martes, 25 de junio de 2019
CAPITULO 30 (TERCERA HISTORIA)
Paula la dejó divagar a su antojo. Mucho después de que Catalina se hubiera ido, el eco de su júbilo permanecía en la habitación.
Aquello era lo que la torre necesitaba, pensó Paula. El júbilo de la más pura felicidad. Permaneció allí donde estaba, sintiéndose satisfecha y contemplando elevarse la luna en el horizonte. Una luna medio llena, blanca, flotando en el cielo y haciéndola soñar.
¿Qué se sentiría viviendo con alguien, estando felizmente casada y sintiendo crecer un bebé en las entrañas? Creando una vida junto a alguien que podía llegar a conocerla tan bien. Alguien capaz de conocerla y amarla a pesar de sus defectos. Quizá incluso a causa de ellos.
Sería adorable, pensó. Sería, sencillamente, adorable. Y aunque ella todavía no hubiera encontrado aquel amor, le bastaba mirar a Catalina y a Amelia para saberlo.
Con cierto pesar, apagó la luz de la habitación y comenzó a bajar a su habitación. La casa estaba en completo silencio. Suponía que debía ser y a media noche y todo el mundo se habría ido a la cama. Una opción inteligente, pensó, pero ella todavía estaba demasiado inquieta para descansar.
Intentando tranquilizarse, se dio un largo y fragante baño y después se puso su bata favorita. Aquel era uno de los pequeños placeres con los que a menudo se complacía, agua caliente y perfumada, después, el frío tacto de la seda. Todavía nerviosa, salió a la terraza para dejarse arrullar por la brisa nocturna.
Era demasiado romántico, pensó. Los rayos plateados de la luna sobre los árboles, el quedo chapoteo del agua en las rocas, los dulces aromas del jardín.
Mientras permanecía allí, un pájaro tan inquieto como ella comenzó a entonar una solitaria canción nocturna. Aquella música la hizo anhelar algo. A alguien.
Una caricia, un susurro en la oscuridad. Un brazo sobre sus hombros.
Un compañero.
No solo una pareja física, sino una pareja sentimental y espiritual. Había conocido a hombres que la habían deseado y sabía que eso nunca sería suficiente. Tenía que haber alguien capaz de ver más allá del color de su pelo o de la forma de su rostro, alguien capaz de encontrar su corazón.
Quizá estuviera pidiendo demasiado, pensó Paula con un suspiro. ¿Pero no era preferible a pedir poco? Mientras tanto, tendría que concentrarse en otras cosas y dejar su corazón en las caprichosas manos del destino.
Comenzaba a volverse para entrar en su dormitorio cuando un movimiento le llamó la atención. Bajo la luz de la luna, vio dos sombras inclinadas, moviéndose silenciosa y rápidamente por el jardín. Antes de que hubiera podido hacer nada más que registrar su existencia, las sombras y a se habían fundido con las del jardín.
No se lo pensó dos veces. Una casa era algo que merecía la pena defender.
Con los pies descalzos para no hacer ruido, bajó los escalones y caminó hacia las sombras. Quien quiera que hubiera traspasado el territorio de las Chaves, iba a llevarse el susto de su vida.
Como un fantasma, se deslizó por el jardín, dejando que la bata flotara a su alrededor. Oyó voces, amortiguadas y emocionadas al mismo tiempo y distinguió el débil haz de luz de una linterna. Se oyó una risa que fue rápidamente
sofocada y después el sonido de una pala removiendo la tierra.
Aquel sonido, más que ninguna otra cosa, sacó a la superficie todo el temperamento de los Chaves. Con el valor de saberse con la razón, caminó hacia delante.
—¿Qué demonios pensáis que estáis haciendo?
Se oyó el golpe de la pala contra una piedra, como si la hubieran dejado caer.
La luz de la linterna iluminó las azaleas. Dos nerviosos adolescentes, con el mapa del tesoro en la mano, miraron asustados a su alrededor, buscando la fuente de aquella voz. Vieron la figura de una mujer vestida de blanco.
Consciente de su imagen, Paula alzó los brazos, sabiendo que las mangas se inflarían de manera
perfecta.
—Soy la guardiana de las esmeraldas —estuvo a punto de echarse a reír, complacida por el tono de su voz—. ¿Os atrevéis a enfrentaros a la maldición de los Chaves? A cualquiera que se atreva a profanar estas tierras le espera una muerte terrible. Si apreciáis en algo vuestras vidas, salid corriendo ahora mismo de aquí.
No tuvo que decírselo dos veces. El mapa del tesoro por el que habían pagado diez dólares salió volando mientras ellos corrían por el camino, empujándose el uno al otro y tropezando con sus propios pies. Riéndose de sí misma, Paula fue a buscar el mapa.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario