lunes, 17 de junio de 2019

CAPITULO 4 (TERCERA HISTORIA)





La puerta del camarote de Caufield estaba abierta. Pedro, que jamás se habría detenido para escuchar a escondidas, se paró un instante con intención de darle a su estómago un momento de reposo. Oyó entonces a su jefe hablando con el capitán. Cuando consiguió sobreponerse al mareo, se dio cuenta de que no estaban hablando ni del tiempo ni de un posible cambio de rumbo.


—No pienso perder ese collar —dijo Caufield con impaciencia—. Ya me he visto envuelto en bastantes problemas por su culpa.


La respuesta del capitán no fue menos tensa.


—No entiendo por qué has metido a Alfonso en esto. Si llega a averiguar a qué se debe tu interés en esos documentos y cómo los has conseguido, él también se convertirá en un problema.


—No lo averiguará nunca. En lo que a nuestro buen profesor concierne, esos papeles pertenecen a mi familia. Y me considera suficientemente rico y excéntrico como para querer preservarlos.


—Si alguna vez llega a oír algo…


—¿Oír algo? —lo interrumpió Caufield con una carcajada—. Está tan enterrado en el pasado que no es capaz de oír ni su propio nombre. ¿Por qué crees que lo he elegido? Yo sé hacer mi trabajo, Hawkins, y he investigado a Alfonso exhaustivamente. Es un académico con más cerebro que ingenio y solo siente curiosidad por el pasado. Acontecimientos como un robo a mano armada o la desaparición de las esmeraldas de los Chaves le son completamente indiferentes.


En el pasillo, Pedro permanecía quieto y en silencio, mientras su malestar físico comenzaba a mezclarse con una repugnante sospecha. 


Robo a mano armada. Aquella frase se repetía en su cerebro.


—Habría sido mejor irnos a Nueva York —se quejó Hawkins—. Podría haber ido trabajando en el caso Waffingford mientras tú te pasabas todo un mes esperando. Podríamos haber tenido los diamantes de esa vieja dama en menos de una semana.


—Esos diamantes pueden esperar —Caufield endureció la voz—. Quiero esas esmeraldas y voy a conseguirlas. Llevo veinte años en este negocio, Hawkins, y sé que un hombre solo tiene una oportunidad en su vida de conseguir algo tan grande.


—Los diamantes…


—Son piedras —en ese momento su voz parecía mucho más dulce, quizá incluso con algún tinte de locura—. Esas esmeraldas son una leyenda. Y van a ser mías. Cueste lo que cueste.


Pedro permanecía completamente paralizado fuera del camarote. Las desagradables náuseas que minutos antes sacudían su estómago habían cesado a causa de la impresión. No tenía la menor idea de lo que estaban hablando y tampoco de cómo encajar todas aquellas piezas de información. Pero una cosa era evidente: estaba siendo utilizado por un ladrón y había algo más que historia en los documentos que pretendían que investigara.


No le había pasado por alto el fanatismo que reflejaba la voz de Caufield, y tampoco la violencia reprimida de Hawkins. Y a lo largo de la historia, elfanatismo había demostrado ser la más peligrosa de las armas. Solo se la podía combatir mediante el conocimiento.


Él tenía los documentos en su mano, los conservaría y encontraría la manera de abandonar el barco e ir directamente a la policía. Aunque lo que podía llegar a explicar no tenía ningún sentido. Retrocedió, esperando haber aclarado sus pensamientos para cuando llegara de nuevo a su camarote. Pero una inoportuna ola sacudió el barco en ese momento y Pedro se vio lanzado a través de la puerta
abierta.


—Doctor Alfonso —aferrándose a ambos lados de su escritorio, Caufield elevó una ceja—. Bueno, parece que ha llegado al lugar equivocado en el momento equivocado.


Pedro se aferró al marco de la puerta y se tambaleó mientras maldecía la inestabilidad del suelo que tenía a los pies.


—Yo… quería tomar aire.


—Ha oído todo lo que hemos dicho —musitó el capitán.


—Soy consciente de ello, Hawkins. No puede decirse que el profesor haya sido dotado con la inexpresividad de un jugador de póquer. Me temo que no va a poder poner un solo pie en la playa durante nuestra estancia en Bar Harbor,
doctor —sacó un revólver cromado—. Un serio inconveniente, lo sé. Pero estoy seguro de que su camarote le resultará más adecuado para satisfacer sus necesidades mientras trabaja. Hawkins, llévatelo y enciérralo.


El retumbar de un trueno hizo vibrar la embarcación. Fue todo lo que Pedro necesitó para comenzar a mover las piernas. Mientras el yate se mecía, volvió corriendo hasta el pasillo. Aferrándose a la barandilla, luchaba contra el movimiento del yate. Los gritos que oía tras él se perdieron en el aullido del viento cuando llegó a cubierta.


Una ráfaga de agua salada le golpeó el rostro, cegándolo por un instante mientras buscaba frenéticamente la manera de escapar. Un rayo rasgó los cielos, mostrándole en aquel instante de luz el mar revuelto, las escarpadas rocas y una franja de tierra a lo lejos. El siguiente movimiento del barco estuvo a punto de tirarlo al suelo, pero consiguió mantenerse en pie gracias a la suerte y a su férrea voluntad de mantenerse erguido. Dejándose llevar por el instinto, echó a correr sobre la húmeda y resbaladiza cubierta. 


Con el siguiente fogonazo de luz, vio a uno de sus dos repentinos enemigos mirándolo. El hombre gritó y le hizo un gesto, pero Pedro dio media vuelta y continuó corriendo.


Intentó pensar, pero tenía la cabeza demasiado abarrotada, demasiado confusa. La tormenta, el movimiento del y ate, el destello de la pistola. 


Era como estar atrapado en medio de una pesadilla de otra persona. Él era un profesor de
historia, un hombre que vivía entre libros y salía escasas veces a la superficie intentando recordar si había comido o se había encargado de la limpieza. Era, lo sabía, terriblemente aburrido, y sus días transcurrían tranquilamente, inmersos en la rutina en la que había convertido su vida. No podía estar en un yate en medio del Atlántico, siendo perseguido por dos ladrones armados.


—Doctor.


La voz de su jefe sonó suficientemente cerca como para hacer que Pedro se volviera. La pistola que vio a menos de dos metros de él le hizo comprender que algunas pesadillas eran reales. Fue girando lentamente hasta quedar atrapado frente a la barandilla del barco. Ya no tenía forma de salir corriendo.


—Sé que esto es una incomodidad para usted —dijo Caufield—, pero creo que sería más inteligente que regresara a su camarote —un relámpago de luz enfatizó su argumento—. La tormenta puede ser corta, pero es muy intensa. Y no nos gustaría que… se cayera por la borda.


—Es usted un ladrón.


—Sí —con las piernas abiertas sobre cubierta, Caufield sonrió. Parecía estar disfrutando de la situación. Del viento, del aire cargado de electricidad y del rostro pálido de la presa que tenía acorralada—. Y ahora que puedo ser sincero con usted, le diré exactamente lo que tiene que buscar. De esa forma nuestro trabajo avanzará mucho más rápido. Vamos, doctor, utilice su tan famoso cerebro.


Por el rabillo del ojo, Pedro vio que Hawkins se acercaba por el otro lado, moviéndose con tanta seguridad sobre la cubierta como una cabra por un accidentado sendero en la montaña. En cuestión de segundos, lo atraparían. Y cuando lo hicieran, estaba seguro, no volvería a ver un aula.


Con un instinto de supervivencia que hasta entonces no había puesto a prueba, se lanzó sobre la barandilla. Oyó el retumbar de otro trueno y sintió que le ardía la sien, después, se sumergió en las aguas convulsas y oscuras del Atlántico.




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