jueves, 23 de mayo de 2019
CAPITULO 6 (PRIMERA HISTORIA)
La puerta delantera se cerró con fuerza. Coco hizo una mueca, y a que sabía que la vibración movería los cuadros y las vajillas. Avanzó por el laberinto de habitaciones sin dejar de arreglar esto y aquello a medida que marchaba.
—¡Tía Coco!
Esta alzó la mano en un gesto automático para darse una palmadita en el pecho. Era la voz de P. P.… y llena de furia. Se preguntó qué habría pasado para encender de esa manera a la muchacha. Adoptó su mejor sonrisa.
—Voy, querida. Todavía no te esperaba en casa. Es una… —calló al ver a su sobrina, lista para pelear con sus vaqueros rotos y en camiseta, con manchas de grasa aún en la cara y las manos cerradas a la altura de las caderas. Y el hombre que había detrás de ella… el hombre al que reconoció como su posible sobrino político—. Sorpresa —concluyó, y volvió a poner la sonrisa en su sitio—. Vaya, señor Alfonso, es magnífico —avanzó con la mano extendida—. Soy la señora McPike.
—Encantado.
—Es tan agradable conocerlo al fin. Espero que haya tenido un viaje placentero.
—Ha sido… interesante.
—Lo cual resulta mejor que placentero —le palmeó la mano antes de soltarla, aprobando su mirada segura y voz bien modulada—. Por favor, pase. Quiero que empiece y a a sentirse como en su casa. Iré a preparar un poco de té para todos.
—Tía Coco —intervino P. P. en voz baja.
—Sí, querida, ¿preferirías otra cosa en vez de té?
—Quiero una explicación, y la quiero ahora.
A Coco el corazón le martilleó un poco, pero le dedicó a su sobrina una sonrisa abierta y algo curiosa.
—¿Explicación? ¿Por qué?
—Quiero saber qué diablos hace él aquí.
—¡Paula! —reprendió su tía—. Tus modales… son uno de mis pocos fallos. Venga, señor Alfonso, ¿o puedo llamarlo Pedro?, debe estar un poco agotado después del trayecto en coche. Mencionó que había sido en coche, ¿verdad? ¿Por qué no vamos a sentarnos al salón? —lo guió mientras hablaba—. Un clima maravilloso para viajar en coche, ¿no es cierto?
—Un momento —P. P. se plantó en su camino—. Un momento. Un momento. No vas a acomodarlo en el salón, con té y tu conversación social. Quiero saber por qué lo invitaste a venir.
—P. P. —Coco suspiró con exageración—. Los negocios son más agradables y prósperos para todas las partes involucradas cuando se conducen en persona, en una atmósfera relajada. ¿No está de acuerdo, Pedro?
—Sí —le sorprendió tener que contener una sonrisa—. Sí lo estoy.
—Ya está.
—No des un paso más —alargó ambas manos—. No hemos acordado vender la casa.
—Desde luego que no —repuso su tía con paciencia—. Por eso ha venido Pedro. Para que podamos discutir todas las opciones y posibilidades. Deberías subir a refrescarte antes de tomar el té, P. P. Tienes grasa de motor, o lo que sea, en la cara.
—¿Por qué no se me informó de que venía? —se la frotó con el dorso de la mano.
Coco parpadeó y trató de dejar los ojos un poco desenfocados.
—¿Decírtelo? Por supuesto que te lo dije. No me habría atrevido a invitar a alguien sin informároslo a todas vosotras.
—No me lo dijiste —insistió con expresión rebelde.
—Vamos, P. P.… yo… —Coco frunció los labios, sabiendo, después de practicar ante el espejo, que le daba una expresión de desconcierto—. ¿No? ¿Estás segura? Habría jurado que os lo conté a ti y a las chicas en cuanto recibí la aceptación del señor Alfonso.
—No —aseveró con rotundidad.
—Santo cielo —Coco se llevó las manos a las mejillas—. Qué terrible, de verdad. Debo disculparme. Después de todo, esta es tu casa, tuya y de tus hermanas. Jamás abusaría de vuestra buena naturaleza y hospitalidad…
La culpabilidad comenzó a carcomer a P. P.
—Es tu casa tanto como nuestra, tía Coco. Lo sabes. No tienes que pedirnos permiso para invitar a alguien que te guste. Es simplemente que deberíamos haber…
—No, no, es inexcusable —había parpadeado lo suficiente como para conseguir que los ojos le brillaran bien—. De verdad que lo ha sido. No sé qué decir. Me siento fatal por todo el incidente. Solo intentaba ayudar, pero…
—No hay nada de qué preocuparse —P. P. tomó la mano de su tía—. Nada en absoluto. Resultó un poco desconcertante al principio. Mira, ¿por qué no preparo yo el té para que tú puedas sentarte con… él?
—Eres tan dulce, querida.
P. P. musitó algo ininteligible al marcharse por el pasillo.
—Felicidades —murmuró Pedro, mirando a Coco con expresión divertida—. Ha sido una de las manipulaciones más delicadas que jamás he visto.
—Gracias —Coco puso cara radiante y enlazó el brazo con el de Pedro—. ¿Por qué no pasamos para mantener esa charla? —lo condujo a un sofá junto a la chimenea, sabiendo que los muelles no eran más que un recuerdo—. He de
disculparme por P. P. Tiene un humor incendiario pero un gran corazón.
—He de aceptar su palabra al respecto —inclinó la cabeza.
—Bueno, está aquí y eso es lo que importa —satisfecha consigo misma, se sentó frente a él—. Sé que Las Torres y su historia le resultarán fascinantes.
Pedro sonrió, pensando que sus ocupantes y a despertaban su fascinación.
—Mi abuelo —continuó ella, indicando el retrato de un hombre de labios finos y rostro severo que había encima de la repisa de madera de cerezo—. Él construyó esta casa en 1904.
—Exhibe un aspecto… formidable —comentó con cortesía al observar los ojos desaprobadores y el ceño fruncido.
—Desde luego —Coco rio con alegría—. Y tengo entendido que fue despiadado en su juventud. Solo recuerdo a Felipe Chaves como a un anciano tembloroso que discutía con las sombras. En 1945 lo metieron en una residencia, después de que tratara de pegarle un tiro al mayordomo por servir oporto malo. Estaba bastante loco… el abuelo —explicó—. No el mayordomo.
—Ya… veo.
—Vivió otros doce años en la residencia, lo cual lo aproximó a los noventa años. Los Chaves, o tienen vidas largas o mueren trágicamente jóvenes —cruzó sus largas piernas—. Conocí a su padre.
—¿A mi padre?
—Ciertamente. No bien. En nuestra juventud asistimos a algunas de las mismas fiestas. Recuerdo en una ocasión bailar con él en una fiesta en Newport. Era llamativamente atractivo, fatalmente encantador. Quedé rendida —sonrió—. Usted se parece mucho a él.
—Debió ser torpe para dejar que se escurriera así por entre sus dedos.
Un deleite puramente femenino centelleó en los ojos de ella.
—Tiene toda la razón —rio—. ¿Cómo está Pedro?
—Bien. Creo que si se hubiera percatado de la conexión existente, no me habría pasado el trato a mí.
Ella enarcó una ceja. Como mujer que seguía las páginas de sociedad y de rumores de forma religiosa, era bien consciente del divorcio complicado por el que pasaba Alfonso padre.
—¿El último matrimonio no prosperó?
En absoluto era un secreto, pero, no obstante, incomodó a Pedro.
—No. ¿Cuando hable con él le doy saludos de su parte?
—Por favor, hágalo —pensó que era un punto doloroso y lo soslayó con ligereza—. ¿Cómo es que se encontró con P. P.?
« El destino», pensó él, y a punto estuvo de decirlo.
—Me encontré necesitando sus servicios… o, mejor dicho, mi coche. No establecí de inmediato la relación entre Automoción P. P. y Paula Chaves.
—¿Quién podría culparlo? —comentó Coco con un gesto de la mano—. Espero que no haya sido… ah, intensa.
—Sigo con vida para hablar del tema. Es evidente que su sobrina no está convencida de vender.
—Así es —P. P. entró empujando un carrito del té, para detenerlo con brusquedad entre los dos sofás—. Y convencerme va a requerir algo más que un escurridizo relaciones públicas de Boston.
—Paula, no hay excusa ninguna para la grosería.
—No pasa nada —Pedro se recostó—. Empiezo a acostumbrarme a ella. ¿Todas sus sobrinas son tan… vehementes, señora McPike?
—Coco, por favor —murmuró—. Todas son mujeres encantadoras —al alzar la tetera, miró a P. P. con una expresión de advertencia—. ¿No tienes trabajo, querida?
—Puede esperar.
—Pero solo has traído servicio para dos.
—Yo no deseo nada —se acomodó sobre el apoyabrazos del sofá y cruzó los brazos.
—Bueno, entonces. ¿Leche o limón, Pedro?
—Limón, por favor.
Cruzando su larga pierna, con botas, P. P. los observó beber té y charlar de cosas sin importancia. « Una conversación inútil» , pensó con acritud. Era el tipo de hombre que desde la infancia había sido entrenado para sentarse en un salón y hablar de naderías.
Jugaría al squash, al polo, quizá al golf. Lo más probable era que tuviera manos como las de un bebé. Bajo ese traje a medida, su cuerpo sería blando y sin vida. Los hombres como él no trabajaban, no sudaban, no sentían.
Permanecía todo el día detrás de su escritorio, comprando y vendiendo, sin pensar jamás en las vidas que afectaba. En los sueños y esperanzas que creaba o destruía.
No iba a manipular la vida de ella. No iba a cubrir las paredes muy queridas y agrietadas con escayola y una capa de pintura brillante. No iba a convertir la vieja sala de baile en un club nocturno. No iba a tocar ni una sola madera del suelo desgastado.
Ella se encargaría de eso y de él.
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