domingo, 30 de junio de 2019

CAPITULO 49 (TERCERA HISTORIA)





Para cuando llegó a buscar a Paula al centro de información del parque, y a había recuperado parte de su control. Y había tomado la que consideraba la decisión más lógica: no decirle nada a Paula. Cuanto menos supiera, menos se involucraría en aquel caso. Y cuanto menos se involucrara, menos posibilidades habría de que resultara herida.


Era demasiado impulsiva, reflexionó. Si supiera que Caufield estaba en el pueblo, intentaría atraparlo ella sola. Y era demasiado inteligente. 


Si conseguía encontrarlo… La idea hizo que a El cuento de la criada le corriera la sangre en las venas a toda velocidad. Nadie sabía mejor que él lo cruel que podía llegar a ser aquel hombre.


Cuando vio a Paula acercándose hacia el coche, supo que estaba dispuesto a arriesgarlo todo, incluso su vida, por mantenerla a salvo.


—Vaya, vaya, ¿esto qué es? —arqueó las cejas y tamborileó en el guardabarros con los dedos—. ¿Mi viejo cacharro no era suficiente para ti y has decidido pedirle el coche prestado a mi hermana?


—¿Qué? —desde que había reconocido a Caufield, se había olvidado del coche y de todo lo demás—. Ah, el coche.


—Sí, el coche —se inclinó para besarlo y se quedó estupefacta ante la falta de entusiasmo de su respuesta y la insulsa palmada que le dio en el hombro.


—En realidad estoy pensando en comprarlo. Catalina quiere comprarse un coche familiar, así que…


—Así que tú vas a comprarte este elegante juguetito.


—Sé que no es mi estilo habitual… —comenzó a decir a El cuento de la criada.


—No pensaba decirte eso —Paula lo miró con el ceño fruncido. Algo estaba ocurriendo en la compleja mente de El cuento de la criada—. Iba a darte la enhorabuena. Me alegro de que te hayas dado un descanso.


Se metió en el coche y se estiró. Buscó la mano de El cuento de la criada, pero este se limitó a apretársela y se la soltó. Diciéndose a sí misma que estaba siendo demasiado susceptible, Paula intentó esbozar una sonrisa.


—¿Qué hay de esa vuelta que íbamos a dar? He pensado que podríamos acercarnos a la costa.


—Estoy un poco cansado —odiaba mentir, pero necesitaba volver cuanto antes a casa para hablar con Samuel y Teo y proporcionarle la nueva descripción de Caufield a la policía—. ¿Podemos dejarlo para otro día?


—Claro.


Paula intentó no perder la sonrisa. El cuento de la criada se estaba mostrando tan educado, tan distante. Deseando evocar la intimidad de la noche anterior, Paula posó la mano sobre la de El cuento de la criada cuando este se sentó a su lado en el coche.


—Yo siempre estoy dispuesta a echar una siesta. ¿En tu habitación o en la mía? 


—Yo no… No creo que sea una buena idea.


Tensó la mano sobre la palanca de cambios y no movió los dedos para entrelazarlos con los de Paula. Ni siquiera la miraba, de hecho, no la había mirado desde que había llegado.


—Ya entiendo —apartó la mano de la de El cuento de la criada y la dejó caer en su regazo—. Y, en estas circunstancias, supongo que tienes razón.


—Paula…


—¿Qué?


No, decidió. Necesitaba hacer las cosas a su manera.


—Nada —alargó la mano hacia la llave y puso el motor en marcha.


No hablaron durante el trayecto a casa. El cuento de la criada continuaba convenciéndose a sí mismo de que lo mejor era mentir. Quizá se molestara porque había pospuesto su salida, pero ya intentaría volver a ganársela. Él solo tenía que intentar mantenerse fuera de su camino hasta que controlara algunos detalles. 


En cualquier caso, su mente estaba llena de posibilidades en las que quería pensar y trabajar. Si Caufield y Hawkins estaban en la isla y se habían arriesgado a instalarse en el pueblo, ¿eso significaba que habían encontrado algún dato interesante en los papeles? ¿Estarían buscando todavía las esmeraldas? ¿O quizá pretendían, al igual que él, consultar las fuentes que la biblioteca ofrecía para localizar más datos?


Después de haberlo visto, sabían que estaba vivo. ¿Intentarían ponerse en contacto con él? Y si lo consideraban un obstáculo para alcanzar sus fines, ¿su relación con Paula podía poner a esta en peligro?


Era un riesgo que no podía permitirse el lujo de correr.


Giró hacia la carretera que llevaba hacia Las Torres.


—Es posible que tenga que regresar a Nueva York antes de lo que esperaba —dijo, expresando sus pensamientos en voz alta.


Intentando contener una protesta, Paula apretó los labios.


—¿De verdad?


El cuento de la criada la miró de reojo y se aclaró la garganta.


—Sí… ha, ha surgido un asunto. Pero podría continuar investigando desde allí.


—Es muy considerado por tu parte, profesor. Estoy segura de que odias dejar las cosas a medias. Y jamás dejarías que ninguna relación inoportuna interfiriera en tu trabajo.


Pedro ya estaba pensando en todo lo que habría que hacer y contestó con un murmullo ausente de acuerdo.


Cuando llegaron a Las Torres, Paula ya había convertido su dolor en enfado.


Pedro no quería estar con ella y, con su actitud, estaba dejando claro que se arrepentía de lo que habían compartido. Estupendo. Ella no iba a quedarse allí sentada y malhumorada porque un profesor universitario no estuviera interesado en ella.


Resistió la tentación de cerrar el coche de un portazo, pero apenas resistió la de morderle la muñeca cuando Pedro posó la mano en su brazo.


—Quizá podamos dejar para mañana ese paseo por la costa.


Paula alzó la mirada hacia su mano y después miró su rostro.


—Espérame sentado.


Pedro hundió las manos en los bolsillos mientras Paula subía los escalones de la entrada. Definitivamente molesta, pensó




CAPITULO 48 (TERCERA HISTORIA)




Pedro mantuvo a Paula fuera de su mente, o al menos lo intentó, concentrándose en la tarea de localizar a personas que pudieran tener relación con las que tenía en su lista. Comprobó informes judiciales, denuncias, registros eclesiásticos y certificados de defunción. Y su minucioso trabajo fue recompensado con un puñado de direcciones.


Cuando creyó haber agotado todas las posibilidades de descubrir algo más aquel día, condujo hasta el taller de Catalina La encontró enterrada hasta la cintura bajo el capó de un sedán negro.


—Siento interrumpir —gritó sobre el barullo provocado por un transistor.


—Entonces no interrumpa —había una mancha de grasa en su frente, pero su ceño desapareció en cuanto alzó la mirada y vio a Pedro—. Hola.


—Puedo volver en otro momento.


—¿Solo porque te he echado un rapapolvo? —sonrió y sacó un trapo del bolsillo del mono de trabajo para secarse las manos—. ¿Quieres tomar algo? — señaló con la cabeza la máquina de los refrescos.


—No, gracias. Solo he venido a preguntarte si sabes de algún coche.


—Estás usando el de Paula, ¿no? ¿Te está dando problemas?


—No. La cuestión es que es posible que tenga que utilizarlo a menudo estos días y no me parece bien dejarla sin coche. He pensado que tú podrías saber si hay alguien por esta zona que quiera vender un coche.


Catalina apretó los labios.


—¿Quieres comprarte un coche?


—Sí, un coche que no sea demasiado caro. Que me sirva como medio de transporte. Después tengo que volver a Nueva York… —se le quebró la voz. No quería pensar en la vuelta a Nueva York—, y siempre puedo venderlo antes de irme. 


—Pues sucede que conozco a alguien que tiene un coche en venta. Yo.


—¿Tú?


Catalina asintió y se metió el trapo en el bolsillo.


—Ahora que voy a tener un niño, he decidido cambiar mi Spitfire por un coche familiar.


—¿Spitfire? —no estaba seguro de qué modelo era ese, pero no le sonaba como el coche que conduciría un digno profesor de universidad.


—Ha sido mi coche durante años y creo que me sentiría mucho mejor vendiéndoselo a alguien que conozco —ya había agarrado a Pedro de la mano y estaba arrastrándolo hacia el exterior del garaje.


Allí estaba, un capricho rojo, descapotable y de asientos envolventes.


—Bueno, yo…


—Cambié el motor hace unos años —Catalina y a estaba abriendo el capó—. Conducirlo es un auténtico sueño. Tiene menos de diez mil kilómetros. Yo he sido su única propietaria, así que puedo garantizarte que ha sido tratado como una dama. Y aquí… —alzó la mirada y sonrió—. Vaya, parezco uno de esos tipos con una americana a cuadros intentando vender un coche de segundo mano.


Pedro podía ver su rostro reflejado en la brillante pintura del vehículo.


—Nunca he conducido un deportivo.


La nostalgia que reflejaba su voz hizo sonreír a Catalina


—Te diré lo que vamos a hacer. Déjame a mí el coche de Paula y llévate este. Así veremos cómo te queda.


De modo que Pedro se encontró a sí mismo tras el volante, intentando no sonreír como un tonto mientras el viento azotaba su pelo. ¿Qué dirían sus alumnos, se preguntó, si vieran al inquebrantable profesor Alfonso conduciendo un llamativo descapotable? Probablemente pensarían que estaba chiflado. Y quizá lo estuviera, pero estaba pasando la mejor época de su vida.


Seguro que a Paula le encantaba aquel coche, pensó. Ya se la estaba imaginando, sentada a su lado, con el pelo danzando a su alrededor mientras reía y elevaba los brazos al cielo. O recostada en el asiento con los ojos cerrados, dejando que el sol acariciara su rostro.


Era un sueño muy hermoso, y podría llegar a hacerse realidad. Al menos durante algún tiempo. Y quizá no vendiera aquel coche cuando regresara a Nueva York. No había ninguna ley que dijera que tenía que conducir un modelo sobrio y práctico. Podía conservarlo para que le recordara aquellas increíbles semanas que habían cambiado su vida.


Quizá y a nunca volviera a ser el serio e inquebrantable doctor Alfonso.


Rodó colina arriba y bajó de nuevo para probar el coche en medio del tráfico de la localidad. Encantado con el mundo en general, tamborileaba en el volante con los dedos, siguiendo el ritmo de la música de la radio.


Había mucha gente paseando por las aceras y abarrotando las tiendas. Si hubiera visto algún lugar para aparcar, él mismo habría dejado el coche y habría entrado en cualquier tienda, solo para poner a prueba su capacidad de resistencia.


Pero como no encontró sitio, se entretuvo mirando a toda aquella gente que buscaba la camiseta perfecta.


Reparó de pronto en un hombre de pelo oscuro y una cuidada barba que permanecía en la acera, mirándolo fijamente. Satisfecho de sí mismo y de aquel fantástico coche, sonrió de oreja a oreja y lo saludó con la mano. Había recorrido y a media manzana cuando la verdad lo golpeó como un puño. Frenó, provocando un estallido de cláxones, se metió por una calle lateral y buscó la forma de volver de nuevo a aquella intersección. Para cuando llegó, el hombre ya se había ido. Pedro buscó por toda la calle, pero no había dejado ni rastro.


Maldijo amargamente la falta de un sitio para aparcar, además de su propia carencia de reflejos.


Se había teñido el pelo y la barba ocultaba parte de su rostro. Pero los ojos… Pedro no podía olvidar aquellos ojos. Era el mismísimo Caufield el que permanecía en medio de aquella abarrotada acera, mirando a Pedro no con admiración o falta de interés, sino con una rabia apenas controlada.



CAPITULO 47 (TERCERA HISTORIA)




Cuando el sol se elevó en el cielo para verter sus dorados rayos por las ventanas y ahuyentar las últimas sombras de la noche, Paula estaba todavía en sus brazos.


Pedro le resultaba increíble saber que su cabeza estaba sobre su hombro y su mano, ligeramente cerrada, sobre su corazón. Paula dormía como una niña, profundamente, acurrucada contra él, en busca de calor y cariño.


Aunque la noche había terminado, Pedro permanecía muy quieto, renuente a despertarla. Los pájaros y a habían comenzado su coro mañanero. Pero el silencio era tal que podía oír el viento deslizándose a través de las hojas de los árboles. Pedro sabía que las sierras y los martillos pronto perturbarían aquella paz y los harían regresar a la realidad. 


Así que permanecía aferrado a ese corto interludio entre el misterio de la noche y el ajetreo del día.


Paula suspiró y se estrechó contra él mientras Pedro acariciaba su pelo. Pedro recordaba lo generosa que había sido durante aquellas oscuras horas de sueño.


Había tenido la sensación de que le bastaba desearla para que Paula se volviera hacia él. Habían hecho el amor una y otra vez, en silencio y con una compenetración absoluta.


Pedro quería creer en los milagros, creer que aquella noche había sido tan especial para ella como para él. Pero tenía miedo de darle algún valor a las palabras de Paula.


«Nadie me ha hecho sentirme como tú» .


Por mucho que intentara olvidarlas, aquellas palabras se repetían una y otra vez en su cabeza, dándole esperanzas. Si tenía cuidado y paciencia, si medía cada uno de sus pasos antes de darlo, quizá consiguiera el milagro.


Aunque sabía que no se ajustaba demasiado bien al papel de príncipe azul, inclinó el rostro para despertarla con un beso.


—Mmm —Paula sonrió, pero no abrió los ojos—. ¿Puedes darme otro?


Su voz, ronca por el sueño, encendió al instante el deseo sobre la piel de Pedro.


Se olvidó de ser prudente. Se olvidó de ser paciente. La segunda vez, tomó sus labios con una desesperación que hizo arder todos los circuitos de Paula antes de que se hubiera despertado por completo.


Pedro —lo abrazó estremecida—, te deseo. Ahora. Ahora mismo.


Pedro ya estaba dentro de ella, preparado para llevarla a donde ambos estaban deseando alejarse. El viaje fue rápido, furioso; los elevó a ambos hasta la cumbre en la que permanecieron jadeantes y aturdidos.


Cuando Paula deslizó las manos por la espalda húmeda de Pedro, todavía no había abierto los ojos.


—Buenos días —consiguió decir—. Acabo de tener un sueño increíble.


Aunque todavía no se había repuesto del aturdimiento, Pedro se incorporó sobre sus brazos para mirarla.


—Cuéntamelo.


—Estaba en la cama con el hombre más atractivo del mundo. Tenía los ojos azules y el pelo negro, que siempre llevaba caído sobre la frente —sonriendo, abrió los ojos y le echó el pelo hacia atrás—. Y un cuerpo de músculos estilizados —sin dejar de mirarlo, comenzó a acariciarlo—. Yo no quería despertarme, pero cuando lo hacía, resultaba que la realidad era mejor que el sueño.


Temiendo aplastarla, Pedro cambió de postura.


—¿Qué posibilidades tenemos de pasar el resto de nuestras vidas en esta cama?


Paula le besó en el hombro.


—Estoy dispuesta —y de pronto gimió al oír el zumbido de las herramientas irrumpiendo en el silencio de la mañana—. No pueden ser las siete y media.


Tan renuente como ella, Pedro miró el despertador de la mesilla.


—Me temo que pueden.


—Dime que hoy es mi día libre.


—Me gustaría poder decírtelo.


—Miénteme —sugirió Paula.


—¿Me dejas llevarte al trabajo?


Paula hizo una mueca.


—No digas esa palabra.


—¿Me dejarás llevarte después a dar una vuelta?


Paula volvió a alzar la cabeza.


—¿Adónde?


—A donde sea.


Inclinando la cabeza, Paula sonrió.


—Ese es mi lugar favorito.




sábado, 29 de junio de 2019

CAPITULO 46 (TERCERA HISTORIA)






Era tan dulce, tan natural, la forma en la que la cabeza de Pedro reposaba sobre sus senos. 


Paula sonrió ante aquella sensación mientras acariciaba su pelo.


Entrelazaba una mano con la suya, como cuando se habían deslizado juntos por las cumbres más altas del placer. Medio soñando, imaginó lo que sería dormir juntos, como en aquel momento, noche tras noche.


Pedro la sintió relajarse bajo él, sintió su cuerpo cálido y flexible, y su piel todavía brillante por el rocío de la pasión. Su corazón iba disminuyendo
gradualmente el ritmo de sus latidos. Por un instante, Pedro podía fingir que aquella era una noche entre muchas. Que Paula podría llegar a pertenecerle de la forma tan íntima y compleja en la que un hombre pertenecía a una mujer.


Sabía que le había dado placer y que, durante unas horas, habían estado todo lo unidos que podían llegar a estar dos personas. Pero en aquel momento, no tenía ni la menor idea de lo que podía decir… Porque lo único que quería decir era que quería volver a hacer el amor con ella.


—¿En qué estás pensando? —le preguntó Paula.


—Mi cerebro todavía no ha empezado a trabajar.


Paula soltó una carcajada, grave y cálida. Se estiró y culebreó en la cama hasta que sus rostros quedaron a la misma altura.


—Entonces te diré lo que estoy pensando yo —acercó su boca hasta la de Pedro para detenerse en un lánguido y prolongado beso—. Me gustan tus labios — le mordisqueó tentadoramente el labio inferior—. Y tus manos, y tus hombros, y tus ojos —mientras hablaba, deslizaba el dedo por su espalda—. De hecho, en este momento no se me ocurre nada que no me guste de ti.


—La próxima vez que te haga enfadarte, te lo recordaré —acarició su pelo, porque disfrutaba viendo extenderse su melena sobre las sábanas—. Me cuesta creer que esté aquí contigo, así.


—¿No lo sentiste desde el principio, Pedro?


—Sí —dibujó el perfil de su boca con un dedo—. Pero imaginaba que era solo una ilusión, un deseo.


—No confías demasiado en ti, profesor —cubrió su rostro de diminutos besos —. Eres un hombre atractivo, con una mente admirable y un sentimiento de compasión que resulta irresistible —en sus ojos no brillaba la diversión cuando
Pedro la miró. Posó la mano en su mejilla—. Cuando hemos hecho el amor esta noche, ha sido precioso. Esta ha sido la noche más hermosa de mi vida.


Lo vio entonces en sus ojos. No era ya pudor, si no una absoluta incredulidad.


En un momento en el que Paula estaba completamente indefensa, en el que acababa de desnudar completamente su alma, nada podría haberle dolido más.


—Lo siento —dijo muy tensa, y se apartó—. Estoy segura de que te parece una frase hecha viniendo de mí.


—Paula…


—No, estoy bien —apretó los labios hasta que estuvo segura de que su voz sonaría ligera y alegre otra vez—. No hace falta complicar las cosas —se sentó en la cama y se echó el pelo hacia atrás—. Entre nosotros no hay ataduras, profesor. Nada de trampas ni cláusulas ocultas en nuestro contrato. Somos dos adultos que disfrutan estando juntos, ¿de acuerdo?


—No estoy seguro.


—Digamos entonces que nos limitaremos a vivir el día a día. O quizá fuera mejor decir la noche —se inclinó para besarlo—. Y ahora que ya lo hemos dejado claro, creo que será mejor que me vaya.


—No —le tomó la mano antes de que pudiera levantarse de la cama—. No te vayas. Nada de ataduras —le dijo mientras la estudiaba—. Nada de complicaciones. Solo quédate conmigo esta noche.


Paula sonrió ligeramente.


—Solo te seduciré otra vez.


—Estaba esperando que lo dijeras —la estrechó contra él—. Quiero estar contigo cuando amanezca.