viernes, 24 de mayo de 2019
CAPITULO 9 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro se asomó a una habitación atestada con cajas de muebles y vasijas rotas.
—¿Alguien ha repasado lo que hay aquí?
—Oh, algún día nos tocará —vio cómo una araña grande se alejaba de la luz—. Casi todos estos cuartos llevan más de cincuenta años cerrados… desde que mi bisabuelo se volvió loco.
—Felipe.
—Exacto. La familia solo utiliza las dos primeras plantas, y reparamos a medida que se hace necesario —pasó un dedo por una grieta de tres centímetros en la pared—. Supongo que se puede decir que si no lo vemos, no nos preocupa. Y el techo no se nos ha caído en la cabeza. Todavía —notó que él la estudiaba y sonrió—. Por aquí hay más —deseaba mostrarle la habitación donde había clavado plástico para cubrir las ventanas rotas.
Pedro caminó al lado de ella, con cuidado en un punto en que habían fijado unos tableros de madera en el suelo encima de un agujero. Una puerta alta y arqueada captó su atención, y antes de que P. P. pudiera detenerlo, tenía la mano en el picaporte.
—¿Adónde conduce esto?
—Oh, a ningún lado —comenzó, y maldijo cuando él la abrió. Se vieron invadidos por un fresco aire primaveral. Pedro salió a la estrecha terraza de piedra y se encaminó hacia los escalones de granito—. No sé cuán seguros son.
—Mucho más que el suelo del interior —comentó él por encima del hombro.
Con un juramento, P. P. cedió y subió detrás.
—Es fabuloso —murmuró Pedro al detenerse en el ancho corredor que había entre minaretes—. Realmente fabuloso.
Razón por la que P. P. no había querido que lo viera. Se mantuvo retrasada con las manos en los bolsillos mientras él se apoyaba y asomaba por encima de la pared de piedra que llegaba hasta la cintura.
Podía ver las profundas aguas azules de la bahía con los barcos que centelleaban en su superficie. El valle, brumoso y misterioso, se extendía como un cuento de hadas. Una gaviota, poco más que un borrón blanco, sobrevoló la bahía en dirección al mar.
—Increíble —el viento le agitó el pelo mientras avanzaba por el corredor, bajaba un tramo de escalones y ascendía otro. Desde allí veía el Atlántico, salvaje, azotado por el viento y maravilloso. El sonido de la interminable guerra que mantenía con las rocas de abajo reverberaba como el trueno. Pudo ver que
había puertas espaciadas a intervalos regulares, pero en ese momento no le interesaba el interior. Alguien, supuso que de la familia, había colocado sillas, mesas, macetas con plantas—. Es espectacular —se volvió hacia P. P.—. ¿Se acostumbra a esto?
—No —se encogió de hombros—. Terminas por volverte territorial.
—Es comprensible. Me sorprende que alguna de ustedes pase tiempo dentro.
Con las manos aún en los bolsillos, P. P. se reunió con él junto al muro.
—No es solo la vista. Es el hecho de que tu familia, generaciones enteras, estuvo aquí. Igual que la casa, que ha resistido el tiempo, el viento y el fuego —su rostro se suavizó al mirar abajo—. Los chicos están en casa.
Pedro bajó la vista para ver a dos figuras pequeñas correr por el césped en dirección a la pérgola. El sonido de su risa fue transportado por el viento.
—Alex y Jazmin —explicó ella—. Son los hijos de mi hermana Susana. También ellos han estado aquí —lo miró—. Eso significa algo.
—¿Qué piensa su madre sobre la venta?
P. P. apartó la cara al tiempo que la culpabilidad y la frustración luchaban por el control.
—Estoy segura de que usted ya se lo preguntará. Pero si la presiona —giró la cabeza con brusquedad y el cabello voló en torno a su cabeza—, si la presiona de cualquier manera, responderá ante mí. No dejaré que la vuelvan a manipular.
—No tengo intención de manipular a nadie.
—Los hombres como usted hacen una carrera de la manipulación —rio con amargura—. Si cree que se ha encontrado con cuatro mujeres desvalidas, señor Alfonso, vuelva a reflexionar. Las Chaves pueden cuidar de sí mismas, y de los suyos.
—No me cabe duda, en especial si sus hermanas son tan desagradables como usted.
P. P. entrecerró los ojos y cerró las manos.
Habría atacado en ese instante, pero a su espalda oyó su nombre en un susurro.
Pedro vio que una mujer salía por una de las puertas. Era tan alta como P. P. … pero esbelta, con un aura tan frágil que despertó su instinto protector incluso antes de darse cuenta. El pelo, que le llegaba hasta los hombros, era de un rubio pálido y lustroso, los ojos, del azul profundo de un cielo estival, emitían un aire de
ecuanimidad y serenidad, hasta que se miraba con más atención y en ellos se veía un corazón roto.
A pesar de la diferencia de color en el pelo, había un parecido en la forma de la cara, en los ojos y en la boca, que hizo que Pedro supiera que en ese momento conocía a una de las hermanas de P. P.
—Susana —P. P. se interpuso entre su hermana y Pedro, como para protegerla.
Susana sonrió, con una expresión tanto divertida como impaciente.
—La tía Coco me ha pedido que subiera —apoyó una mano en el brazo de P. P. para aplacarla—. Usted debe ser el señor Alfonso.
—Sí —aceptó la mano que ella le ofreció, y le asombró descubrir que era dura, fuerte y tenía callos.
—Soy Susana Chaves Dumont. ¿Va a quedarse con nosotras unos días?
—Sí. Su tía ha sido tan amable de invitarme.
—Bastante astuta —corrigió con una sonrisa mientras pasaba un brazo por los hombros de su hermana—. Creo que P. P. le ha ofrecido un recorrido parcial de la casa.
—Un recorrido fascinante.
—Será un placer continuarlo yo desde aquí —apretó levemente el brazo de su hermana—. La tía Coco necesita algo de ayuda abajo.
—No necesita ver nada más ahora —arguyó P. P.—. Pareces cansada.
—En absoluto. Pero lo estaré si la tía Coco me obliga a revisar toda la casa en busca de la bandeja Wedgwood para el pavo.
—Muy bien —le lanzó una mirada fulminante a Pedro—. No hemos terminado.
—Bajo ningún concepto —convino y sonrió para sí mismo cuando ella se marchó cerrando la puerta con fuerza—. Su hermana tiene una personalidad muy… comunicativa.
—Es una pendenciera —indicó Susana—. Todas lo somos, en las circunstancias adecuadas. La maldición de los Chaves —giró la cabeza al oír el sonido de las risas de sus hijos—. No es una decisión fácil, señor Alfonso, sea cual fuere la que se tome. Como tampoco es, para ninguna de nosotras, una decisión de negocios.
—Eso he entendido. Para mí ha de ser una de negocios.
Ella sabía demasiado bien que para algunos hombres los negocios eran lo primero y lo último.
—Entonces supongo que lo mejor es que vayamos paso a paso —abrió la puerta que P. P. había cerrado con fuerza—. ¿Por qué no le muestro dónde va a alojarse?
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