sábado, 29 de junio de 2019
CAPITULO 44 (TERCERA HISTORIA)
La concentración de Pedro era tan intensa que ni siquiera un grito habría conseguido romperla.
Pero la fragancia de Paula, deslizándose en la habitación enredada con la brisa, consiguió hacerla añicos. El deseo brotó en su sangre antes de que alzara la mirada y la viera en el marco de la puerta. La bata blanca flotaba a su alrededor. Atrapada en la corriente de aire, la melena danzaba sobre sus hombros. Tras ella, el cielo era una lona negra de la que Paula, ilusión o realidad, acababa de surgir. Paula sonrió y los dedos de Pedro cayeron mustios sobre el teclado.
—Paula.
—He tenido un sueño —era verdad, y decir la verdad era algo que siempre había calmado sus nervios—. Sobre ti y sobre mí. Estábamos iluminados por la luna. Casi podía sentir la luz de la luna sobre mi piel, hasta que tú me tocabas — entró en la habitación, haciendo que la seda susurrara suavemente a su alrededor, como el agua rizándose sobre el agua—. Entonces ya solo te sentía a ti. Había flores, de una fragancia muy ligera y muy dulce. Y un ruiseñor, lanzando su cálido canto para buscar pareja. Ha sido un sueño adorable, Pedro —se detuvo al lado de su mesa—. Después me he despertado, sola.
Pedro estaba convencido de que la bola de tensión que sentía en el estómago iba a explotar de un momento a otro, dejándolo completamente indefenso. Paula era más hermosa que cualquier fantasía, su pelo se extendía como un fuego abrasador sobre sus hombros y su grácil y esbelta figura se recortaba contra la delgada y escurridiza seda.
—Es tarde —intentó aclararse la garganta—. No deberías estar aquí.
—¿Por qué?
—Porque es…
—¿Indecoroso? —sugirió—. ¿Temerario? —le apartó el flequillo—. ¿Peligroso?
Pedro se tambaleó sobre sus pies y se aferró al respaldo de la silla.
—Sí, todo eso.
Los ojos de Paula parecían estar llenos de secretos femeninos milenarios.
—Pero yo me siento temeraria, Pedro. ¿Tú no?
« Desesperado» era la palabra adecuada.
Desesperado por acariciarla. Sus dedos palidecían sobre el respaldo de la silla.
—Es una cuestión de respeto.
La sonrisa de Paula se tornó repentinamente cálida y muy dulce.
—Te respeto, Pedro.
—No, a lo que me refiero… —Paula estaba tan adorable cuando sonreía de ese modo, tan joven, tan frágil—. Decidimos ser amigos.
—Y lo somos —posando los ojos sobre los de Pedro, alzó la mano para acariciar su pelo. Sus anillos resplandecieron bajo la luz de la lámpara.
—Y eso es…
—Eso es lo que los dos quisimos —terminó Paula por él. Cuando se inclinó hacia Pedro, este retrocedió. La silla se tambaleó. La risa de Paula no era burlona, sino cálida y encantadora—. ¿Te pongo nervioso, Pedro?
—Esa es una palabra demasiado amable para expresar lo que siento — apenas conseguía tomar aire a través de su garganta seca. Había convertido sus manos en puños que se retorcían como el nudo que sentía en el estómago—.
Paula, no quiero que echemos a perder lo que tenemos. El cielo sabe que no quiero que me desgarres el corazón.
Paula sonrió, sintiendo renacer la esperanza a través de sus propios nervios.
—¿Podría?
—Sabes que podrías. Probablemente y a hayas perdido la cuenta de todos los corazones que has roto.
Ya estaba allí otra vez, pensó Paula, invadida por la desilusión. Pedro todavía la veía, y probablemente siempre lo haría, como una sirena despreocupada que tentaba a los hombres para después deshacerse de ellos. No comprendía que era su corazón el que estaba en peligro, el que había estado en peligro desde el primer momento. Pero no permitiría que eso la detuviera, no podía. Aquella noche iba a pasarla con él. Se sentía demasiado fuerte para estar equivocada.
—Dime, profesor, ¿alguna vez has soñado conmigo? —camino hacia él y Pedro retrocedió. Permanecían ambos en las sombras, tras la luz de la lámpara—. ¿Alguna vez has permanecido despierto en la cama, preguntándote cómo sería?
Pedro estaba perdiendo terreno muy rápidamente. Su mente estaba tan llena de ella que ya no había espacio para nada más, salvo el deseo.
—Sabes que sí.
Otro paso y serían atrapados por un rayo de luna, tan blanco como la bata de Paula, e igualmente seductor.
—Y cuando sueñas en ello, ¿dónde estamos?
—No creo que eso importe —tenía que tocarla, no podía resistirlo, aunque solo fuera rozar su pelo—. Estamos solos.
—Ahora estamos solos —deslizó las manos por sus hombros para entrelazarlas detrás de su cuello—. Bésame, Pedro. Como me besaste la primera vez, cuando estábamos sentados en la hierba.
Pedro posó las manos en su pelo, con los dedos tensos como cables.
—No terminaré ahí, Paula. Esta vez no.
Paula curvó los labios mientras los alzaba hacia él.
—Tú solo bésame.
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