jueves, 20 de junio de 2019

CAPITULO 16 (TERCERA HISTORIA)




Pedro estaba narrando la historia de un joven atrapado por los terrores y las emociones de la guerra. Mediante la ficción, mantenía a los niños entretenidos al tiempo que les inculcaba su amor a la historia.


—Apuesto a que mató un montón de sucios casacas rojas —dijo Alex alegremente. A los seis años, tenía una vívida y violenta imaginación.


—Montones de ellos —se mostró de acuerdo Jazmin. Tenía un año menos que su hermano y le gustaba demostrar que estaba a su altura—. Y sin la ayuda de nadie.


—La Revolución no solo fueron pistolas y bayonetas, ¿sabéis? —le divirtió ver a los pequeños cerrando la boca ante la falta de estragos—. Muchas batallas fueron ganadas mediante el espionaje y la intriga.


Alex se esforzó en encontrarle sentido a aquellas palabras y de pronto miró a Pedro radiante.


—¿Espías?


—Espías —le confirmó Pedro, revolviéndole el flequillo. Como él mismo había experimentado aquella carencia, reconocía el ansia de Alex por establecer vínculos con un hombre.


Utilizando a aquel protagonista adolescente como catalizador, podía explicarles a los niños los discursos de Patrick Henry o la convención convocada por Samuel Adams en la que los Hijos de la Libertad mostraban sus deseos de rebelión planificando acciones para boicotear el té importado.


Y entonces, cuando tenía a su joven héroe transportando cajones de té por las aguas poco profundas del puerto de Boston, Pedro vio a Paula cruzando el césped.


Se movía lánguidamente sobre la hierba, con una gracia gitana mientras su finísima falda de chifón era mecida por el viento. Llevaba el pelo suelto, revoloteando libremente alrededor de los tirantes de su camiseta azul pálido. Iba descalza y con los brazos adornados por docenas de brazaletes.


Fred corrió hacia ella para darle la bienvenida, saltaba y gemía haciéndola reír. Cuando se inclinó para acariciarlo, uno de los tirantes se deslizó por su brazo.


Entonces el perro se alejó saltando, y continuó su infructífera persecución de mariposas.


Paula se enderezó y se colocó el tirante lentamente mientras continuaba caminando por la hierba. Pedro percibió su fragancia, libre y salvaje, antes de que dijera nada.


—¿Esta es una reunión privada?


Pedro nos está contando un cuento —le explicó Jazmin y tiró de la falda de su tía para que se sentara.


—¿Un cuento? —el pendiente de cuentas de colores que colgaba en su oreja se meció mientras se agachaba—. Me gustan los cuentos.


—Cuéntaselo también a Paula—Jazmin se acercó a su tía y comenzó a jugar con los brazaletes.


—Sí —había risa en su voz, y también un brillo de humor en sus ojos cuando se encontró con los de Pedro—. Cuéntaselo también a Paula.


Aquella mujer sabía exactamente el efecto que tenía en un hombre, se dijo Pedro. Exactamente.


—Ah, ¿por dónde íbamos?


—Jim se había pintado la cara con un corcho negro y estaba tirando el maldito té al puerto —le recordó Alex—. Pero todavía no ha disparado nadie.


—Exacto.


Tanto para defenderse de Paula como para continuar entreteniendo a los niños, Pedro regresó a la fragata en la que había dejado a Jim. Podía sentir el frío del aire y el calor de la excitación. Con una habilidad natural que consideraba fundamental para la enseñanza, mantenía el suspense, definía con destreza a sus personajes y describía los acontecimientos históricos de tal manera que Paula no pudo evitar mirarlo con un nuevo interés y respeto.


Aunque terminó con los rebeldes burlando a los ingleses y sin disparar un solo tiro, ni siquiera Alex, siempre sediento de sangre, terminó desilusionado.


—¡Ganaron! —se levantó de un salto y soltó un grito de guerra—. ¡Yo soy un Hijo de la Libertad y tú eres un repugnante casaca roja! —le dijo a su hermana.


—Uh-uh —Jazmin también se levantó.


—¡Rescisión del impuesto del té! —gritó Alex, y salió corriendo por la casa, con Jazmin pisándole los talones y Fred moviéndose pesadamente tras ellos.


—Por hoy ya es suficiente.


—Muy astuto, profesor —Paula se inclinó hacia atrás, apoyándose sobre los codos—. Convertir la historia en una diversión.


—Eso es —contestó él—. Lo importante no son los nombres y las fechas, sino la personas.


—Tal como tú lo cuentas, sí, pero cuando yo estaba en el colegio, se suponía que tenía que aprenderme lo que sucedió en mil novecientos seis de la misma forma que tenía que memorizar la tabla de multiplicar —con gesto perezoso, se frotó la espinilla con uno de los pies descalzos—. Ya no me acuerdo ni de la tabla de multiplicar ni de lo que ocurrió en el mil novecientos seis, a menos que fuera entonces cuando Aníbal cruzó los Alpes con todos esos elefantes.


Pedro sonrió radiante.


—No exactamente.


—¿Lo ves?


Paula se estiró como un gato. Dejó caer la cabeza hacia atrás y su melena se extendió sobre la hierba. Movió los hombros de tal forma que el tirante volvió a deslizarse por su brazo. El placer que le proporcionaba aquella pequeña indulgencia se evidenció en su rostro.


—Y creo que normalmente me quedaba dormida para cuando llegábamos al Congreso Continental.


Cuando Pedro se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, la soltó lentamente.


—He estado pensando en dar algunas clases.


Paula abrió ligeramente los ojos.


—Este chico debería salir de vez en cuando del aula —murmuró y arqueó una ceja—. Dime, ¿sabes mucho sobre fauna y flora?


—Lo suficiente como para distinguir un conejo de una petunia.


Encantada, Paula se sentó y se inclinó hacia él.


—Eso es estupendo, profesor. Quizá pudiéramos llegar a intercambiar conocimientos.


—Quizá.




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