sábado, 8 de junio de 2019

CAPITULO 22 (SEGUNDA HISTORIA)




Aquella misma tarde Pedro se encontraba en la terraza del piso bajo, haciendo bocetos del exterior de Las Torres. Quería añadir otra escalera externa pero sin que afectara a la armonía del edificio. De pronto, dejó de dibujar cuando apareció Susana con dos cestas de flores.


—Perdone —vaciló, y a continuación ensayó una sonrisa—. No sabía que estaba aquí. Quería decorar la terraza para la fiesta de Catalina.


—Me iré dentro de un momento.


—Oh, no importa —dejó las cestas en el suelo y volvió a entrar en la casa.


Durante los siguientes minutos estuvo entrando y saliendo, cargada con sillas y artículos decorativos. Y todo ello en medio de un tenso y violento silencio, hasta que finalmente se detuvo para mirarlo.


—Señor Alfonso, ¿nos hemos visto antes? Me lo preguntaba porque tenía la sensación de que usted me conocía… y que tenía una muy pobre opinión de mí.


—No la conozco… señora Dumont.


—¿Entonces por qué…? —se interrumpió. 


Detestaba los enfrentamientos, le provocaban una tensión insoportable. Volviéndose, se dispuso a retroceder. Podía sentir su mirada fija en ella, fría y resentida—. No, no voy a irme. Estoy en mi casa, señor Alfonso, y quiero saber qué problema tiene usted conmigo.


Pedro lanzó su cuaderno de bocetos sobre la mesa más cercana.


—¿Mi apellido no le suena de nada, señora Dumont?


—No, ¿por qué habría de sonarme?


—Tal vez sí le sonara si le añadiera un nombre: Marina Alfonso. ¿Lo recuerda ahora?


—No —frustrada, se pasó una mano por el pelo—. ¿Adónde quiere llegar?


—Supongo que a alguien como usted le resulta fácil olvidar. Sí, ella no fue más que una ligera inconveniencia en su vida.


—¿Quién?


—Marina. Mi hermana Marina.


Completamente desorientada, Susana negó con la cabeza.


—Yo no conozco a su hermana.


El hecho de que su nombre nada significara para ella no hizo más que aumentar su irritación. Se levantó, ignorando el temor que se reflejaba en sus ojos. 


—No, claro, tú nunca llegaste a enfrentarte con ella cara a cara —la tuteó, furioso—. ¿Para qué molestarse? Conseguiste desembarazarte de ella, como si fuera una engorrosa molestia. Bruno Dumont siempre fue un miserable, pero ella lo amaba.


—¿Su hermana? —Susana se llevó una mano temblorosa a una sien—. Su hermana y Bruno.


—¿Ya empiezas a recordar? —cuando ella empezó a volverse, se lo impidió agarrándola de un brazo—. ¿Fue por amor o por dinero? —le preguntó—. En cualquier caso, pudiste haber tenido un poco de compasión. Maldita sea, ella solo tenía diecisiete años y estaba embarazada. ¿Tanto esfuerzo te costaba permitirle al menos a ese canalla que viera a su hijo?


Se había quedado blanca como la cera.


—Su hijo —susurró.


—Solo era un niño, un niño asustado que se creía todas las mentiras que le contaban. Yo quería matar a su padre, pero con ello solo habría conseguido empeorar las cosas para Marina. Sin embargo tú… tú no sentiste piedad alguna. Seguiste adelante con tu vida fácil y regalada, como si ni Marina ni el niño existieran. Y cuando ella te llamó suplicándote que le permitieras a Bruno ver al chico una o dos veces al año, tú la insultaste y la amenazaste con quitarle al niño si se le ocurría volver a molestar a tu maridito.


Susana no podía respirar.


—Por favor. Por favor, necesito sentarme.


Pero Pedro seguía mirándola fijamente. Mientras el ímpetu de su rabia cedía poco a poco, pudo ver que no había vergüenza en sus ojos, ni tampoco desprecio, o furia. No. Solo había un puro asombro.


—Dios mío —exclamó en voz baja—. No lo sabías.


Lo único que pudo hacer Susana fue negar con la cabeza. Al sentir que se aflojaba la presión de su mano, se volvió y entró en la casa. Pedro se quedó durante unos segundos donde estaba, sin moverse. Todo el disgusto que había sentido por Susana se había vuelto de pronto contra sí mismo.


Cuando ya salía en su busca, tropezó con una furiosa Paula en el umbral.


—¿Qué diablos le has dicho para que esté llorando así?


—¿Adónde ha ido?


—No volverás a acercarte a ella. Cuando pienso que había empezado a creer que podría… maldito seas, Pedro.


—Nada de lo que digas podrá empeorar la opinión que tengo ya de mí mismo. ¿Dónde está?


—Vete al infierno —cerró bruscamente la puerta de la terraza y echó el cerrojo.


Pedro pensó por un instante en derribarla de una patada, pero luego, maldiciendo entre dientes, se dirigió a la escalera de piedra que rodeaba la casa.


Encontró a Susana en la terraza del segundo piso, contemplando los acantilados y el mar. Ya había dado un paso hacia ella cuando Paula apareció de nuevo.


—Aléjate de ella —le gritó, rodeando con un brazo los hombros de su hermana—. Lárgate. Y no te detengas hasta que regreses a Oklahoma.


—Esto no es asunto tuyo.


—Está bien —musitó Susana, apretando la mano de Paula—. Necesito hablar con él, Pau. A solas.


—Pero…


—Por favor. Es importante. Baja y termina de prepararlo todo, ¿quieres?


Reacia, Paula dio un paso atrás.


—Si eso es lo que quieres… —murmuró, pero lanzó luego una mirada asesina Pedro—. Y tú, ten cuidado.


Una vez que se quedaron solos, Pedro no sabía por dónde empezar.


—Susana…


—¿Cómo se llama el niño?


—No…


—Maldita sea, ¿cómo se llama? —su expresión de estupor había sido sustituida por unas lágrimas de furia—. Es el hermanastro de mis hijos. Quiero saber cómo se llama.


—Kevin. Kevin Alfonso.


—¿Cuántos años tiene?


—Siete.


Volviéndose de nuevo de cara al mar, Susana cerró los ojos. Siete años atrás ella había sido una joven feliz y enamorada, llena de sueños e ilusiones.


—¿Y Bruno lo sabía? ¿Sabía que ella había tenido un hijo suyo?


—Sí, lo sabía. Al principio Marina no le dijo a nadie quién era el padre. Pero después de que te llamó y habló contigo… pero en realidad no habló contigo, ¿verdad?


—No —Susana continuaba con la mirada fija en el mar—. Quizá fuera con la madre de Bruno.


—Quiero disculparme.


—No hay necesidad. Si eso le hubiera ocurrido a una de mis hermanas, creo que habría reaccionado mucho peor que tú. Continúa.


Pedro se dijo que era más dura de lo que había creído, pero eso no consiguió aliviar en nada el peso de su culpa.


—Después de hacer aquella llamada, se vino abajo. Fue entonces cuando finalmente me lo contó todo. Había conocido a Dumont en un viaje que hizo a Nueva York, con unos amigos. Él debía de encontrarse por cuestiones de negocios y se mostró interesado por ella. Mi hermana nunca había estado en Nueva York antes, y se sintió entusiasmada. Solo era una chiquilla.


—Diecisiete años —murmuró Susana.


—Era muy ingenua —añadió Pedro con un tono de amargura—. Bruno le contó la historia de costumbre: que estaba dispuesto a ir a Oklahoma a conocer a su familia, y que quería casarse con ella. Pero una vez que Marina regresó a casa, ya no volvió a tener noticias suyas. Pudo contactar telefónicamente con él
varias veces, y solo recibió excusas y más promesas. Luego descubrió que estaba embarazada —se esforzó por dominarse, procurando no recordar lo furioso y aterrado que se había sentido al enterarse de la noticia—. Cuando se lo dijo, Bruno cambió de táctica. Le soltó unas cuantas palabras horribles, y mi hermana maduró. Demasiado rápido.


—Debió ser una situación terriblemente difícil para ella… tener un hijo sola…


—Se las arregló. La familia la apoyó. Afortunadamente, el dinero no constituyó ningún problema, así que pudo atender perfectamente a las necesidades del niño y de ella misma. Ella nunca aceptó su dinero, Susana.


—Lo comprendo.


Pedro asintió lentamente.


—Y cuando nació Kevin… bueno, Marina se comportó estupendamente. Fue solo pensando en Bruno por lo que intentó contactar nuevamente con él, sin éxito, y al final apeló a su esposa. Lo único que quería era que su hijo tuviera algún contacto con su padre.


Pedro, si yo hubiera tenido alguna influencia sobre Bruno, la habría usado — alzó las manos y al momento las dejó caer, impotente—. Pero no la tenía.


—Supongo que al final fue mejor para Kevin. Susana… —se pasó una mano por el pelo— …¿cómo diablos una mujer como tú pudo relacionarse con un tipo como Dumont?


Susana sonrió levemente.


—Era joven e ingenua, como tu hermana, y creía en las historias con finales felices.


Pedro sintió el impulso de tomarle una mano, pero vaciló. Temía que pudiera rechazarlo.


—Antes me dijiste que no querías que te pidiera disculpas, pero me sentiría muchísimo mejor si las aceptaras.


Finalmente fue ella quien le ofreció su mano.


—Eso, entre familiares, siempre es fácil. Porque supongo que, de una manera ciertamente extraña, tú y yo estamos emparentados —más tarde, se prometió a sí misma, y a encontraría el tiempo y la ocasión adecuada para desahogar su dolor—. Quiero pedirte algo. Me gustaría que mis hijos conocieran a Kevin, y a no ser que tu hermana no quiera, o le afecte demasiado…


—¿Sabes? Creo que eso significaría mucho para ella. Haré todo lo posible.


—A Jazmin y a Alex les encantaría —miró su reloj—. Por cierto, probablemente y a habrán vuelto del colegio y estén volviendo loca a la tía Coco. Será mejor que me vaya.


Pedro desvió la mirada hacia la escalera que conducía a la terraza superior. Y pensó en Paula.


—Yo también. Tengo otro asunto que arreglar.


Susana lo miró arqueando una ceja.


—Buena suerte.





No hay comentarios:

Publicar un comentario