miércoles, 22 de mayo de 2019
CAPITULO 3 (PRIMERA HISTORIA)
Se detuvo en el exterior del edificio de madera blanca con coches en el aparcamiento. El letrero sobre las puertas abiertas del taller ponía Automoción P. P.. Justo debajo del título, que a Pedro le resultó ostentoso, había un ofrecimiento de grúa las veinticuatro horas, reparación completa de vehículos extranjeros y nacionales y presupuesto sin compromiso.
A través de las puertas le llegó el sonido de música de rock. Suspiró al entrar.
Su BMW tenía el capó levantado y un par de botas sucias se asomaban por debajo del coche.
El mecánico movía los talones de las botas al ritmo de la música estrepitosa. Con el ceño fruncido, Pedro miró alrededor de la zona dedicada al taller. Olía a grasa y a madreselva, una combinación ridícula. El lugar era un caos sucio de herramientas y repuestos.
En la pared había un cartel que estipulaba que no se aceptaban cheques.
Otros exponían los servicios que proporcionaba el taller y sus precios. Pedro supuso que eran razonables, pero no tenía vara con que medirlos. Contra una pared había dos máquinas expendedoras; una ofrecía refrescos y la otra comida basura. Una lata de café contenía cambio que los clientes tenían libertad para recurrir o contribuir a él. « Un concepto interesante» , pensó.
—Perdón —dijo. Las botas siguieron marcando el ritmo—. Perdón —repitió, más alto. La música incrementó el tempo, imitada por las botas. Pedro tocó una con el zapato.
—¿Qué? —la respuesta que le llegó era amortiguada e irritada.
—Me gustaría saber cómo va mi coche.
—Póngase a la cola —se oyó el golpe de una herramienta y una maldición.
Pedro enarcó las cejas y luego las frunció de un modo que hacía temblar a sus subordinados.
—Al parecer y a soy el primero.
—En este momento se encuentra por detrás del coche de este idiota. Dios me salve de los esnobs ricos que compran un coche como este y no se molestan en averiguar la diferencia entre un carburador y una llave para cambiar ruedas. Aguarde un minuto, amigo, o hable con Hector. Anda por alguna parte.
Pedro iba varias oraciones por detrás de « idiota» .
—¿Dónde está el dueño?
—Ocupado. ¡Hector! —la voz del mecánico se alzó en un rugido—. Maldita sea. ¡Hector! ¿Adónde diablos se habrá ido?
—No lo sé —Pedro se acercó hasta la radio y la apagó—. ¿Sería mucho pedirle que saliera de debajo del coche y me informara del estado en el que se encuentra mi coche?
—Sí —desde su sitio bajo el BMW, P. P. estudió los zapatos italianos y de inmediato le desagradaron—. En este momento ando con las manos llenas. Si tiene tanta prisa, puede bajar y prestarme una de las suyas o dirigirse hasta el taller de McDermit, en Northeast Harbor.
—No puedo conducir, y a que usted está bajo mi coche —aunque la idea era tentadora.
—¿Es suyo? —P. P. ajustó unos pernos. El tío exhibía un acento refinado de Boston a juego con los zapatos—. ¿Cuándo fue la última vez que le hizo una puesta a punto?
—Yo no…
—No me cabe ninguna duda —en la voz ronca se notó una satisfacción seca que crispó a Pedro—. ¿Sabe?, no se compra simplemente un coche, sino una responsabilidad. Mucha gente no gana al año lo que cuesta el suyo. Con un cuidado y mantenimiento razonables, este cacharro podría llegar hasta sus nietos.
Los coches no son artículos desechables. La gente los hace de esa manera porque es demasiado perezosa o estúpida para ocuparse de lo básico. Tendría que haberle cambiado el lubricante hace seis meses.
Los dedos de Pedro tamborilearon sobre el costado del maletín.
—Joven, se le paga para ocuparse de mi coche, no para darme discursos sobre la responsabilidad que tengo hacia él —en un hábito tan arraigado como respirar, miró la hora—. Y ahora me gustaría saber cuándo lo voy a tener listo, y a que me esperan varias citas.
—El discurso es gratis —P. P. impulsó la camilla fuera de debajo del coche —. Y no soy su joven.
Eso le resultó bastante obvio. Aunque la cara estaba manchada y el pelo oscuro cortado con un estilo varonil, el cuerpo enfundado en un peto grasiento era decididamente femenino. Cada centímetro. Rara vez Pedro no sabía qué decir,
pero en ese instante se quedó quieto, mirando fijamente a P. P. cuando esta se levantó de la camilla para encararlo mientras hacía oscilar una llave inglesa en la mano.
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