lunes, 24 de junio de 2019

CAPITULO 28 (TERCERA HISTORIA)





Pedro odiaba ir de compras. Se lo dijo a Paula, se lo repitió con firmeza, pero ella lo ignoró despreocupadamente y lo fue llevando de tienda en tienda. Pedro consiguió protestar cuando le mostraron una camiseta de color fluorescente. Pero perdió frente a otra con el dibujo de una langosta vestida de maître.


Paula no se dejaba intimidar por los dependientes, sino que participaba en el proceso de selección y búsqueda con un aire lánguido, de absoluta relajación. La mayoría de los vendedores la llamaban por su nombre, y durante las conversaciones que acompañaban al proceso de la venta, Paula dejaba caer preguntas sobre un hombre que respondía a la descripción de Caufield.


—¿Todavía no hemos terminado? —en la voz de Pedro había una súplica que consiguió hacer reír a Paula mientras salían a la calle. Una calle repleta de gente vestida con prendas veraniegas de brillantes colores.


—Todavía no —se volvió hacia él. Definitivamente agobiado. Y definitivamente adorable. Iba cargado de bolsas y el flequillo le caía sobre los ojos. Paula se lo echó hacia atrás—. ¿Cómo te las estás arreglando con la ropa
interior?


—Bueno, yo…


—Vamos, cerca de aquí hay una tienda en la que tienen cosas magníficas. Estampado de tigre, frases obscenas y corazoncitos rojos.


—No —Pedro se detuvo en seco—. Ni lo sueñes.


Le costó bastante, pero Paula consiguió dominar una carcajada.


—Tienes razón. Serían completamente inadecuados en tu caso. Así que nos limitaremos a comprar unos de esos calzoncillos blancos que vienen en paquetes de tres.


—Para no tener hermanos, sabes mucho sobre ropa interior masculina — agarró con fuerza las bolsas y, tras pensárselo dos veces, le tendió la mitad a Paula—. En cualquier caso, creo que con la ropa interior podré arreglármelas solo. 


—De acuerdo. Te esperaré en el escaparate.


No le costó distraerse en aquel escaparate lleno de objetos de cristal de diferentes formas y tamaños. Colgaban de un alambre, arrancando colores a la luz del sol que se filtraba por el cristal. Bajo ellos, había toda una exposición de bisutería artesanal. Paula estaba a punto de entrar a preguntar por un par de pendientes cuando alguien chocó con ella por detrás.


—Perdone —el tono de la disculpa fue amabilísimo.


Paula alzó la mirada hacia un hombre robusto, de pelo gris y rostro curtido.


Parecía mucho más irritado de lo que un ligero tropiezo podría justificar y había algo en sus ojos claros que la hizo retroceder. Aun así, consiguió encogerse de hombros y sonreír.


Frunció ligeramente el ceño y se volvió de nuevo hacia el escaparate. Vio a Pedro, a solo unos metros de ella, mirándola estupefacto desde el interior del establecimiento. Después, corrió hacia ella con tal expresión de pánico que Paula contuvo la respiración.


Pedro.


Con un fuerte empujón, Pedro la obligó a entrar en la tienda.


—¿Qué te ha dicho? —le preguntó en un tono tan alterado que Paula abrió los ojos como platos—. ¿Te ha tocado? Si ese bastardo te ha puesto una sola mano encima…


—Ya basta, Pedro —como la mayoría de los clientes estaba empezando a mirarlos, Paula mantenía la voz baja—. Tranquilízate. No sé de qué estas hablando.


Pedro sentía correr una violencia a través de sus venas que jamás había experimentado. El reflejo de aquella furia en sus ojos hizo que algunos turistas se volvieran hacia la puerta.


—Lo he visto a tu lado.


—¿A ese hombre? —desconcertada, miró hacia la ventana, pero el hombre en cuestión ya se había ido—. Solo se ha tropezado conmigo. En verano las calles están abarrotadas de gente.


—¿No te ha dicho nada? —ni siquiera se había dado cuenta de que le estaba agarrando las muñecas con tanta fuerza que empezaba a hacerle daño—. ¿No te ha hecho ningún daño?


—No, por supuesto que no. Venga, será mejor que nos sentemos —hablaba suavemente mientras tiraba de él hacia la puerta, pero en vez de sentarse en uno de los bancos de la calle, Pedro la obligó a colocarse tras él y comenzó a mirar entre la multitud—. Si hubiera sabido que comprar ropa interior te ponía en este estado, no se me habría ocurrido proponértelo.


Pedro se volvió mostrándole la cólera que encendía su mirada.


—Era Hawkins —dijo en tono grave—. Todavía está aquí.




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