jueves, 20 de junio de 2019

CAPITULO 15 (TERCERA HISTORIA)




Ni siquiera cuando consiguió acceder a los fondos de su cuenta corriente en Ithaca, a las Chaves se les ocurrió sugerirle a Pedro que se trasladara a un hotel.


La verdad era que tampoco él hacía mucho por oponerse a prolongar su estancia en Las Torres. 


Nunca había sido cuidado o mimado como entonces. Más aún, jamás se había sentido parte de una familia tan grande y bulliciosa. Lo trataban con una hospitalidad tan natural que le resultaba irresistible.


Pedro estaba comenzando a conocer y a apreciar tanto sus diferentes personalidades como la unidad familiar. Aquella era una casa en la que siempre parecía estar ocurriendo algo y en la que todo el mundo tenía siempre algo que decir. Para alguien que había crecido siendo hijo único en una casa en la que su afición a los libros era considerada un terrible defecto, era toda una revelación estar entre personas que celebraban tanto sus propios intereses como los de los otros.


Catalina era una mecánica de coches que hablaba de motores al tiempo que exhibía el misterioso resplandor de las recién casadas. Amelia, organizada y enérgica, ocupaba el puesto de ayudante de dirección en un hotel cercano.


Susana era propietaria de un negocio de jardinería y se entregaba con devoción a sus hijos. Nadie mencionaba al padre de los niños. 


Coco llevaba la casa, cocinaba manjares deliciosos y apreciaba la compañía masculina. 


Solo lo ponía nervioso a Pedro cuando lo amenazaba con leerle las hojas del té.


Y después estaba Paula. Pedro había descubierto que trabajaba como naturalista en el Parque Natural Acadia. Le gustaba echarse largas siestas, la música clásica y los elaborados postres de su tía. A veces, cuando tenía ganas de hablar, se repantigaba al lado de Pedro en una silla y le contaba pequeños detalles de su vida. O podía acurrucarse como un gato bajo el sol, bloqueando la presencia de Pedro y de todo lo que le rodeaba para encerrarse en sus pensamientos o dejarse llevar por cualquiera de sus sueños secretos. Después se estiraba, sonreía y permitía que accedieran de nuevo a su vida.


Continuaba siendo un misterio para Pedro, una combinación de ardiente sensualidad y misterio inalcanzable, de una asombrosa transparencia con una soledad inaccesible.


En los tres días que llevaba en la casa, Pedro había recuperado sus fuerzas, pero todavía no había puesto una fecha definitiva a su marcha de Las Torres.


Sabía que lo más sensato era irse, utilizar su dinero para comprarse un billete de vuelta a Nueva York y ver si podía conseguir algún trabajo para el verano.


Pero no le apetecía ser sensato.


Aquellas eran sus primeras vacaciones y, aunque se había visto empujado a ellas por las circunstancias, las estaba disfrutando. Le gustaba despertarse por las mañanas con el sonido y la fragancia del mar. Y era un alivio que su accidente no le hubiera provocado miedo o repugnancia al agua. Le resultaba increíblemente relajante quedarse en la terraza, contemplando aquella agua de color índigo o esmeralda y observar las islas lejanas.


Y aunque el hombro todavía lo molestaba de vez en cuando, podía sentarse fuera y dejar que el sol de la tarde lo ayudara a aliviar las molestias. Allí había tiempo para los libros. Para pasar una hora, incluso dos, sentado a la sombra y engullendo una novela o una biografía de la biblioteca de los Chaves.


Y por debajo del sencillo placer de no tener un horario que cumplir ni preguntas que contestar, estaba su creciente fascinación por Paula.


Paula entraba y salía sigilosamente de la casa. 


Cuando se iba por las mañanas, lo hacía pulcra y arreglada con su uniforme de trabajo y su fabulosa melena peinada en una trenza perfecta. 


Cuando llegaba a casa horas después, se ponía
una de sus faldas de flores o un par de pantalones increíblemente sexys. Le sonreía, hablaba con él y se mantenía a una amistosa pero tangible distancia.


Pedro se entretenía garabateando en un cuaderno o entreteniendo a los dos hijos de Susana, Alex y Jazmin, que comenzaban a mostrar y a signos del aburrimiento del verano. También salía a pasear por los jardines o entre los acantilados, hacía compañía a Coco en la cocina u observaba a los hombres trabajando en el ala oeste.


Lo más asombroso de todo era que podía hacer lo que él decidía.


Aquel día estaba sentado en la hierba, con Alex y Jazmin acuclillados a cada lado como dos ranitas. El sol aparecía como un disco luminoso y plateado tras las nubes. Juguetona y enérgica, la brisa llevaba hasta ellos el olor de la lavanda y el romero desde unas rocas cercanas. Había mariposas danzando sobre la hierba y eludiendo sin esfuerzo la persecución de Fred. Desde la rama de un viejo y nudoso roble, un pájaro cantaba con insistencia.



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