domingo, 26 de mayo de 2019

CAPITULO 15 (PRIMERA HISTORIA)




Pedro no sonreía cuando al fin aquella tarde consiguió escapar de Las Torres.


Coco había insistido en mostrarle cada centímetro húmedo de las bodegas, para luego atraparlo durante dos horas con álbumes de fotos.


Había sido divertido contemplar fotos de Paula de bebé, observar su crecimiento de niña a mujer. Había sido increíblemente bonita con trenzas y sin un diente.


Durante la segunda hora, comenzaron a sonar las campanas de alarma. Coco había comenzado a sonsacarle con poca sutileza lo que pensaba sobre el matrimonio, los hijos y las relaciones. Fue entonces cuando se dio cuenta de que detrás de los ojos suaves y húmedos de esa mujer funcionaba un cerebro agudo y calculador.


No intentaba vender la casa, sino subastar a una de sus sobrinas. Y al parecer la candidata principal era Paula y él había sido seleccionado como el mejor postor. Decidió que a las mujeres Chaves les esperaba un despertar brusco. Iban a tener que buscar un candidato apropiado en otra parte del mercado matrimonial. Le deseó suerte al pobre incauto.


Y se prometió que los Alfonso tendrían la casa. 


La iban a conseguir sin que de por medio hubiera ningún velo nupcial.


Con furia controlada, bajó por el empinado y serpenteante camino de acceso.


Al oír el sonido de su propia voz hablando consigo mismo, decidió que iba a dar un paseo largo que lo calmara. Quizá hasta el Parque Nacional Acadia, donde Lila trabajaba como naturalista. «Divide y conquistarás» , pensó. Se
encontraría con cada una de ellas en su espacio laboral y allí agitaría sus hermosas cadenas.


«Lila parece receptiva» , reflexionó. Cualquiera de ellas lo sería más que Paula. Amaelia daba la impresión de ser sensata. Estaba convencido de que Susana era una mujer razonable.


¿Qué había salido mal con la hermana número cuatro?


Pero descubrió que se encaminaba al pueblo, más allá del negocio de jardines de Susana y del Bay Watch Hotel. Al poner rumbo al taller de Paula... se dijo que eso era lo que en todo momento había querido hacer.


Empezaría con ella, la espina más puntiaguda que tenía clavada en el costado.


Y cuando terminara, a Paula no le quedaría ilusión alguna de atraparlo para el matrimonio.


Hector subía a la grúa cuando Pedro bajó del BMW.


—Hola —sonriendo, Hector se llevó la mano a la visera de su gorra gris—. La jefa está dentro —cerró la puerta y sacó la cabeza por la ventanilla, dispuesto a charlar.


Por algún motivo, Pedro descubrió que se fijaba de verdad en él. Era joven, probablemente de unos veinte años, con una cara redonda y abierta, fuerte acento del este y un pelo de color pajizo que salía disparado en todas direcciones.


—¿Hace mucho que trabajas para Paula.?


—Desde que le compró el taller al viejo Pete. Hace unos tres años. Sí. Casi tres años. No quiso contratarme hasta que terminé el instituto. Es graciosa.


—¿Sí?


—En cuanto se le mete una abeja en la gorra, no hay manera de echarla — con la cabeza indicó el taller—. Hoy está bastante susceptible.


—¿Eso es poco habitual?


Hector rio entre dientes y puso la radio.


—No puedo decir que ladre y no muerda, porque la he visto morder en un par de ocasiones. Nos vemos.


—Claro —cuando entró, Paula se hallaba enterrada hasta la cintura en el capó de un sedán último modelo. Tenía puesta la radio, pero esa vez eran sus caderas las que seguían el ritmo—. Perdone —comenzó, luego recordó que y a habían pasado por lo mismo. Se acercó y le tocó el hombro.


—Si espera un… —pero giró la cabeza lo suficiente para ver la corbata. Ese día no era marrón, sino azul. No obstante, estaba segura de quién era el dueño—. ¿Qué quiere?


—Creo que se trata de un cambio de lubricante.


—Oh —volvió a dedicarse a cambiar unas bujías de encendido—. Bueno, déjelo fuera, las llaves en el banco y ya lo revisaré. Estará listo a las seis.


—¿Siempre se ocupa de sus negocios de forma tan casual?


—Sí.


—Si no le importa, creo que retendré mis llaves hasta que esté menos distraída.


—Como guste —pasaron dos minutos de vibrante silencio rotos solo por la predicción de la radio de tormenta para esa tarde—. Mire, si piensa quedarse aquí de pie, ¿por qué no hace algo útil? Métase en el coche y arránquelo.


—¿Arrancarlo?


—Sí, ya sabe, gire la llave y pise el pedal —ladeó la cabeza y se apartó el pelo con un soplido—. ¿Cree que podrá conseguirlo?


—Es probable —no era exactamente lo que había tenido en mente, pero rodeó el coche hasta el asiento del conductor. Notó que había algo rosa y pegajoso en la alfombrilla. Se metió dentro y giró la llave. El motor arrancó y ronroneó, con un sonido que le pareció bueno. 


Aunque Paula no estuvo de acuerdo, y a que se puso a realizar unos ajustes—. Suena bien —señaló Pedro.


—No, hay un intervalo.


—¿Cómo puede oír algo con el estruendo de la radio?


—¿Cómo puede usted no oírlo? Mejor —murmuró—. Mejor.


Curioso, bajó para inclinarse por encima del hombro de ella.


—¿Qué hace?


—Mi trabajo —movió los hombros con gesto irritado, como si tuviera un picor entre los omóplatos—. Retírese, ¿quiere?


—Solo expreso una curiosidad normal —sin pensarlo, apoyó con ligereza una mano en la espalda de ella y se adelantó más. Paula se sobresaltó, sintió un aguijonazo de dolor y maldijo como un marinero.


—Déjeme ver —tomó la mano que ella agitaba.


—No es nada. Suélteme, ¿quiere? Si no hubiera estado en mi camino, la mano no me habría resbalado.


—Pare de bailar y déjeme ver —le aferró la muñeca con firmeza y examinó los nudillos lastimados. La leve mancha de sangre por debajo de la grasa le provocó un agudo y ridículo sentido de culpabilidad—. Necesitará que la curen.


—Es solo un arañazo —«Dios, ¿por qué no le soltaba la mano?» —. Lo que necesito es acabar este trabajo.


—No se comporte como un bebé —comentó con suavidad—. ¿Dónde está el botiquín de primeros auxilios?


—En el baño, y yo sola puedo hacerlo.


Sin prestarle atención ni soltarle las muñecas, rodeó el vehículo para apagar el motor.


—¿Dónde está el baño?


Con un gesto brusco indicó el pasillo que separaba la oficina del taller.


—Si deja las llaves de su…


—Dijo que era mi culpa que se lastimara la mano, así que asumo la responsabilidad.


—Me gustaría que dejara de hacerme dar vueltas —pidió cuando la condujo hacia el pasillo.


—Entonces mantenga el ritmo —de un empujón abrió una puerta que daba a un baño con azulejos blancos del tamaño de un armario. Sin hacer caso a las protestas de ella, sostuvo su mano bajo el chorro de agua fría. Las dimensiones del cuarto hacían que estuvieran con las caderas pegadas. Ambos se esforzaron por soslayar eso mientras él tomaba el jabón y, con sorprendente delicadeza, comenzaba a lavarle la mano—. No es profundo —indicó, molesto por tener la garganta seca.


—Le dije que solo era un arañazo.


—Los arañazos se infectan.


—Sí, doctor.


Con una réplica en la punta de la lengua, alzó la vista. Se la veía muy bonita con grasa en la punta de la nariz y la boca con un mohín infantil.


—Lo siento —se oyó decir, y la petulancia se desvaneció de los ojos de ella.


—No ha sido culpa suy a —para no estar quieta, abrió el espejo del armario que había sobre el lavabo y sacó el botiquín—. Puedo ocuparme yo, de verdad.


—Me gusta acabar lo que empiezo —le quitó el botiquín de las manos y encontró el antiséptico—. Supongo que debería decir que esto le va a picar.


—Ya sé que pica —soltó un siseo contenido cuando él limpió el corte. Automáticamente se inclinó para soplar, lo mismo que hizo él. Sus cabezas chocaron. Se frotó el golpe con la mano libre y rio—. Formamos un equipo horrible.




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