martes, 11 de junio de 2019

CAPITULO 31 (SEGUNDA HISTORIA)




La hizo entrar en la habitación, dejando abierta la puerta de la terraza para que entrara la brisa del mar, perfumada por el aroma de las flores. 


Le acarició primeramente el cabello, deleitándose con su textura. Luego, muy suavemente, como si fuera la caricia de una pluma, le rozó los labios con los suyos. No, no quería escuchar ninguna palabra suya, porque no estaba seguro de poder encontrar, a su vez, las palabras necesarias para decirle que la tenía dentro del corazón. Pero se lo iba a demostrar.


Vacilante, Paula se abrazó a su pecho. No quería mostrarse débil en aquel momento, sino fuerte. Pero aun así, al sentir sus labios en su rostro, tembló.


Con exquisita lentitud, tocándola apenas, Pedro le desabrochó la blusa y se la deslizó por los hombros. Llevaba debajo una camiseta blanca de algodón. Sin dejar de mirarla a los ojos le soltó los pantalones, que cayeron al suelo. Luego, cuando ella se disponía a acariciarlo, le tomó las manos.


—No, déjame tocarte.


Indefensa, cerró los ojos mientras Pedro delineaba con las yemas de los
dedos la curva de sus senos. Acariciándola como si estuviera hecha del cristal más fino y delicado del mundo. Elegantemente erótica, aquella levísima caricia le inflamó la sangre hasta que, por un instante, creyó morirse de puro placer.


Echó la cabeza hacia atrás, y un gemido escapó de su garganta mientras Pedro proseguía su lánguida exploración con paciente ternura. Podía ver el oscuro brillo que relumbraba en sus ojos, sentir el temblor que recorría su cuerpo. 


Cada vez más excitado, comenzó a acariciar con los pulgares los pezones que se tensaban contra la tela. Luego su lengua sustituyó a sus manos, y Paula se aferró frenéticamente a sus hombros para sostenerse.


—Por favor… no puedo…


En aquel instante se sentía ya cayendo rápidamente al vacío, pero él estaba allí para recogerla. Cuando sintió que se le doblaban las rodillas, Pedro la levantó en brazos y la tumbó sobre la cama.


—Nadie… —murmuró ella contra sus labios— …nadie me había hecho nunca el amor así.


—Pues apenas he empezado.


Y se lo demostró. Con exquisita paciencia fue acariciando y excitando sensibles zonas de su cuerpo que ella ni siquiera sabía que existían. 


Con cada caricia era como si descubriera puertas hasta ese momento firmemente cerradas, abriéndolas de par en par para que entrara la luz, el aire.


No se detenía nunca. Cuando sentía la tentación de apresurarse, de proceder a su propio desahogo, se descubría a sí mismo ansioso de explorar, de saborear más. Deslizó las manos por sus costados subiéndole la camiseta, hasta sacársela por la cabeza. Y al fin pudo paladear la finísima piel de sus senos. Paula enterró los dedos en su pelo, estrechándolo contra su pecho con verdadera desesperación. 


«Quemarse a fuego lento» ; ¿no era eso lo que le había dicho antes?, se preguntó frenéticamente mientras los labios de Pedro descendían poco a poco por su cuerpo. Ahora podía entenderlo, cuando el cuerpo le ardía por dentro cada vez más, grado a grado.


Para entonces Pedro ya estaba apartando la última barrera de ropa, y ella no podía hacer otra cosa que retorcerse bajo sus dedos, jadeante.


Cuando comenzó a acariciarla con la lengua, se arqueó contra él, aferrando con fuerza las sábanas. Inefables sensaciones asaltaban su cerebro, demasiado rápidas, demasiado agudas. Y por mucho que se esforzara por separarlas, por discernirlas, parecían anudarse en una confusa maraña sin principio ni final.


¿Era consciente de que estaba gritando su nombre una y otra vez?, se preguntó. ¿Sabía que su cuerpo se movía con voluntad propia, con un ritmo lento y sinuoso, como si y a hubiera entrado en ella? Pedro continuaba excitándola
incansable, gradualmente, saboreando cada instante, cada necesidad, cada anhelo.


Paula abrió los ojos, aturdida. Solo podía ver su rostro, tan cerca del suyo, con aquella mirada tan intensa. Alzó las manos para abrirle la camisa y acariciarlo tan lenta y meticulosamente como él la había acariciado a ella.


Luego se incorporó para besarle el pecho y deslizar los labios lentamente hasta su garganta.


Atardecía, y la luz se volvía por momentos más débil, hasta convertirse en penumbra. Ágilmente procedió Paula a desvestirlo, y le fue sembrando el cuerpo de besos, sintiéndolo temblar bajo sus labios.


Poco después, con un suspiro, Pedro se deslizaba en su interior. Paula contuvo el aliento, y se fue relajando poco a poco. Comenzaron a moverse juntos, a un ritmo deliberadamente lento, deliciosamente suave. Era una sensación tan dulce que se le llenaron los ojos de lágrimas, que él enjugó beso a beso.


Pero gradualmente la dulzura se fue transformando en ardor, y el ardor en un verdadero incendio. Nublada la mirada de pasión, sintió que Pedro le tomaba las manos entrelazando los dedos con los suyos y apretándoselos conforme la arrastraba a la cumbre del placer. Y su nombre estalló en sus labios en el instante en que se reunió en aquella misma cumbre con ella.



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