sábado, 8 de junio de 2019
CAPITULO 21 (SEGUNDA HISTORIA)
Paula llegó a la hora en punto. « Tan puntual como siempre» , pensó Pedro.
Caminaba con rapidez, como era habitual en ella, así que tuvo que apresurarse para alcanzarla en la puerta que comunicaba el patio con la piscina. Se sobresaltó al verlo.
—¿No tienes nada mejor que hacer?
—Quiero hablar contigo.
—Esta es mi hora libre —abrió la puerta y se volvió hacia él—. Así que no tengo por qué hablar contigo —y, para demostrárselo, le cerró la puerta en las narices.
Pedro suspiró profundamente antes de abrirla de nuevo.
—De acuerdo, entonces tan solo escúchame —se le acercó en el momento en que estaba dejando su toalla sobre una silla.
—Ni voy a hablar contigo ni voy a escucharte. No me interesa nada de lo que puedas decirme —se despojó de su albornoz y, acto seguido, se zambulló en el agua.
Pedro la observó mientras nadaba el primer largo. Si no había funcionado por las buenas, tendría que ser por las malas.
A cada brazada que daba, Paula lo maldecía. Se había pasado la mitad de la noche recordando el encuentro que habían tenido. Y se había sentido humillada, a la par que furiosa. Cuando se despertó aquella mañana, se había prometido a sí misma que nunca más le daría la oportunidad de tocarla otra vez.
Y, sobre todo, jamás le daría la oportunidad de hacerla sentirse tan impotente y necesitada.
Estaba llevando la vida que quería. Y ni Pedro Alfonso ni nadie iba a torcer su camino o alterar sus planes.
Pero cuando estaba haciendo el largo de vuelta, lo vio. Y, más que verlo, casi chocó contra su pecho desnudo. Se había metido en el agua.
—¿Qué estás haciendo?
—Pensé que podría conseguir que me escucharas si me metía en el agua, en vez de quedarme en el borde, gritándote.
Entrecerrando los ojos, se apartó el pelo de la cara. Por mucho que le disgustara reconocerlo, sentía ganas de reír.
—Hasta las diez no se abre la piscina para los clientes.
—Ya, creo que eso ya me lo habías dicho antes. Lo que no me dijiste es que el agua está helada.
En ese momento Paula ya no pudo contenerse más y sonrió.
—Lo sé. Por eso nunca me quedo quieta dentro.
Y continuó nadando. A los pocos segundos, él logró ponerse a su altura.
Paula descubrió que se había quitado algo más que la camisa. De hecho, solo llevaba unos pequeños calzoncillos, de color azul marino. Cada vez que metía la cabeza bajo el agua, no podía resistir la tentación de admirar su cuerpo.
Sus anchos hombros y espaldas terminaban en una estrecha cintura. No parecía tener un solo gramo de grasa superflua. Tenía el estómago plano, musculoso, y le brillaba la piel como si fuera de cobre. Se preguntó por lo que se sentiría al deslizar los dedos por aquella piel, al sentir aquellos fuertes y finos músculos bajo los dedos…
Estaba tan excitada que de repente la piscina parecía haberse convertido en una sauna. Incrementó el ritmo. Tal vez si lo dejaba atrás, podría también dejar atrás aquellos indeseables pensamientos.
Pero Pedro continuaba nadando a su lado.
Ambos atravesaban la piscina en completa armonía, sincronizando sus movimientos. Era maravillosa, casi sensual, la forma que tenían de alzar los brazos y de batir el agua sin esfuerzo aparente, impulsándose al mismo tiempo con los pies. «Casi como si estuviéramos haciendo el amor» , pensó Paula por un instante, antes de sacudir la cabeza para desechar aquella ocurrencia.
Decidió volcar toda aquella frustrada pasión en la velocidad. Aun así, los brazos y piernas de ambos seguían cortando el agua a la vez. Y Paula empezó a disfrutar de aquella especie de tácita competición. Perdió la cuenta de los largos que llevaban, y no le importó. Cuando y a no pudo más, se apoyó en el borde de la piscina, riendo.
Pedro pensó que nunca le había parecido tan hermosa como en aquel momento, con aquel brillo de gozo y deleite en los ojos. Ansiaba más que nunca abrazarla, pero se había hecho una firme promesa durante la noche anterior, en la que no había podido dormir nada. Y tenía intención de cumplirla.
—Nadas muy bien. Para ser de Oklahoma.
—Tú tampoco lo haces mal.
Paula se echó nuevamente a reír y apoy ó la cabeza en los brazos para mirarlo.
—Me gusta competir.
—¿Competir? ¿Es eso lo que hemos estado haciendo? Yo creía que estábamos disfrutando de un relajante baño.
En plan de broma, Paula le tiró agua a los ojos.
—¿Vas a escucharme ahora? —le preguntó Pedro, y ella se puso repentinamente seria.
—Dejemos eso, por favor —tomando impulso, se sentó ágilmente en el borde de la piscina.
—Pau…
—No quiero volver a discutir contigo. ¿Por qué no podemos dejarlo así?
—Porque quiero pedirte disculpas.
—¿Qué? —exclamó, mirándolo asombrada.
—Que quiero disculparme —se sentó también en el borde de la piscina, a su lado, y deslizó las manos por sus brazos hasta apoyarlas ligeramente en sus hombros—. Anoche perdí los estribos, y lo siento.
—Oh —bajó la mirada, desconcertada.
—Ahora se supone que tienes que decir: «de acuerdo, Pedro, acepto tus disculpas» .
Paula lo miró. Se sentía demasiado cómoda con él para persistir en su enfado.
—De acuerdo —sonrió—. Te comportaste como un auténtico estúpido.
—Muchas gracias —esbozó una mueca.
—Sí, como un estúpido y un loco. Escupiendo amenazas y órdenes… Hasta humo te salía por las orejas.
—¿Quieres saber por qué?
Paula se dispuso a levantarse, pero él se lo impidió.
—No podía soportar la idea de que estuvieras viéndote con otro. Mírame —le alzó suavemente la barbilla—. Fue como si activaras un extraño resorte en mi interior. Es algo que no puedo evitar. Ni quiero hacerlo.
—No pienso que…
—Pensar nada tiene que ver con esto. Sé lo que siento cuando te miro.
La punzada de pánico que por un instante sintió Paula no podía competir con la ola de placer que la inundaba.
—Te lo diré más claro —añadió Pedro—: Me estoy enamorando de ti.
—No puedes estar hablando en serio —se volvió para mirarlo, estupefacta.
—Claro que sí. Y tú lo sabes, porque en caso contrario no me estarías mirando así.
—Yo no…
—No te estoy preguntando por lo que sientes —la interrumpió—. Te estoy diciendo lo que siento yo, para que te vayas acostumbrando a ello.
Paula no creía que pudiera llegar a hacer eso nunca. Al menos más de lo que podría acostumbrarse a él. Y, ciertamente, le resultaría imposible acostumbrarse a los sentimientos que bullían en su interior. ¿Sería eso el amor?, se preguntó. ¿Aquella inquietante y aterradora sensación que podía tornarse cálida y tierna sin previo aviso?
—No… no estoy segura de que…
—Bésame, Chaves.
Paula se liberó de su abrazo.
—No voy a volver a besarte, porque cuando lo hago dejo de pensar. Es como si el cerebro se me derritiera.
—Cariño —sonrió—, eso es lo más bonito que me has dicho hasta ahora.
Mientras él terminaba de salir de la piscina, Paula recogió rápidamente su toalla, tensa.
—Mantente alejado de mí. Hablo en serio. O me das tiempo para asimilar todo esto… o te juro que te pegaré. Y y o suelo golpear debajo del cinturón — había tanta diversión como desafío en sus ojos—. En una zona que, en este momento, no tienes nada protegida.
—Estoy a tu disposición. ¿Qué te parece si damos una vuelta por ahí cuando salgas de trabajar?
Pensó que sería estupendo recorrer con él las colinas, disfrutando de la brisa fresca. Pero, lamentablemente, el deber era lo primero.
—No puedo. Esta noche es la fiesta de Catalina Queremos darle una buena sorpresa cuando vuelva del trabajo —de repente frunció el ceño—. Figura en la lista que te di. ¿No te acuerdas?
—Supongo que se me olvidó. Mañana entonces.
—Tengo una cita con el fotógrafo, y después tendré que ayudar a Susana con las flores. Y la tarde siguiente tampoco —se adelantó antes de que pudiera preguntarle—. Vendrán la mayoría de los invitados de fuera, y además está la
cena.
— Y luego la boda —pronunció Pedro, asintiendo—. Y después de la boda…
—Después de la boda… —sonrió, dándose cuenta de repente de que estaba disfrutando con aquella situación—. Ya te lo haré saber —y, recogiendo su albornoz, se dirigió hacia la puerta.
—Hey. Yo no tengo toalla.
—Ya lo sé —repuso, riendo.
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