viernes, 28 de junio de 2019
CAPITULO 42 (TERCERA HISTORIA)
Después de cenar, Pedro volvió a concentrarse en la lista. Se dijo a sí mismo que estaba siendo responsable, haciendo lo que tenía que hacer.
Pero la verdad era que tenía que poner distancia entre él y Paula. No podía continuar engañándose diciendo que lo que sentía por ella solo era deseo. Que era una simple reacción física que podría ser activada por una imagen en la televisión o una voz en la radio.
Porque sabía que no había nada simple ni fácil de ignorar en su forma de reaccionar ante Paula.
A medida que iban pasando los días, sus sentimientos eran más confusos, menos estables y más ingobernables. La situación ya era suficientemente complicada cuando le bastaba mirarla para desearla. En ese momento, le bastaba mirarla para sentir que sus deseos se fundían con sueños poco realistas, absurdos e imposibles.
Pedro nunca había dedicado mucho tiempo a pensar en el amor, y ninguno en absoluto a pensar en el matrimonio o la familia. Su trabajo siempre había sido suficiente para él, había llenado todos los vacíos de su vida. Había disfrutado de las mujeres, y aunque estaba lejos de haber sido el Don Juan de Cornell, había mantenido algunas relaciones cómodas y satisfactorias. Aun así, nunca había sentido la necesidad de correr al altar o comenzar a construir un hogar.
La soltería le gustaba. Cuando pensaba en el futuro se imaginaba a sí mismo como un malhumorado anciano y con un hermoso perro como única compañía.
Era un hombre sencillo que vivía una vida tranquila. Al menos hasta entonces.
Y en cuanto ayudara a localizar las esmeraldas de las Chaves, regresaría a su vida tranquila. Y regresaría solo. Aunque las cosas y a nunca serían exactamente iguales para él, sabía que Paula se olvidaría del torpe profesor de universidad antes de que los vientos invernales comenzaran a soplar en la bahía.
E imaginaba que cuanto antes terminara lo que se había mostrado de acuerdo en hacer y se marchara, más fácil le resultaría irse. Terminó la lista y decidió que ya había llegado la hora de dar el siguiente paso hacia el final del más increíble verano de su vida.
Encontró a Amelia en su habitación, trabajando en su propia lista. Era la de los invitados a su boda, que se celebraría en menos de tres semanas.
—Siento interrumpir.
—No te preocupes —Amelia empujó suavemente sus gafas y sonrió—. Tengo todo bajo control, excepto mis nervios —ordenó sus papeles y los dejó sobre la bandeja que tenía en el escritorio—. Yo era partidaria de fugarme con Samuel, pero tía Coco me habría asesinado.
—Supongo que una boda lleva muchísimo trabajo.
—Incluso preparar una ceremonia sencilla y familiar es como planificar la mayor de las ofensivas. O como estar en el circo —decidió, y soltó una carcajada—. Tienes que terminar haciendo malabares con los fotógrafos, la colocación de los invitados y los arreglos florales. Pero me está saliendo todo muy bien. Me está ayudando Catalina aunque debería ser capaz de hacerlo todo yo sola. Pero… —se quitó las gafas y comenzó a doblar y desdoblar las patillas—. Todas estas cosas me desequilibran, así que Pedro, intenta distraerme un rato y cuéntame qué te preocupa a ti.
—He estado trabajando en esta lista y no sé si está completa —le mostró la lista—. Son todos los nombres de los sirvientes que trabajaron en la casa el verano en el que Bianca murió, al menos los que he podido encontrar.
Amelia apretó los labios y volvió a ponerse las gafas. Admiró aquellas columnas ordenadas, escritas con una letra nítida.
—¿Son todos estos?
—Son los que aparecen en el libro de contabilidad que he consultado. He pensado que podríamos ponernos en contacto con sus familias. Quizá incluso tengamos suerte y alguno de ellos viva.
—Cualquiera que trabajara aquí en esa época, debe rondar ya los cien años.
—No necesariamente. Muchos de los empleados podrían ser muy jóvenes. Algunas doncellas, el jardinero, o las ayudantes de cocina, por ejemplo — cuando Amelia comenzó a tamborilear con el lápiz en la mesa, añadió—: Hay pocas probabilidades, lo sé, pero…
—No —con la mirada fija en la lista, Amelia asintió—. Aunque no pudiéramos encontrar a nadie de los que trabajó entonces aquí, es posible que les contaran algo a sus hijos. Es casi seguro que la mayor parte de ellos vivían en esta zona, y quizá todavía lo sigan haciendo —alzó la mirada—. Has tenido una buena idea, Pedro.
—Me gustaría que me ayudaras a confirmar algunos nombres.
—Te ayudaré en todo lo que pueda, pero no va a ser fácil.
—Investigar es lo que mejor se me da.
—Y has hecho un gran trabajo —le tendió una mano para estrechársela—. ¿Por qué no nos dividimos la lista entre los dos y comenzamos mañana? Supongo que la cocinera, el mayordomo, el ama de llaves, la dama personal de Bianca y la niñera vendrían con ellos desde Nueva York.
—Pero seguramente las asistentas y los empleados de menor rango serían contratados en la localidad.
—Exactamente, podemos dividir la lista de esa forma y después comprobar los datos —se interrumpió cuando Samuel entró en la habitación con una botella de champán y dos copas.
—Te dejo cinco minutos sola y ya empiezas a entretenerte con otro —dejó la botella de champán a un lado—. Y además estáis hablando de comprobar datos. Esto debe ser algo serio.
—Ni siquiera hemos empezado a ponerlos en orden alfabético —respondió Amelia.
—Parece que he llegado justo a tiempo —tomó el lápiz que Amelia tenía en la mano antes de hacerla levantarse—. Cinco minutos más, y y a podrías haber estado empezando a hacer correlaciones.
Desde luego, allí no lo necesitaban, decidió Pedro. Por la forma en la que se estaban besando, aparentemente se habían olvidado de él. Mientras se marchaba, miró envidioso por encima del hombro. Se estaban mirando el uno al otro, sonriendo, sin decir nada. Era evidente que se trataba de dos personas que sabían lo que querían: se querían el uno al otro.
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