabemos que le causé un profundo desagrado antes incluso de que conociera mi nombre.


—No me gustaron sus zapatos.


Eso lo frenó en seco.


—¿Perdone?


—Ya me ha oído —cruzó los brazos y comprendió que empezaba a pasárselo bien—. No me gustaron sus zapatos —bajó la vista—. Y siguen sin gustarme.


—Eso lo explica todo.


—Tampoco me gustó su corbata —clavó un dedo en ella y pasó por alto el brillo de furia en los ojos de él—. Ni su llamativa pluma de oro —con suavidad dio con el puño cerrado contra el bolsillo de la pechera.


—Lo dice una experta en moda —estudió los vaqueros de ella, gastados en las rodillas, la camiseta y las botas.


—Es usted quien está fuera de lugar aquí, señor Alfonso III.


Él se acercó un paso. Paula esbozó una sonrisa de desafío.


—Supongo que se viste como un hombre porque no ha descubierto cómo comportarse como una mujer.


Eso la encrespó aún más.


—El hecho de saber defenderme en vez de arrojarme a sus pies no hace que sea menos mujer.


—¿Es así cómo llama a esto? —le asió los antebrazos—. ¿Defenderse?


—Exacto. Yo… —calló cuando la acercó más. Sus cuerpos chocaron. En sus ojos reinó la confusión—. ¿Qué cree que está haciendo?


—Probar la teoría —observó la boca de ella. 


Tenía unos labios sensuales, entreabiertos. Muy tentadores. Se preguntó por qué no los había notado antes. Esa boca grande y agresiva de Paula era muy arrebatadora.


—No se atreva —su intención era que sonara a orden, pero la voz le tembló.


—¿Tiene miedo? —la inmovilizó con los ojos.


—Por supuesto que no —repuso con rigidez—. Lo que pasa es que preferiría que me besara una mofeta rabiosa —quiso apartarse, pero volvió a encontrarse pegada a él, con los ojos y la boca alineados, el aliento cálido entremezclándose.


Él no había tenido intención de besarla, bajo ningún concepto, hasta que escuchó el último insulto.


—Nunca sabe cuándo debe dejarlo, Paula. Es un defecto que la va a meter en problemas, empezando por ahora mismo.




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