domingo, 30 de junio de 2019

CAPITULO 48 (TERCERA HISTORIA)




Pedro mantuvo a Paula fuera de su mente, o al menos lo intentó, concentrándose en la tarea de localizar a personas que pudieran tener relación con las que tenía en su lista. Comprobó informes judiciales, denuncias, registros eclesiásticos y certificados de defunción. Y su minucioso trabajo fue recompensado con un puñado de direcciones.


Cuando creyó haber agotado todas las posibilidades de descubrir algo más aquel día, condujo hasta el taller de Catalina La encontró enterrada hasta la cintura bajo el capó de un sedán negro.


—Siento interrumpir —gritó sobre el barullo provocado por un transistor.


—Entonces no interrumpa —había una mancha de grasa en su frente, pero su ceño desapareció en cuanto alzó la mirada y vio a Pedro—. Hola.


—Puedo volver en otro momento.


—¿Solo porque te he echado un rapapolvo? —sonrió y sacó un trapo del bolsillo del mono de trabajo para secarse las manos—. ¿Quieres tomar algo? — señaló con la cabeza la máquina de los refrescos.


—No, gracias. Solo he venido a preguntarte si sabes de algún coche.


—Estás usando el de Paula, ¿no? ¿Te está dando problemas?


—No. La cuestión es que es posible que tenga que utilizarlo a menudo estos días y no me parece bien dejarla sin coche. He pensado que tú podrías saber si hay alguien por esta zona que quiera vender un coche.


Catalina apretó los labios.


—¿Quieres comprarte un coche?


—Sí, un coche que no sea demasiado caro. Que me sirva como medio de transporte. Después tengo que volver a Nueva York… —se le quebró la voz. No quería pensar en la vuelta a Nueva York—, y siempre puedo venderlo antes de irme. 


—Pues sucede que conozco a alguien que tiene un coche en venta. Yo.


—¿Tú?


Catalina asintió y se metió el trapo en el bolsillo.


—Ahora que voy a tener un niño, he decidido cambiar mi Spitfire por un coche familiar.


—¿Spitfire? —no estaba seguro de qué modelo era ese, pero no le sonaba como el coche que conduciría un digno profesor de universidad.


—Ha sido mi coche durante años y creo que me sentiría mucho mejor vendiéndoselo a alguien que conozco —ya había agarrado a Pedro de la mano y estaba arrastrándolo hacia el exterior del garaje.


Allí estaba, un capricho rojo, descapotable y de asientos envolventes.


—Bueno, yo…


—Cambié el motor hace unos años —Catalina y a estaba abriendo el capó—. Conducirlo es un auténtico sueño. Tiene menos de diez mil kilómetros. Yo he sido su única propietaria, así que puedo garantizarte que ha sido tratado como una dama. Y aquí… —alzó la mirada y sonrió—. Vaya, parezco uno de esos tipos con una americana a cuadros intentando vender un coche de segundo mano.


Pedro podía ver su rostro reflejado en la brillante pintura del vehículo.


—Nunca he conducido un deportivo.


La nostalgia que reflejaba su voz hizo sonreír a Catalina


—Te diré lo que vamos a hacer. Déjame a mí el coche de Paula y llévate este. Así veremos cómo te queda.


De modo que Pedro se encontró a sí mismo tras el volante, intentando no sonreír como un tonto mientras el viento azotaba su pelo. ¿Qué dirían sus alumnos, se preguntó, si vieran al inquebrantable profesor Alfonso conduciendo un llamativo descapotable? Probablemente pensarían que estaba chiflado. Y quizá lo estuviera, pero estaba pasando la mejor época de su vida.


Seguro que a Paula le encantaba aquel coche, pensó. Ya se la estaba imaginando, sentada a su lado, con el pelo danzando a su alrededor mientras reía y elevaba los brazos al cielo. O recostada en el asiento con los ojos cerrados, dejando que el sol acariciara su rostro.


Era un sueño muy hermoso, y podría llegar a hacerse realidad. Al menos durante algún tiempo. Y quizá no vendiera aquel coche cuando regresara a Nueva York. No había ninguna ley que dijera que tenía que conducir un modelo sobrio y práctico. Podía conservarlo para que le recordara aquellas increíbles semanas que habían cambiado su vida.


Quizá y a nunca volviera a ser el serio e inquebrantable doctor Alfonso.


Rodó colina arriba y bajó de nuevo para probar el coche en medio del tráfico de la localidad. Encantado con el mundo en general, tamborileaba en el volante con los dedos, siguiendo el ritmo de la música de la radio.


Había mucha gente paseando por las aceras y abarrotando las tiendas. Si hubiera visto algún lugar para aparcar, él mismo habría dejado el coche y habría entrado en cualquier tienda, solo para poner a prueba su capacidad de resistencia.


Pero como no encontró sitio, se entretuvo mirando a toda aquella gente que buscaba la camiseta perfecta.


Reparó de pronto en un hombre de pelo oscuro y una cuidada barba que permanecía en la acera, mirándolo fijamente. Satisfecho de sí mismo y de aquel fantástico coche, sonrió de oreja a oreja y lo saludó con la mano. Había recorrido y a media manzana cuando la verdad lo golpeó como un puño. Frenó, provocando un estallido de cláxones, se metió por una calle lateral y buscó la forma de volver de nuevo a aquella intersección. Para cuando llegó, el hombre ya se había ido. Pedro buscó por toda la calle, pero no había dejado ni rastro.


Maldijo amargamente la falta de un sitio para aparcar, además de su propia carencia de reflejos.


Se había teñido el pelo y la barba ocultaba parte de su rostro. Pero los ojos… Pedro no podía olvidar aquellos ojos. Era el mismísimo Caufield el que permanecía en medio de aquella abarrotada acera, mirando a Pedro no con admiración o falta de interés, sino con una rabia apenas controlada.



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