viernes, 21 de junio de 2019

CAPITULO 19 (TERCERA HISTORIA)



Pedro escuchó la historia de aquella esposa desgraciada, atrapada en un matrimonio sin amor durante los años previos a la Gran Guerra. Bianca se había casado con Felipe Chaves, un rico financiero, al que le había dado tres hijos.


Durante uno de los veranos, había conocido a un joven artista. Por una vieja agenda que los Chaves habían descubierto, sabían que el nombre del pintor era Christian, pero nada más. 


El resto era leyenda, que había sido transmitida a sus hijos por la niñera que había sido también confidente de Bianca.


El joven pintor y la desgraciada esposa se habían enamorado profundamente.


Debatiéndose entre el deber y su corazón, Bianca había sufrido lo indecible intentando tomar una decisión y al final había optado por dejar a su marido.


Había tomado unos cuantos objetos personales, que con el tiempo habían llegado a ser conocidos como «el tesoro de Bianca» y los había escondido antes de fugarse. Entre ellos, estaba una gargantilla de esmeraldas, que le había regalado el bisabuelo de Paula por el nacimiento de sus dos primeros hijos. Pero en vez de irse con su amante, Bianca se había tirado por la ventana de la torre. Y las esmeraldas nunca habían sido encontradas.


—No conocimos la historia hasta hace unos meses —añadió Paula—. Aunque yo ya había visto las esmeraldas.


Pedro le daba vueltas la cabeza. Intentando aliviar el persistente dolor, se llevó la mano a la sien.


—¿Las has visto?


Paula sonrió.


—He soñado con ellas. Y después, durante una sesión de espiritismo…


—Una sesión de espiritismo —repitió Pedro débilmente y se sentó.


—Exacto —Paula se echó a reír y le palmeó la mano—. Hicimos una sesión de espiritismo y Catalina tuvo una visión —Pedro hizo un extraño sonido con la garganta que provocó de nuevo la risa de Paula—. Tenías que haber estado allí,
Pedro. En cualquier caso, Catalina vio el collar y entonces fue cuando Coco decidió que ya era hora de transmitirnos la leyenda de los Chaves. Y para llegar ya a la situación en la que nos encontramos hoy, te contaré que Teo se enamoró de Catalina y decidió no comprar Las Torres. Estábamos en una situación económica tan terrible que nos veíamos obligadas a venderlas. Pero entonces apareció él con la idea de convertir el ala oeste en un hotel, con el nombre de los St. James. ¿Has oído hablar de los hoteles St. James?


Teo St. James. Así que el cuñado de Paula era el propietario de una de las más importantes cadenas hoteleras del país.


—Sí, son muy famosos.


—Bien, Teo contrató a Samuel para comenzar a rehabilitar la casa, y Samuel se enamoró de Amelia. Considerándolo todo, las cosas no podían haber salido mejor. Hemos podido conservar la casa, combinarla con un negocio y además culminar dos romances.


El enfado asomó a sus ojos, oscureciéndolos visiblemente.


—El inconveniente de todo esto fue que la historia sobre las esmeraldas se filtró y empezó a llegar una plaga de buscadores de tesoros y algún consumado ladrón. Hace solo unas semanas, alguien estuvo a punto de matar a Amelia y se llevó montones de papeles que habíamos estado revisando por si podíamos encontrar en ellos alguna pista sobre la gargantilla.


—Papeles —repitió Pedro mientras una náusea se apoderaba de su estómago.


Lo sacudía con tanta fuerza que se sentía como si estuviera estrellándose contra las rocas otra vez. Chaves. Esmeraldas. Bianca.


—¿Qué te pasa, Pedro? —preocupada, Paula posó una mano en su frente—. Estás blanco como una sábana. Creo que llevas demasiado tiempo levantado — decidió—. Déjame acompañarte abajo, para que puedas descansar.


—No, estoy bien. No es nada —se apartó para levantarse y comenzó a caminar nervioso por la habitación.


¿Cómo iba a decírselo? ¿Cómo podía decírselo después de que le hubiera salvado la vida, después de lo mucho que se había preocupado por él? Después de haberla besado. Las Chaves le habían abierto su casa sin vacilar, sin hacerle ninguna pregunta. Habían confiado en él. ¿Cómo podía decirle a Paula que, aunque inadvertidamente, había estado trabajando para un hombre que estaba planeando robarle?


Pero tenía que hacerlo. Su profunda honestidad no le permitía otra cosa.


—Paula —se volvió y advirtió que lo estaba observando con una mezcla de preocupación y recelo en la mirada—. El yate. He recordado lo del yate.


El alivio hizo sonreír a Paula.


—Estupendo. Sabía que lo recordarías en cuanto dejaras de preocuparte. ¿Por qué no te sientas, Pedro? Es mejor para pensar.


—No —respondió con dureza mientras se concentraba en su rostro—. El yate… el hombre que me contrató. Se llamaba Caufield. Elias Caufield.


Paula extendió las manos.


—¿Y?


—¿Ese nombre no significa nada para ti?


—No ¿Debería?


Quizá estuviera equivocado, pensó Pedro. A lo mejor había dejado que aquella historia familiar se fundiera en su mente con su propia experiencia.


—Mide aproximadamente un metro noventa, es muy elegante. De unos cuarenta años. Con el pelo rubio oscuro y algunas canas en la sien.


—Muy bien.


Pedro suspiró frustrado.


—Se puso en contacto conmigo hace un mes y me ofreció trabajo. Quería que investigara y catalogara los documentos de una familia. El salario era muy generoso e iba a pasar unassemanas en un y ate. Con ese dinero tendría medios y tiempo para trabajar en el libro.


—Y como tu cerebro funciona perfectamente, decidiste aceptar ese trabajo.


—Sí, pero, maldita sea, Paula… los papeles, los recibos, las cartas, los libros de contabilidad… Aparecía tu apellido en todos ellos.


—¿Mi apellido?


—Chaves —metió sus inútiles manos en los bolsillos—. ¿No lo comprendes? Estuve contratado y trabajé en ese barco durante una semana, investigando la historia de tu familia en los documentos que os habían robado.


Paula se quedó mirándolo fijamente. Pedro tuvo la sensación de que pasaba una eternidad hasta que Paula se levantó de su asiento.


—¿Estás diciéndome que has estado trabajando para el hombre que intentó matar a mi hermana?


—Sí.


Paula no apartaba la mirada de Pedro en ningún momento. Este casi podía sentir que estaba intentando leerle los pensamientos, pero cuando habló, la voz de Paula era muy fría.


—¿Y por qué me lo cuentas ahora?


Terriblemente nervioso, Pedro se pasó la mano por el pelo.


—No lo he recordado hasta ahora, hasta que me has contado lo de las esmeraldas.


—Es muy extraño, ¿no te parece?


Pedro observó el recelo que cubría sus ojos y asintió.


—No espero que me creas, pero no lo recordaba. Y cuando acepté este trabajo, ni siquiera lo sabía.


Paula continuaba observándolo atentamente, calibrando cada una de sus palabras, de sus gestos, de sus expresiones.


—¿Sabes? Me resulta extraño que no oyeras hablar ni del collar ni del robo. Es un tema que ha estado en la prensa durante semanas. Tendrías que vivir en una cueva para no haberte enterado.


—O en un aula —musitó Pedro. Recordó las burlas de Chaves sobre su falta de ingenio y esbozó una mueca—. Mira, te diré todo lo que pueda antes de marcharme.


—¿Marcharte?


—Supongo que no querréis que me quede aquí después de esto.


Paula lo miraba pensativa. La intuición la advertía en contra de lo que determinaba su sentido común. Con un largo suspiro, levantó una mano.


—Será mejor que cuentes esta historia a toda la familia. Después decidiremos lo que haremos.




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