domingo, 23 de junio de 2019
CAPITULO 25 (TERCERA HISTORIA)
Paula se detuvo durante el paseo por el parque natural para que el último grupo de visitantes tuviera tiempo de hacer unas fotografías y descansar. Habían tenido un número excelente de visitantes aquel día. Un alto porcentaje de ellos se había mostrado suficientemente interesado como para hacer un recorrido con el apoyo de uno de los guías. Paula había pasado de pie la mayor parte de las ocho horas de trabajo y había cubierto el mismo trayecto ocho veces, dieciséis si contaba el camino de vuelta.
Pero todavía no estaba cansada. Y sus explicaciones no se limitaban a lo que podía encontrarse en la guía del parque.
—La mayor parte de la vegetación de la isla es típica del norte —comenzó a decir—. Algunas plantas son del subártico, han existido desde que desaparecieron los glaciares hace más de diez mil años. Pero las especies más recientes fueron traídas por los europeos durante los últimos doscientos cincuenta años.
Con una paciencia que era una parte esencial de su carácter, Paula contestaba preguntas, evitaba que los visitantes más jóvenes pisotearan las flores y proporcionaba información sobre la flora local a aquellos que se mostraban interesados en ella. Identificaba el solidago de la costa, las campánulas más jóvenes y cuantas plantas le pedían. Era el último grupo del día, pero le dedicaba tanto tiempo y atención como al primero.
En cualquier caso, ella siempre disfrutaba de aquellos paseos por la costa, escuchando el murmullo de los cantos rodados que chocaban en la superficie y el grito de las gaviotas, y descubriendo para ella y para los turistas los tesoros que merodeaban en los estanques dejados por la marea.
La brisa era ligera y agradable, llevaba hasta ellos la anciana y misteriosa fragancia del mar.
Allí las rocas tenían perfiles mucho más suaves, el flujo y reflujo de la marea las había esculpido con sinuosas y elegantes formas. Sobre la piedra negra, relucían las largas vetas del cuarzo blanco. Por encima de sus cabezas, el cielo estaba intensamente azul, casi sin nubes.
En el mar, se deslizaban los barcos y las boyas repicaban.
Paula pensó en el yate, el Windrider. Aunque en cada una de sus excursiones inspeccionaba todos los de los alrededores, no había visto nada, salvo algunos yates de turistas adinerados o las robustas embarcaciones de los pescadores de langosta.
Cuando vio a Pedro recorriendo el camino del parque para unirse al grupo, sonrió. Llegaba puntualmente, por supuesto, no esperaba menos. Sintió un cálido cosquilleo mientras Pedro deslizaba la mirada desde sus pies hasta su rostro.
Realmente, aquel hombre tenía unos ojos maravillosos, pensó. Serios, intensos, y ligeramente tímidos. Como le ocurría cada vez que lo veía, sintió al mismo tiempo ganas de bromear con él y la necesidad de acariciarlo.
Una combinación interesante, pensó, que, por cierto, no podía recordar haber experimentado con nadie.
Paula parecía tan fría, pensó Pedro, con aquel uniforme tan masculino sobre su esbelta y femenina figura. Era curioso el contraste del caqui de aspecto militar con los pendientes de oro y cristal que colgaban de sus orejas. Se preguntó si sabría lo bien que quedaba frente al mar, mientras este burbujeaba y se mecía a su espalda.
—En la zona situada entre las mareas —comenzó a decir Paula—, la vida se ha aclimatado a los cambios. En primavera es cuando más sube y baja la marea, con una diferencia entre el punto más alto de la marea y el más bajo de unos cuarenta metros.
Continuó hablando de las criaturas que allí sobrevivían y se alimentaban con aquella voz suave y tranquila. Mientras hablaba, una gaviota se deslizó hasta una roca cercana para estudiar a los turistas con su ojo pequeño y expectante.
Las cámaras se pusieron en funcionamiento. Paula se agachó al lado de uno de los estanques. Fascinado por su descripción, Pedro se acercó para verlo por sí mismo.
Había unos largos abanicos rojos a los que Paula describió como un tipo de algas marinas. Todos los niños del grupo gimieron cuando les explicó que se podían comer crudos o cocidos.
En aquel pequeño estanque de agua, descubrió
todo un mundo de seres vivos, todos esperando, explicó, a que subiera otra vez la marea para volver después a sus asuntos.
Con un grácil gesto, señaló unas anémonas que parecían más flores que animales y las diminutas babosas que parecían dormitar sobre ellas. Les mostró también los caparazones que ocultaban las tortugas y caracoles marinos como los buccinos. Hablaba a veces como un biólogo marino y otras como una comediante.
Su agradecida audiencia la bombardeó a preguntas. Pedro descubrió a un adolescente mirando a Paula con una soñadora expresión de deseo y lo compadeció al instante.
Echándose la trenza hacia atrás, Paula puso fin a la excursión, explicando toda la información de la que disponían en el centro de visitantes y otras rutas por parques naturales de la zona.
Algunos miembros del grupo comenzaron a marcharse mientras otros se entretuvieron haciendo más fotografías. El adolescente se quedó merodeando por allí después de que sus padres comenzaran a alejarse, haciendo todas las preguntas que a su aturdido cerebro se le ocurrían sobre los charcos dejados por la marea, las flores silvestres, y aunque no habría prestado la más mínima atención a un petirrojo, los pájaros. Cuando hubo agotado y a todos los temas y su madre lo llamó impacientemente por segunda vez, comenzó a marcharse sin muchas ganas.
—Esta excursión no la olvidará en mucho tiempo —comentó Pedro.
Paula se limitó a sonreír.
—Me gusta pensar que todos ellos recordarán parte de la excursión. Me alegro de que hayas podido venir, profesor —haciendo lo que sus instintos le pedían, lo besó suavemente en los labios.
Al volver la mirada, el adolescente experimentó una punzada de miserable envidia. Pedro se quedó completamente fuera de combate. Los labios de Paula continuaban curvándose en una sonrisa cuando se separó de él.
—Entonces —le comentó—, ¿cómo ha ido el día?
¿Podía una mujer besar a un hombre de tal manera y pretender que continuara conversando después con normalidad? Evidentemente, Paula podía, decidió mientras intentaba respirar.
—Ha sido interesante.
—No se puede esperar nada mejor de un día —comenzó a caminar por el sendero que conducía al centro de información del parque. Arqueó una ceja y miró a Pedro por encima del hombro—. ¿Vienes?
—Sí —con las manos en los bolsillos, empezó a andar detrás de ella—. Eres muy buena.
Paula soltó una carcajada cálida y ligera.
—Vaya, muchas gracias.
—Me refiero… me refería a tu trabajo.
—Por supuesto —lo agarró del brazo—. Es una pena que te hayas perdido los primeros veinte minutos de la última excursión. Hemos visto dos cormoranes de doble cresta y un águila pescadora.
—Siempre he deseado ver un cormorán de doble cresta —contestó Pedro haciendo que Paula volviera a reír—. ¿Siempre haces el mismo recorrido?
—No, tenemos diferentes rutas. Una de mis favoritas es la del estanque Jordan, también podemos ir al Centro de la Naturaleza o subir a las montañas.
—Supongo que eso impide que se convierta en un trabajo aburrido.
—Jamás es aburrido, si lo fuera, y o no habría durado un solo día. Hasta haciendo la misma excursión ves cada día cosas diferentes. Mira —señaló unas plantas de hojas finas y capullos rosa pálido, prácticamente secas—. Rhodora —
le dijo—. Azalea común. Hace solo una semana estaba en pleno esplendor. Es increíble. Ahora los capullos están prácticamente secos y tendrán que esperar hasta la primavera para volver a florecer —acarició las hojas con un dedo—. Me gustan los ciclos. Son tranquilizadores.
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