martes, 4 de junio de 2019

CAPITULO 7 (SEGUNDA HISTORIA)




—¿Posos del té? —le preguntó Pedro a Paula una vez que Coco abandonó el salón. 


—Será mejor que no te lo diga —resignada, se levantó—. Bueno, ¿empezamos con el recorrido?


—Sería una buena idea —la siguió al vestíbulo, y subieron luego por la escalera de caracol—. ¿Cómo te gusta que te llame? ¿Paula o Pau ?


—Responderé a cualquiera de los dos nombres —se encogió de hombros.


—Bueno, yo creo que son bastante distintos, evocan diferentes imágenes. Paula evoca una imagen de frialdad y formalidad. Pau… es más suave, más tierno —pensó que olía maravillosamente bien. Como a brisa fresca en un día de calor sofocante.


Ya en lo alto de las escaleras, se volvió para mirarlo.


—¿Qué tipo de imagen evoca Pedro?


Se quedó un escalón por debajo de ella, para que sus ojos quedaran a la misma altura.


—Dímelo tú.


Paula se dijo que aquel tipo tenía la sonrisa más engreída que había visto en toda su vida. 


Siempre que la usaba con ella, experimentaba un temblor que no podía ser más que de disgusto.


—¿Dodge City ? —inquirió con tono suave—. En la costa este no vemos muchos vaqueros —se volvió, y ya había dado un par de pasos por el pasillo cuando él la sujetó de un brazo.


—¿Siempre tienes tanta prisa?


—No me gusta perder el tiempo.


No la soltó mientras continuaron caminando.


—Lo tendré en cuenta.


«Dios mío, este lugar es fabuloso» , pensó Pedro al contemplar los artesonados de los techos, los dinteles esculpidos, las paredes forradas de madera de caoba. Se detuvo ante una vidriera en forma de arco, para acariciar el cristal esmerilado, policromo. Tenía que ser original, al igual que el suelo de madera de castaño y el estucado de las paredes. 


Ciertamente había grietas en los muros, algunas de ellas muy grandes. Aquí y allá el techo presentaba agujeros, y faltaban algunos pedazos de moldura. Constituiría todo un desafío devolverle a aquella casa su antigua gloria. Un desafío y un verdadero placer.


—Hace años que nadie usa esta parte de la casa —Paula abrió una puerta de madera de roble, labrada, y apartó una telaraña—. Por eso no la hemos calentado durante el invierno.


Pedro entró. El suelo crujió lúgubremente bajo sus botas. Faltaban dos de los pequeños cristales de las puertas de la terraza, que habían sido reemplazados con contrachapado. Los ratones se habían dado un festín con el rodapié. 


En el techo se podía ver un deteriorado fresco que representaba ángeles y amorcillos.


—Esta era la habitación de los invitados —le explicó Paula—. Felipe la reservaba para la gente a la que quería impresionar. Supuestamente aquí estuvieron varios miembros de la familia Rockefeller. Tiene su propio baño y su vestidor —empujó una puerta rota.


Ignorándola, Pedro se acercó a la chimenea de mármol negro. La pared, empapelada con seda, estaba oscurecida por el humo. La esquina astillada de la repisa le partió el corazón.


—¿Cómo habéis podido…?


—¿Perdón?


—¿Cómo habéis podido dejar que se deteriorara tanto un lugar como este? — la mirada que en esa ocasión le lanzó no fue ni seductora ni divertida. Fue de auténtica ira—. Una chimenea como esta es única en el mundo.


Ruborizada, contempló culpable la repisa de mármol.


—Bueno, yo no la rompí…


—Y mira estas paredes. El trabajo del estucado es una joya, un arte tan puro como una obra de Rembrandt. Un Rembrandt sí que lo cuidarías, ¿verdad?


—Por supuesto, pero…


—Al menos tuviste el buen sentido de no pintar la moldura —pasó de largo ante ella y entró en el cuarto de baño adjunto. Y se puso a maldecir—. Y estos baldosines, por el amor de Dios. Mira estas grietas.


—No entiendo lo que…


—Claro que no lo entiendes —se volvió hacia ella—. No tienes ni la más remota idea de lo que hay aquí. Esta casa es un monumento al arte de principios del siglo XX, y habéis dejado que se venga poco a poco abajo. ¿Ves esto? Son auténticas lámparas de gas.


—Sé perfectamente lo que son —le espetó Paula—. Puede que esta casa sea un monumento para ti, pero para mí es mi hogar. Hemos hecho todo lo posible para conservar los tejados. Si el estucado está roto es porque hemos tenido que concentrarnos en mantener en funcionamiento las calderas. Y si no
nos hemos preocupado de reparar los baldosines de una habitación que no usa nadie, es porque tuvimos que arreglar la fontanería de otra. Se te ha contratado para reformar, no para filosofar.


—Pierde cuidado, que haré las dos cosas por el mismo precio —extendió una mano hacia Paula. Asustada, retrocedió un paso.


—¿Qué estás haciendo?


—Tranquila, cariño. Tienes un hilo de telaraña en el cabello.


—Puedo quitármelo yo —dijo, tensándose cuando sintió sus dedos en el pelo —. Y no me llames «cariño» .


—Vaya mal genio. ¿Por qué no continúas enseñándome el resto de la casa?


—No sé para qué. No estás anotando nada de lo que ves.


Pedro bajó la mirada hasta sus labios, la detuvo allí por un instante y volvió luego a mirarla a los ojos.


—Me gusta echar un primer vistazo antes de empezar a preocuparme… por los detalles. Bueno —la tomó del brazo—. Sigamos con el recorrido.


Paula continuó enseñándole el ala oeste, haciendo todo lo posible por guardar las distancias. Pero Pedro tenía tendencia a acercarse demasiado, interponiéndose siempre cuando iba a salir de una habitación, acorralándola contra una esquina, volviéndose de pronto hacia ella.


Estaban en la torre del oeste cuando, por tercera vez, Paula tropezó con él.


—Me gustaría que dejaras de hacer eso.


—¿Hacer qué?


—Estar siempre en medio. En mi camino.


—Eres tú la que siempre tiene demasiada prisa. Parece que, en vez de valorar el lugar donde estás, siempre quieras ir a alguna otra parte.


—Más filosofía barata —rezongó Paula, acercándose a la ventana en forma de arco que daba a los jardines.


Se veía obligada a admitir que aquel hombre la molestaba, la afectaba a un nivel básico, profundo. Quizá fuera su envergadura: aquellas enormes espaldas y aquellas manos anchas, gigantescas. O aquella desproporcionada estatura. Estaba acostumbrada a relacionarse de igual a igual con los hombres.


O tal vez fuera su voz ronca, lenta, perezosa, tan engreída y pagada de sí misma como su sonrisa. O la manera que tenía de mirarla, detenida, insistente, con un cierto brillo de diversión. Fuera lo que fuera, tendría que aprender a soportarlo y superarlo.


—Esta es la última parada —le dijo—. La idea de Teo es convertir esta torre en un comedor, de ambiente más íntimo que el del piso bajo. Aquí deberían caber holgadamente cinco mesas para dos personas, con vistas a los jardines y a la bahía.


Se volvió mientras hablaba, y un rayo del sol del atardecer entró por la ventana creando un maravilloso halo en torno a su cabello. La luz parecía filtrarse por aquellos mechones de color castaño claro, salpicándolos de oro.


Admirado por aquel efecto, con la mente en blanco, Pedro se la quedó mirando de hito en hito.


—¿Pasa algo?


—No —se acercó a ella.


Ya no había diversión alguna en sus ojos, sino algo mucho más peligroso.


Retrocedió un paso. Y otro más.


—Si no tienes ninguna pregunta más que hacerme sobre la torre, o sobre el resto del ala, creo que podríamos… —se interrumpió, sin aliento, cuando de repente Pedro le rodeó la cintura con un brazo, atrayéndola hacia sí—. ¿Qué diablos crees que estás haciendo?


—Evitar que repitas el mismo salto que hizo tu bisabuela —señaló la ventana que tenía a su espalda—. Si hubieras seguido retrocediendo, podrías haber atravesado ese cristal. Esas vidrieras no parecen muy resistentes.


—Vamos —pronunció, con el corazón acelerado.


Pero él no la soltó, sino que incluso acercó el rostro a su cabello, aspirando su perfume.


—Deberías habérmelo agradecido, Paula. Probablemente te haya salvado la vida.


Paula se dijo que su pulso podía estar dando alocados saltos, pero por nada del mundo se dejaría intimidar por aquel vaquero.


—Si no me sueltas ahora mismo, me temo que alguien tendrá que salvarte la tuya.


Pedro se echó a reír, encantado con su salida, y tentado de levantarla en brazos. Pero al momento siguiente, casi sin darse cuenta, se vio impulsado hacia atrás y aterrizó con el trasero en el suelo. Con una sonrisa de inmensa satisfacción, Paula inclinó la cabeza.


—Con esto concluye nuestro recorrido de esta tarde. Y ahora, si me disculpas… —dio media vuelta y se dispuso a salir.


Pero Pedro, desde donde estaba, la agarró de un tobillo. Paula apenas tuvo tiempo de soltar un grito antes de aterrizar también en el suelo, a su lado.


—¡Oh…! ¡Bruto! —le espetó, enfadada, y se apartó el cabello de los ojos.


—Lo que es bueno para el ganso es bueno para la gansa —le alzó la barbilla con un dedo—. Más filosofía barata. Te mueves muy rápido, Paula, pero tienes que recordar no perder nunca de vista tu objetivo.


—Si fuera un hombre…


—Entonces no sería ni mucho menos tan divertido —riendo, le dio un rápido beso, y se dedicó a disfrutar de su azorada reacción—. Vaya. Creo que se impone repetir esto…


Paula habría terminado por empujarlo. Estaba absolutamente segura de ello. A pesar del ardor que le recorría la espalda. A pesar de la melaza derretida, en vez de sangre, que parecía correr por sus venas. Lo habría empujado, e incluso había levantado una mano con esa intención… cuando unos pasos resonaron en los escalones de hierro que llevaban a la torre.




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