domingo, 16 de junio de 2019
CAPITULO 3 (TERCERA HISTORIA)
Pedro sentía el estómago revuelto mientras navegaba en aquel bote. En aquel y ate, se recordó a sí mismo. Un hermoso yate con todas las comodidades de una casa.
Desde luego, con más comodidades que su propia casa, que consistía en un diminuto apartamento, apenas amueblado, situado cerca del campus de la Universidad de Cornell. El problema era que aquella belleza de doce metros de eslora estaba navegando en un más que malhumorado Atlántico. Y las dos píldoras contra el mareo que Pedro se había metido en el cuerpo no parecían estar haciéndole efecto.
Se apartó un oscuro mechón de pelo de la frente, donde, como siempre, volvió a caer rebelde otra vez. El tambaleo del barco sacudió la lámpara de cobre que colgaba sobre el escritorio. Pedro hizo todo lo que pudo para ignorarla.
Tenía que concentrarse en su trabajo. A un profesor de historia no le ofrecían todos los días un empleo tan fascinante y lucrativo como aquel. Y aquella era una muy buena oportunidad que tenía que aprovechar.
Ser contratado como investigador por un millonario excéntrico era un tema digno de ficción. Pero, en su caso, se había convertido en realidad.
Cuando el barco se inclinó, Pedro se llevó la mano a su agitado estómago e intentó respirar hondo. Como aquello no funcionó, intentó concentrarse en su buena suerte.
La carta de Ellis Caufield había llegado en el momento ideal, justo antes de que Pedro se hubiera comprometido a trabajar en otro lugar durante el verano. Y la oferta le había resultado al mismo tiempo irresistible y halagadora.
En su vida cotidiana, Pedro no consideraba que tuviera ninguna reputación en especial. Algunos artículos bien recibidos, algún que otro premio, pero eso era todo lo que había conseguido en el hermético mundo de la academia en el que había decidido enterrarse. Si era un buen profesor, pensaba que se debía al placer que le proporcionaba hacer comprender y admirar el pasado a alumnos tan pendientes siempre del presente.
Había sido toda una sorpresa que Caufield, un hombre de leyes, hubiera oído hablar de él y lo respetara lo suficiente como para ofrecerle un trabajo tan interesante.
Y, para un hombre con la mentalidad de Pedro Alfonso, más interesante aún que el y ate, el salario y la idea de pasar el verano en Bar Harbor, era acceder a la historia que encerraba cada uno de los pedazos de papel que le habían pedido que catalogara.
Un recibo de un sombrero de mujer que databa de mil novecientos treinta y dos. La lista de invitados a una fiesta celebrada en mil novecientos once. Una copia de la cuenta de reparación de un Ford de mil novecientos treinta y cinco.
Las instrucciones manuscritas para preparar un remedio a base de hierbas contra la difteria. Había cartas escritas antes de la Primera Guerra Mundial, recortes de periódicos con nombres como Carnegie o Kennedy, recibos de compra de un armario Chippendale y un candelabro Waterford. Viejos carnés de baile y ajadas recetas.
Para un hombre que pasaba la mayor parte de su vida intelectual en el pasado, aquello era un tesoro. Pedro habría analizado cada uno de aquellos pedazos de papel a cambio de nada, pero Ellis Caufield se había puesto en contacto con él y le había ofrecido más de lo que Pedro podía ganar dando clases durante dos semestres completos.
Era como un sueño hecho realidad. En vez de pasarse el verano luchando para despertar el interés de aburridos estudiantes por la política y la situación de los Estados Unidos antes de la Gran Guerra, estaba viviendo en un sueño. Con el dinero, la mitad del cual y a le habían depositado en el banco, podría tomarse un año sabático y comenzar la novela que durante tanto tiempo había deseado escribir.
Pedro sentía que había contraído una gran deuda con Caufield. Un año entero para hacer lo que quería. Era más de lo que nunca se había atrevido a soñar.
Gracias a su cerebro, había conseguido una beca que le había permitido estudiar en Cornell. Su cerebro había trabajado duramente para permitirle convertirse en doctor en historia con solo veinticinco años. Había pasado ocho años desde entonces, ahorrando, dando clases, preparando conferencias y clasificando documentos. Y solo había tenido tiempo para escribir unos cuantos artículos.
En ese momento, gracias a Caufield, iba a poder tomarse el tiempo del que nunca se había atrevido a disponer. Podría comenzar el proyecto que había mantenido guardado en su corazón y en su cabeza durante años.
Quería escribir una novela ambientada en la segunda década del siglo veinte.
No una lección de historia, ni un ensay o sobre los efectos y las causas de la guerra, sino una historia de personas que se habían visto arrastradas por la Historia. La clase de personas a las que había ido conociendo y comprendiendo a través de aquellos viejos papeles.
Caufield le había dado ese tiempo y él iba a aprovechar la oportunidad. Y todo ello aderezado por un verano en un lujoso yate. Era una pena que Pedro no hubiera previsto cómo iba a afectar a su cuerpo el movimiento del mar.
Particularmente durante las tormentas, pensó, llevándose la mano a su sudoroso rostro. Se esforzaba en concentrarse, pero las desvaídas letras de los papeles se mecían y duplicaban ante sus ojos, añadiendo un terrible dolor de cabeza a sus náuseas. Lo que necesitaba era tomar aire, se dijo a sí mismo. Una buena ráfaga de aire fresco. Aunque sabía que Caufield prefería que se quedara investigando en su camarote durante las noches, Pedro imaginó que también lo preferiría saludable a acurrucado y gimiente en la cama.
Se levantó y gimió suavemente al sentir que se le revolvía el estómago con la llegada de la siguiente ola. Casi pudo sentir su piel adquiriendo un tono verduzco.
Definitivamente, necesitaba aire. Se tambaleó por el camarote, preguntándose si alguna vez llegaría a acostumbrarse al mar. Al cabo de una semana, pensaba que se le estaba dando bastante bien, pero le había bastado saborear el primer incidente climático para ponerse a temblar.
Era una suerte que no hubiera estado, como tantas veces había imaginado, navegando en el May flower. Jamás habría conseguido llegar a Ply mouth Rock.
Aferrándose con la mano a los paneles de caoba, consiguió trasladarse hasta el pasillo que conducía hasta las escaleras que subían a cubierta.
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Así que el ladrón esta otra vez al acecho... Y usando al pobre PP para que busque rastros en los papeles robados
ResponderEliminarWowwwwwww qué intensa va a estar esta historia me parece. Ya me atrapó.
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