miércoles, 22 de mayo de 2019

CAPITULO 5 (PRIMERA HISTORIA)




La tía Coco se hallaba concentrada colocando las rosas del invernadero en dos de los jarrones de Dresde que aún había que vender. Mientras trabajaba, tarareaba un éxito de rock. Como el resto de las mujeres Chaves, era alta, y le gustaba pensar que su figura, que solo había engordado un poco en la última década, tenía un aspecto majestuoso.


Se había vestido y peinado con cuidado para la ocasión. Esa semana llevaba el pelo corto y teñido de rojo, algo que la complacía enormemente. Para Coco, la vanidad no era un pecado ni un defecto de carácter, sino el deber sagrado de una mujer. El rostro, que se sostenía a la perfección gracias al lifting al que lo había sometido seis años atrás, estaba maquillado de forma escrupulosa. De las orejas colgaban sus mejores perlas, las mismas que le rodeaban el cuello. Con un rápido vistazo al espejo del vestíbulo, decidió que el vestido negro era dramático y elegante. Las sandalias que llevaba sonaban satisfactoriamente sobre el suelo de nogal y la hacían llegar al metro ochenta.


Con su figura imponente y, desde luego, real, fue de una habitación a otra para comprobar por enésima vez cada detalle. Sus chicas quizá se mostraran un poco molestas porque hubiera invitado a alguien sin mencionarlo. Pero siempre podía achacarlo a su distracción. Algo que hacía siempre que le convenía.


Coco era la hermana menor de Jeremias Chaves, quien se había casado con Deliah Brady y tenido cuatro hijas. Jeremias y Deliah, a la que Coco había querido mucho, habían muerto quince años atrás cuando su avión privado había caído en el Atlántico.


Desde entonces, se había esforzado en ser padre, madre y amiga de sus hermosas y pequeñas huérfanas. Viuda durante casi veinte años, Coco era una mujer arrebatadora con una mente retorcida y un corazón de la consistencia de la crema de malvaviscos. Quería, y estaba decidida a tener, lo mejor para sus chicas. Sin importar que a ellas les gustara o no. Con el interés que mostraba Pedro Alfonso por Las Torres, vio una oportunidad.


Le importaba un bledo que comprara esa casa más parecida a una fortaleza.


Aunque solo Dios sabía el tiempo que podrían retenerla, con los impuestos, los gastos de mantenimiento y las facturas de calefacción. En lo concerniente a ella, Pedro Alfonso III podía quedársela o dejarla. Pero tenía un plan.


Sin importar la decisión que adoptara en lo referente a la casa, iba a perder la cabeza por una de las chicas. No sabía por cuál. Había probado con la bola de cristal, pero aún no se le había ocurrido un nombre.


Pero lo sabía. Lo había sabido nada más llegar la primera carta. El chico se iba a llevar a una de sus chicas para brindarle una vida de amor y lujo. No iba a permitir que ninguna de ellas tuviera lo uno sin lo otro.


Suspiró y arregló la vela en el candelabro Lahque. Ella había podido brindarles amor, pero no lujo… Si Jeremias y Deliah hubieran seguido con vida, las cosas habrían sido diferentes. Sin duda Jeremias habría sido capaz de salir de las
dificultades financieras que había estado sufriendo. Con su inteligencia y la persistencia de Deliah, habría sido algo muy temporal.


Pero no habían vivido y el dinero se había convertido en un problema creciente. Cómo odiaba tener que vender pieza a pieza la herencia de las chicas con el fin de mantener el techo en mal estado que tanto amaban sobre sus cabezas.


« Quizá sea Susana» , pensó, ahuecando los cojines del sofá del salón. La pobre tenía el corazón roto por el canalla inútil con el que se había casado. Tensó los labios. Pensar que las había engañado a todas. ¡Incluso a ella! Había hecho desgraciada la vida de su pequeña, para luego divorciarse y casarse con aquel bombón que era todo pecho.


Suspiró disgustada y alzó unos ojos pequeños hacia la escayola agrietada del techo. Iba a tener que comprobar que Pedro encajara como padre de los dos hijos de Susana. Y si no era así…


Estaba Lila, un hermoso espíritu libre. Lila necesitaba a alguien que supiera apreciar la mente vivaz y el estilo excéntrico que tenía. Alguien que la cuidara y la asentara solo un poco. Coco no toleraría a nadie que tratara de apagar la inclinación mística de su querida pequeña.


Quizá sería Amelia. Arregló una cortina para que tapara un agujero de ratón. La terca y pragmática Amelia. ¡Qué pareja formarían! El hombre de negocios de éxito y su mujer. Pero él debería tener un lado más blando, que reconociera que Amelia necesitaba cuidados, al igual que respeto. Aunque ni ella
misma lo reconociera.


Con un suspiro satisfecho, fue del salón al comedor, luego a la biblioteca y de allí al estudio.


Luego estaba P. P. Movió la cabeza al tiempo que arreglaba un cuadro para que tapara en su mayor parte las manchas del viejo papel de seda de la pared.


Esa niña había heredado en abundancia la terquedad de los Chaves. Una adorable joven que desperdiciaba su vida manipulando motores y bombas de gasolina. Que el cielo las protegiera.


Resultaba dudoso que un hombre como Pedro Alfonso III fuera a interesarse en una mujer que pasaba todo su tiempo debajo de un coche. 


Aunque con veintitrés años P. P. era la pequeña de la familia. Consideraba que disponía de tiempo más que suficiente para encontrarle un marido a su pequeña.


Decidió que el escenario estaba preparado. Y faltaba poco para que el señor Alfonso entrara en el Primer Acto.



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