martes, 30 de julio de 2019

CAPITULO 8 (QUINTA HISTORIA)




—Ten corazón, Amelia —dijo Paula, que se había topado con su cuñada en cuanto volvió a Las Torres—. Solo quiero ver mi despacho para irme acostumbrando.


Amelia levantó la cabeza con desdén. Estaba sentada en su mesa, examinando unos papeles.


—Es horrible cuando todo el mundo está ocupado y tú no, ¿verdad?


Paula dejó escapar un suspiro de esperanza.


—Horrible.


—Samuel quiere que te tomes un descanso —dijo Amelia, y se rio al ver que Paula cerraba los ojos con impaciencia—. Pero, ¿él qué sabe?


Se levantó y rodeó la mesa.


—Ven, tu despacho está aquí al lado —dijo, y la acompañó hasta otra puerta de madera labrada—. Creo que tienes todo lo que necesitas. Pero si nos hemos olvidado de algo, dímelo.


Algunas mujeres sienten cierta excitación al entrar en unos grandes almacenes.


Otras al oír descorchar una botella de champán a la luz de una vela. A Paula, era la visión de un despacho bien ordenado y equipado lo que le causaba aquel temblor de excitación.


Y allí tenía todo lo que podía desear.


La mesa era espléndida, de nogal, encerada, con un sillón de cuero claro. Sobre una mesa auxiliar, tenía un teléfono multilínea y un ordenador.


Le dieron ganas de dar saltos de alegría.


Los muebles archivadores eran de madera y todavía olían a aceite de limón. Los tiradores, de cobre, brillaban con la luz del sol que entraba a través de las grandes ventanas. La alfombra persa tenía un color rosado que hacía juego con la tapicería de las sillas. Había estanterías llenas de archivadores y una mesa auxiliar de madera con una cafetera, fax y fotocopiadora.


El encanto del viejo mundo y la moderna tecnología reunidas para proporcionar la mayor eficacia.


—Amelia, es perfecto.


—Sabía que te iba a gustar —dijo Amelia—. No puedo decir que sienta librarme de la contabilidad. Hay trabajo para ocupar toda la jornada. Todo está agrupado por secciones: ingresos, facturas de gastos, pagos a crédito, préstamos, etcétera —dijo, y abrió un cajón archivador para demostrárselo.


Paula, que era muy ordenada, sintió una gran satisfacción al ver las carpetas organizadas por colores y orden alfabético.


—Maravilloso. Y nada de cajas de cigarros.


Amelia la miró con vacilación, luego cayó en la cuenta y se rio.


—Ya veo que has visto el sistema de archivos de Hernan.


Paula, que se sentía muy cómoda con Amelia, dio unos golpecitos en su cartera.


—Aquí está su sistema de archivos —dijo, e, incapaz de resistirlo por más tiempo, se sentó en su silla—. Pero esto está mucho mejor. No sé cómo darte las gracias por dejar que me una al equipo.


—No seas tonta, eres de la familia. Además, puede que dentro de dos semanas, cuando sepas el caos que hay aquí, no te apetezca tanto darme las gracias. No puedo decirte cuántas interrupciones… —dijo Amelia, y se interrumpió al oír que la llamaban—. ¿Lo ves?


Fue a abrir la puerta.


—Estoy aquí, Chaves.


Teo y Samuel irrumpieron en la habitación cubiertos de polvo.


—Creía que estabais tirando un tabique —les dijo Amelia.


—Y eso hacíamos, aparte de llevarnos unos muebles viejos para tirar. Mira lo que hemos encontrado.


Amelia examinó lo que le enseñaban.


—Un libro antiguo. Es maravilloso, cariño. Ahora, ¿por qué no seguís jugando a las casitas?


—No es un libro —dijo Teo—. Es el libro de contabilidad de Felipe del año 1913.


—Oh —exclamó Amelia, agarrando el libro.


Paula, presa de la curiosidad, se acercó junto a ellos.


—¿Es importante?


—Es del año en que murió Bianca —dijo Samuel—. Conoces la historia, ¿verdad, Pau? La historia de cómo se vio Bianca atrapada en un matrimonio interesado y sin amor. Luego conoció a Christian Bradford y se enamoró. Decidió huir con él y llevarse a los niños, pero Felipe se enteró. Discutieron en la Torre y se cayó por la ventana.


—Y él destruyó todo lo que le pertenecía —dijo Amelia con la voz tensa por la emoción—. Todo… su ropa, sus joyas, sus cuadros. Todo menos las esmeraldas, y solo porque ella las había escondido. Es lo único que nos queda, y el retrato que le hizo Bradford —dijo—. Supongo que es una ironía del destino que ahora también tengamos esto. Un libro donde él anotó sus perdidas y ganancias.


—Los márgenes están llenos de notas —dijo Teo—. Casi parece un diario breve.



Amelia frunció el ceño y leyó en voz alta:
La cocina estaba demasiado sucia. Despedido al cocinero, muy blando con el personal. Compra de gemelos de diamante. Más vistosos que los de J. P. Getty.
Los llevaré a la ópera.


Después de leer, dejó escapar un largo suspiro.


—Demuestra la clase de hombre que era, ¿verdad?


—Nena, no te lo habría traído si llego a saber que iba a molestarte tanto.


Amelia negó con la cabeza.


—No, la familia querrá leerlo —dijo y dejó caer el brazo—. Le estaba enseñando a Paula sus nuevos dominios.


—Ya lo veo —dijo Samuel, frunciendo el ceño—. ¿Y qué pasa con los días de descanso?


—Así es como yo descanso —respondió Paula—. ¿Así que por qué no os vais y me dejáis descansar? —dijo con una sonrisa.


—Excelente idea —dijo Amelia, dándole un beso a su marido y empujándolo—. Largo de aquí.


Cuando se alejaban, sonó el teléfono de Amelia.


—Si quieres algo, llámame —dijo y se metió en su despacho.


Paula cerró la puerta. Se frotó las manos de emoción al acercarse a su mesa para abrir la cartera. Le enseñaría a Pedro Alfonso el verdadero significado de la palabra orden.







No hay comentarios:

Publicar un comentario