domingo, 23 de junio de 2019
CAPITULO 24 (TERCERA HISTORIA)
Irritado por la falta de confianza de Paula en sus habilidades investigadoras, Pedro pasó horas en la biblioteca. Como siempre le ocurría, se sentía como en su propia casa rodeado de aquellos estantes repletos de libros, en el centro de un susurrante silencio y con su libreta bajo el brazo.
Para él, la investigación era una aventura…
Quizá no tan excitante como montar un brioso corcel. Había un misterio que tenía que ser resuelto, aunque las pistas no tuvieran el mismo cariz aventurero que una pistola humeante o un resto de sangre.
Pero con paciencia, inteligencia y cierta habilidad, se sentía como una especie de caballero, o un detective buscando minuciosamente una respuesta.
Pedro sabía que el hecho de que siempre se hubiera sentido atraído por lugares como las bibliotecas había decepcionado amargamente a su padre. Incluso cuando era niño prefería el ejercicio intelectual al físico. Él no había seguido la estela de gloria dejada por su padre en los campos de fútbol del instituto. Y tampoco había añadido trofeo alguno a la estantería.
Su carencia de interés y su torpeza habían hecho de él un fracaso en los deportes. Odiaba cazar y en una de las últimas excursiones que había hecho con su padre, en la que este le había presionado a participar, lo único que había atrapado había sido un terrible ataque de asma.
Incluso después de los años pasados, todavía podía recordar la voz disgustada de su padre en la habitación del hospital.
—Este chico es un mariquita. No lo puedo comprender. Prefiere leer a comer. Cada vez que intento hacer un hombre de él, termina jadeando como una vieja.
Había superado el asma, se recordó Pedro.
Incluso había llegado a hacer algo de sí mismo, aunque su padre no lo considerara un hombre. Y aunque nunca hubiera llegado a estar totalmente satisfecho de sí mismo, por lo menos podía sentirse competente.
Intentó sacudirse la tristeza y continuó investigando.
Encontró datos sobre Felipe y Bianca. Había pequeñas pepitas de información que hacían más agradable la búsqueda. En la familiar comodidad de la biblioteca, Pedro tomaba montones de notas y sentía cómo iba creciendo su excitación.
Se había enterado de que Felipe Chaves era un hombre hecho a sí mismo, un inmigrante irlandés que con astucia y valor había llegado a convertirse en un hombre rico e influyente.
Había llegado a Nueva York en mil ochocientos ocho, joven, pobre y, como muchos otros, se había instalado en la isla Ellis buscando fortuna. En menos de quince años, había levantado un imperio. Y disfrutaba alardeando de ello.
Quizá para enterrar su mísero pasado, se había rodeado de opulencia. Con voluntad y dinero, se había abierto camino hasta la alta sociedad. Y había sido en aquel ambiente exclusivo en el que había conocido a Bianca, una joven debutante, hija de una prestigiosa familia con más refinamiento que dinero.
Felipe había construido Las Torres, decidido a superar a todos los ricos veraneante de la zona y al año siguiente se había casado con Bianca.
Su toque de oro había continuado. Su imperio había crecido, y también su familia con el nacimiento de tres niños. Ni siquiera el escándalo de la muerte de su esposa en mil novecientos trece había afectado a su fortuna monetaria.
Aunque después de su muerte Felipe se había convertido en un eremita, había continuado ejerciendo su poder desde Las Torres. Su hija no se había casado nunca y, emocionalmente distanciada de su padre, se había ido a vivir a París. El hijo más pequeño había escapado, después de cometer un desliz con una mujer casada, a las Indias Orientales. Elias, el mayor de los varones, se había casado y había tenido dos hijos, Jeremias, el padre de Paula, y Cordelia Chaves, convertida con los años en Coco McPike.
Elias había muerto en un accidente marítimo y Felipe había pasado los últimos años de su vida en un psiquiátrico, después de algunos estallidos de violencia y una errática conducta.
Una historia interesante, pensó Pedro, pero la mayoría de los datos podría haberlos obtenido de las propias Chaves. Él quería algo más, algún dato que le permitiera abrirse camino en otra dirección.
Lo encontró en un volumen polvoriento y destrozado titulado Veraneando en Bar Harbor.
Era una novela frívola y pobremente escrita que había estado a punto de dejar de lado. Pero el profesor que había en su interior le había forzado a leerla como habría leído el examen de un estudiante mal preparado. Se merecía, como mucho, un suficiente, pensó Pedro. Jamás en su vida había visto tal derroche de adjetivos y superlativos en una sola página. De seductoramente a milagrosamente, de magnífico a maravilloso. El autor era un gran admirador de los ricos y famosos, alguien que los consideraba como una suerte de realeza.
Suntuoso, espectacular y fantástico. La sintaxis provocó algunas muecas de Pedro, pero continuó lidiando con el texto.
Había dos páginas completas dedicadas a un baile que se había celebrado en Las Torres en mil novecientos doce. El cansado cerebro de Pedro se despertó. Era obvio que el autor había asistido, por los minuciosos detalles con los que describía desde las vestimentas de los asistentes hasta la cocina. Bianca Chaves llevaba un vestido de seda dorada, un vestido de tubo con la falda bordada de cuentas. El color del vestido realzaba el brillo de su pelo. Y sobre el corpiño descansaban las brillantes… esmeraldas.
Estaban descritas con todo lujo de detalles. A través de ese entramado de adjetivos e imaginería romántica, Pedro consiguió visualizarlas. Garabateó unas notas y pasó una página. Y se quedó mirando fijamente.
Era una antigua fotografía, quizá extraída de algún periódico. Estaba bastante borrosa, pero no tuvo ningún problema para reconocer a Felipe. El hombre estaba tan rígido y serio como en el retrato que las Chaves conservaban en el
salón. Pero fue la mujer que estaba sentada a su lado la que le robó a Pedro el aliento.
A pesar de los defectos de la fotografía, era una belleza exquisita, etérea y eterna. Y era la viva imagen de Paula. La piel de porcelana, el cuello esbelto y desnudo rodeado de una masa de pelo recogido al estilo Gibson. Tenía unos ojos enormes y estaba seguro de que debían ser verdes. Y no sonreían, a pesar de que curvaba los labios en una sonrisa.
¿Se lo estaría imaginando o realmente había tristeza en su rostro?
Permanecía sentada en una elegantísima silla, al lado de su marido. Este posaba la mano en el respaldo de la silla en vez de en su hombro. Aun así, a Pedro le pareció advertir cierta posesividad en su gesto. Iban vestidos de manera muy formal, Felipe perfectamente almidonado y planchado, Bianca rodeada de
pliegues y delicadeza. Aquella afectada fotografía había sido tomada en mil novecientos doce.
Y alrededor del cuello de Bianca, desafiando al tiempo, estaban las esmeraldas.
La gargantilla era exactamente tal como la había descrito Paula, con las dos vueltas y la suntuosa esmeralda que colgaba solitaria como una gota de agua.
Bianca las llevaba con una frialdad que tornaba su opulencia en elegancia e intensificaba la sensación de poder.
Pedro deslizó el dedo por cada una de las esmeraldas, casi seguro de que podría sentir la suavidad de las gemas. Comprendía que aquellas piedras preciosas se hubieran transformado en leyenda, que hubieran atrapado la imaginación de los hombres y encendido su codicia.
Pero aquello se le escapaba, era solo una imagen. Sin darse apenas cuenta de lo que estaba haciendo, dibujó el rostro de Bianca y pensó en la mujer que lo había heredado.
La mujer que lo había atrapado.
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