martes, 11 de junio de 2019

CAPITULO 30 (SEGUNDA HISTORIA)




Pedro se prometió a sí mismo que no la molestaría más. Aquella mujer y a había trastornado bastante su cerebro. Demasiado.


Salió a la terraza de su habitación para disfrutar de aquella cálida tarde primaveral. Había abandonado Las Torres lo antes posible. Por supuesto, había cumplido escrupulosamente con sus obligaciones. Paula no era la única persona capaz de hacer siempre lo que se esperaba de ella. Con la ayuda de Susana y de los niños, había decorado el coche de los recién casados. Forzando una sonrisa, les había lanzado arroz junto con todos los demás. Incluso le había
ofrecido a Coco su pañuelo para que se enjugara las lágrimas de felicidad que corrían por su rostro. Y, en compañía de una preocupada Lila, había esperado a que Fred se despertara y soltara su primer ladrido.


Y luego se había largado a toda prisa de allí.


Paula no lo necesitaba. El hecho de que hasta entonces no se hubiera dado cuenta de lo mucho que necesitaba que ella lo necesitara le servía de bien poco.


Y allí estaba él, esperando ayudarla y protegerla, mientras ella salía corriendo tras algún ladrón o se citaba con un tipo llamado Guillermo. Pues bien, y a estaba harto de hacer el ridículo.


Tenía un trabajo que hacer, y lo haría. Paula tenía una vida que vivir, y él también. Ya era hora de que contemplara su situación con un poco de perspectiva. Un hombre tenía que estar loco para enredarse con una mujer así.


Así que se sacaría a Paula Chaves de la cabeza y…


Pedro.


Con una mano todavía apoyada en la barandilla, se volvió. Paula estaba en el umbral. Se había cambiado el vestido de seda por una blusa y unos pantalones de algodón.


—He llamado —empezó a decir, entrando en la terraza—. Pero temía que no quisieras abrirme, así que utilicé mi llave maestra.


—¿No va eso contra las reglas?


—Sí. Lo siento, pero en casa me fue imposible hablar contigo. Después de que se marchó la policía, seguía inquieta —suspiró. Se dijo que, evidentemente, él no iba a facilitarle las cosas. Seguía allí, todavía con los pantalones del frac y la camisa blanca desabrochada, descalzo, mirándola con expresión pensativa—. Supongo que no me sentía cómoda… con este asunto, el nuestro, sin terminar.


—De acuerdo —después de encender un cigarro, se apoyó en la barandilla.


—No es tan sencillo. Antes estaba enfadada y furiosa porque… porque alguien se había metido en la casa. En mi casa. Sé que estabas preocupado por mí, y que fui muy brusca contigo. Y, solo después de que me tranquilizara un poco, me di cuenta de que te sentías dolido porque no se me había ocurrido pedirte ayuda.


—Descuida —soltó una bocanada de humo—. Lo superaré.


—No es solo eso… —se interrumpió y comenzó a caminar de un lado a otro de la estrecha terraza. No, no le iba a poner las cosas nada fáciles—. Estoy acostumbrada a enfrentarme sola a las cosas. Siempre he sido la única capaz de encontrar una solución lógica para todo, o el camino más corto para solucionar un problema. Forma parte de mi carácter. Cuando hay que hacer algo, lo hago. Supongo que no tengo más remedio. No es que no quiera pedir ayuda. Es más bien… que estoy acostumbrada a que me la pidan a mí, más que pedirla yo misma.


—Una de las cosas que admiro de ti, Paula, es tu eficacia, la manera que tienes de hacer las cosas. ¿Por qué no me dices lo que vas a hacer conmigo?


—Porque no lo sé —se esforzó por mantener la calma y siguió caminando por la terraza—. Y eso no me gusta. Siempre sé lo que tengo que hacer. Pero, por mucho que me devano los sesos, no puedo encontrar una respuesta.


—Quizá sea porque dos y dos no siempre hacen cuatro.


—Pero deberían hacer cuatro —insistió—. Al menos para mí. Lo único que sé es que tú me haces sentir… diferente de como me sentía antes. Y eso me asusta —cuando se volvió hacia él, tenía la mirada oscurecida por la furia—. Ya sé que para ti es fácil, pero para mí no.


—¿Que para mí es fácil? —repitió Pedro—. ¿Crees que es fácil para mí? —en un impulso, tiró el cigarro al suelo y lo aplastó con el pie—. He estado quemándome a fuego lento desde la primera vez que te vi. Eso, para un hombre, no es nada fácil, Paula. Créeme.


Como le resultaba difícil incluso respirar, le salió la voz en un murmullo:
—Nadie me había deseado tanto como tú. Eso me asusta —apretó los labios —. Y nunca he deseado a nadie como te deseo a ti. Y eso me aterra.


Pedro extendió una mano y la sujetó de una muñeca.


—No esperes decirme una cosa así, o mirarme como me estás mirando ahora mismo, y luego pedirme que te deje en paz.


Presa de una mezcla de pánico y excitación, Paula negó con la cabeza.


—No es eso lo que te estoy pidiendo.


—Entonces suéltalo.


—Maldita sea, Pedro. No quiero que seas razonable. No quiero pensar. Quiero que dejes de hacerme pensar, ahora mismo —con un gemido le echó los brazos al cuello y lo besó en los labios.


Tenía miedo. Temía estar dando un gigantesco paso en el borde de un profundo acantilado. Y sentía júbilo, también. Porque estaba dando aquel paso con los ojos bien abiertos. Y él estaba con ella en aquella caída. Su cuerpo caía con el suyo.


Pedro


—No digas nada —la abrazó con fuerza mientras deslizaba los labios por su cuello. Su pulso acelerado latía al mismo ritmo que su corazón. Se dio cuenta de que jamás antes había experimentado aquella sensación de unidad, de fusión, con ninguna otra mujer—. Ni una sola palabra.



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