viernes, 28 de junio de 2019
CAPITULO 41 (TERCERA HISTORIA)
—¿Para qué diablos nos va a servir todo este montón de papeles?
Hawkins caminaba nervioso por una de las soleadas habitaciones de la casa que habían alquilado. Él nunca había sido un hombre paciente. Prefería usar sus puños o cualquier arma a su cerebro. Su socio, que había adoptado el nombre de Robert Marshall, estaba sentado en un escritorio de roble, revisando detenidamente los documentos que había robado de Las Torres un mes antes. Se había teñido el pelo de un indefinido tono castaño.
Si Pedro Alfonso lo hubiera visto, lo habría identificado al instante como Ellis Caufield. Ningún nombre falso, ningún disfraz, podría esconder que era el ladrón cuya mente sin escrúpulos había planificado robar las esmeraldas de las Chaves.
—Me tomé numerosas molestias para conseguir esos documentos —replicó Caufield en tono aplacible—. Y ahora que hemos perdido al profesor, tendré que descifrarlos yo mismo. Simplemente, tardaré un poco más.
—Todo este asunto apesta.
Hawkins fijó la mirada en la ventana, en los frondosos árboles que flanqueaban la casa. Estaba escondida detrás de un bosquecillo de álamos cuyas hojas agitaba continuamente la brisa. Con las ventanas del estudio abiertas de par en par, la esencia de los pinos y los guisantes dulces inundaba la habitación.
Pero Hawkins solo podía oler su propia frustración. El luminoso azul de la bahía no mejoraba su humor. Había pasado suficiente tiempo en prisión como para sentirse encerrado en aquel lugar, por hermosos que fueran los alrededores.
Haciendo crujir sus nudillos, Hawkins se apartó de la ventana.
—Podríamos pasarnos semanas aquí metidos.
—Deberías aprender a apreciar este paisaje. Y esta habitación —el nerviosismo de su compañero era irritante, pero lo toleraba. Al menos mientras necesitara a Hawkins. Después de que las esmeraldas fueran encontradas… Bueno, ese era otro asunto—. Desde luego, yo prefiero la casa al yate. Y encontrar un alojamiento adecuado frente a la bahía ha sido caro y difícil.
—Esa es otra de las cosas —Hawkins sacó un cigarrillo—. Estamos gastando un dineral y lo único que hemos conseguido hasta ahora ha sido un montón de papeles.
—Te aseguro que las esmeraldas valdrán mucho más que todo el dinero que llevamos gastado.
—Si es que las malditas esmeraldas existen.
—Existen —Caufield despejó el humo con la mano, con un gesto de irritación y repitió con expresión intensa—: Existen. Y antes de que termine este verano, las tendré en mis manos —alzó las manos. Eran suaves, blancas y ágiles. En ese momento, estaba imaginando las relucientes piedras preciosas sobre ellas—. Y serán mías.
—Nuestras —lo corrigió Hawkins.
Caufield alzó la mirada y sonrió.
—Nuestras, por supuesto.
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