domingo, 2 de junio de 2019

CAPITULO 2 (SEGUNDA HISTORIA)





Fue como chocar contra una sólida pared de carne y músculo. Del impacto, se le cortó la respiración y cayeron al suelo los paquetes que llevaba en las manos. En sus prisas, ni siquiera se molestó en mirarlo.


Mordiéndose la lengua, Paula se dijo que si aquel tipo hubiera mirado por dónde iba, ella no habría chocado contra él. Arrodillada en la acera, en la puerta de la boutique donde había estado comprando, se dedicó a recuperar sus numerosos y dispersos paquetes.


—Déjeme echarle una mano, preciosa.


Aquel acento del oeste la irritó sobremanera. 


Tenía un millón de cosas que hacer, y pelearse en la acera con un turista no figuraba en su agenda.


—Ya me las arreglo yo —musitó, bajando la cabeza de modo que su rostro quedó oculto por la cortina de su melena. «Hoy todo me está sacando de quicio» , pensó mientras recogía cajas y bolsas. Y aquella pequeña irritación era la última de una larga serie.


—Es demasiado para que lo lleve una sola persona.


—Puedo yo, gracias —recogió una caja en el preciso momento en que aquel insistente tipo hacía lo mismo. Y, como la tapa estaba abierta, aquel tira y afloja tuvo el resultado de verter el contenido de la caja al suelo.


—Hey, qué preciosidad —comentó el desconocido con un tono de voz tan divertido como aprobador, cuando tocó lo que parecía ser un camisón rojo, de fina seda.


Paula se lo quitó de las manos y lo guardó en una de las bolsas.


—¿Le importa?


—No, claro que no…


Paula se echó la melena hacia atrás y lo miró por primera vez. Hasta ese momento lo único que había visto de él eran un par de botas vaqueras y el dobladillo de unos vaqueros. Pero y a estaba viendo mucho más. 


Incluso arrodillado frente a ella parecía enorme. 


Todo en él era grande: los hombros, las manos… Le estaba sonriendo con una sonrisa que, en otras circunstancias, habría sido cautivadora. Tenía un rostro atractivo, atezado, de rasgos duros, ojos verdes.


Y su cabello rizado, de color rubio rojizo, que le llegaba hasta el cuello de la camisa de franela, habría resultado sencillamente irresistible… si en ese momento no hubiera estado interponiéndose en su camino.


—Tengo prisa.


—Ya lo he notado —extendió una mano para recogerle delicadamente un mechón de pelo detrás de la oreja—. Parecía que iba a apagar un fuego cuando chocó contra mí.


—Si no se hubiera puesto delante… —empezó a decir Paula, pero de repente se interrumpió, sacudiendo la cabeza. Ni siquiera tenía tiempo de discutir —. No importa —terminando de recoger los paquetes, se levantó—. Disculpe.


—Espere.


Se irguió mientras ella lo miraba impaciente, con el ceño fruncido.


Con su uno ochenta de estatura, estaba acostumbrada a no tener que alzar la cabeza para mirar a ningún hombre. Pero con aquel se veía obligada a hacerlo.


—¿Qué?


—Puedo llevarla en mi coche a apagar ese fuego, si lo necesita.


—No será necesario —le lanzó una helada mirada.


Con un dedo, el desconocido le colocó bien una caja, evitando que se le volviera a caer al suelo.


—Me parece que podría necesitar alguna ayuda.


—Soy perfectamente capaz de llegar a donde quiero ir, gracias.


—Entonces quizá usted me pueda ayudar a mí —le gustaba el flequillo que le caía sobre la frente, y el gesto impaciente con que continuamente se lo apartaba de los ojos—. Acabo de llegar al pueblo esta misma mañana. Pensé que tal vez podría hacerme alguna sugerencia sobre… lo que podría hacer conmigo mismo.


En aquel instante, Paula habría podido ofrecerle numerosas ideas al respecto.


—Mire, amigo, yo no sé cuáles son las costumbres que se estilan en Tuckson…


—Oklahoma City —la corrigió él.


—En Oklahoma. Pero, aquí, la policía ve con malos ojos a los hombres que molestan a las mujeres en la calle.


—¿Ah, sí?


—Puede estar seguro.


—Pues entonces tendré que andarme con cuidado, ya que tengo intención de quedarme por aquí algún tiempo.


—Como quiera. Yo me voy. Ahora, discúlpeme…


—Solo una cosa más —le tendió unas medias negras, con unas rosas bordadas —. Creo que se olvida esto.


Paula agarró las medias y se marchó mientras se las guardaba en un bolsillo.


—Me alegro de conocerla —gritó el desconocido a su espalda, echándose a reír al ver que aceleraba aun más el paso.


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