jueves, 23 de mayo de 2019
CAPITULO 7 (PRIMERA HISTORIA)
« Vaya situación», decidió Pedro. Respondió a la conversación social de Coco mientras la Reina de las Amazonas, tal como había comenzado a pensar en P. P. … se sentaba en el viejo sofá, moviendo una pierna y lanzándole dagas por los ojos. Por lo general se habría disculpado y habría vuelto a Boston para pasarle todo el negocio a sus agentes. Pero hacía mucho tiempo que no se enfrentaba a un verdadero desafío. Pensó que tal vez necesitara ese para recuperar el brío.
El lugar en sí mismo era asombroso… casi en ruinas. Desde el exterior parecía una mezcla de mansión de campo inglesa con el castillo de Drácula.
Torres y minaretes de piedra gris se alzaban hacia el cielo. Las gárgolas, una de las cuales se hallaba decapitada, sonreían con expresión perversa en sus parapetos. Todo eso parecía coronar una casa de granito de tres plantas, con porches y balcones. Sobre el rompeolas se había construido una pérgola. El rápido vistazo que Pedro había podido lanzarle había provocado imágenes de una casa de baños romana, por razones que no lograba comprender.
Tendría que haber sido fea. De hecho, tendría que haber sido espantosa. Sin embargo, no lo era. Resultaba desconcertante, atractiva.
El modo en que el cristal de las ventanas centelleaba como agua de un lago bajo el sol, las flores por doquier agitadas por la brisa, la hiedra que subía con paciencia por esas paredes de granito. No había sido difícil, ni siquiera para un hombre de mente pragmática, imaginar veladas para tomar el té en los jardines.
Las mujeres flotando sobre el césped con sus pamelas y vestidos de organdí, mientras se escuchaba la música de arpas y violines.
Y además estaba la vista, que incluso en el breve trayecto desde el coche hasta la entrada principal lo había dejado sin habla.
Pudo comprender por qué su padre había querido comprar la casa y se hallaba dispuesto a invertir los cientos de miles de dólares que harían falta para restaurarla.
—¿Más té, Pedro? —inquirió Coco.
—No, gracias —le regaló una sonrisa cautivadora—. Me pregunto si podría recorrer la casa. Lo que he visto hasta ahora es fascinante.
P. P. emitió un bufido que Coco fingió no oír.
—Desde luego, será un placer mostrársela —se levantó y, con la espalda hacia Pedro, miró a su sobrina sin parar de mover las cejas—. P. P.… ¿no deberías volver al trabajo?
—No —se incorporó y con un brusco cambio de táctica, sonrió—. Yo acompañaré al señor Alfonso, tía Coco. Ya casi es hora de que los niños vuelvan del colegio.
Coco miró el reloj que había en la repisa, que semanas antes se había parado a las once menos veinticinco.
—Oh, bueno…
—No te preocupes por nada —se dirigió hacia la puerta y con gesto imperioso le indicó a Pedro que la siguiera—. ¿Señor Alfonso? —marchó delante de él por el pasillo y luego por una escalera—. Empezaremos por arriba, ¿le parece? —sin mirar atrás, continuó, convencida de que él se pondría a jadear en el tercer tramo.
Quedó decepcionada.
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