viernes, 12 de julio de 2019

CAPITULO 15 (CUARTA HISTORIA)




Sabía que volvería. Sin importar lo imprudente o equivocado que pudiera haber sido eso, la busqué cada tarde. Los días que ella no venía a los riscos, me encontraba alzando la vista a Las Torres, anhelándola de un modo que no tenía derecho a anhelar a la esposa de otro hombre. Los días que caminaba hacia mí, con su cabello como fuego fundido, con una sonrisa leve y tímida en los labios, me hacía conocer un júbilo inimaginable.


Al principio nuestras conversaciones eran corteses y distantes. El clima, rumores sin importancia del pueblo, arte y literatura. Con el paso del tiempo, comenzó a sentirse más a gusto conmigo. Me hablaba de sus hijos, a los que llegué a conocer a través de ella. La pequeña Carolina, enamorada de los vestidos bonitos y que deseaba tener un pony. El joven Elias, que solo deseaba correr y encontrar aventuras. Y el pequeño Sergio, quien estaba aprendiendo a gatear.


No hacía falta ser muy perceptivo para darse cuenta de que sus hijos eran su vida. Rara vez hablaba de las fiestas, los musicales a los que asistía, las reuniones sociales a las que yo sabía que asistía casi cada noche. Jamás hablaba del hombre con el que se había casado.


Reconozco que él despertaba mi curiosidad. 


Desde luego, era del conocimiento general que Felipe Chaves era un hombre ambicioso y rico, que en el transcurso de su vida había convertido unos pocos dólares en un imperio. En el mundo de los negocios despertaba respeto y miedo. 


Pero eso no me importaba nada.


Quien me obsesionaba era el hombre privado. El hombre que tenía derecho a llamarla esposa. El hombre que se acostaba junto a ella por la noche, el que la tocaba. El hombre que conocía la textura de su piel, el sabor de su boca. 


El hombre que sabía la sensación que provocaba que ella se moviera bajo él en la oscuridad.


Ya estaba enamorado de ella. Quizá lo había estado desde el instante en que la vi caminar con el niño entre las rosas silvestres.


Habría sido mejor para mi cordura si hubiera elegido otro lugar en el que pintar. No pude. 


Sabiendo ya que no tendría más de ella, que no podría tener más que unas horas de conversación, regresé. Una y otra vez.


Ella aceptó dejar que la pintara. Comencé a ver, tal como un artista ha de ver, a la mujer que llevaba en el interior. Más allá de su belleza, de su serenidad y educación, había una mujer desesperadamente infeliz. Quise tomarla en brazos, exigir que me contara qué le había provocado esa expresión triste en los ojos.


Pero solo la pinté. No tenía derecho a más.


Nunca he sido un hombre paciente o noble. Pero con ella descubrí que podía ser ambas cosas. 


Sin tocarme nunca, ella me cambió. Nada sería igual para mí después de aquel verano demasiado breve… aquel verano en que aparecía para sentarse en las rocas y contemplar el mar.


Incluso ahora, una vida más tarde, puedo ir a esos riscos y verla. Puedo oler el mar que nunca cambia y percibir su perfume. Solo he de recoger una rosa silvestre para recordar las luces encendidas de su cabello. Al cerrar los ojos, oigo el murmullo del agua sobre las rocas abajo y su voz vuelve tan clara y dulce como ayer. Me recuerda la última tarde de aquel primer verano, cuando se irguió a mi lado, lo bastante cerca como para tocarla, tan distante como la luna.


—Nos marchamos por la mañana —dijo sin mirarme—. Los niños lamentan irse.


—¿Y usted?


Una leve sonrisa se asomó a sus labios, pero no en sus ojos.


—A veces me pregunto si he tenido una vida anterior. Si mi hogar fue una isla como esta. La primera vez que vine aquí, fue como si hubiera estado esperando para volver a verla. Echaré de menos el mar.


Cuando ella me miró, quizá fueron mis propias necesidades las que me hicieron pensar que también me echaría de menos. Luego apartó la vista y suspiró.


—Nueva York es tan diferente, tan lleno de ruido y prisas. De pie aquí me cuesta creer que existe un lugar así. ¿Se quedará a pasar el invierno en la isla?


Pensé en el frío y en los meses duros que me esperaban y maldije al destino por provocarme con lo que jamás podría tener.


—Mis planes cambian con mi estado de ánimo —respondí con ligereza, esforzándome por mantener la amargura fuera de mi voz.


—Le envidio su libertad —entonces regresó hasta el retrato casi acabado en el caballete—. Y su talento. Me ha plasmado de forma superior a lo que soy.


—Inferior —tuve que apretar con fuerza las manos para evitar tocarla—. Algunas cosas jamás se pueden capturar en un lienzo.


—¿Cómo lo llamará?


—Bianca. Su nombre es suficiente.


Debió percibir mis sentimientos, aunque traté desesperadamente de contenerlos dentro de mí. 


Algo se reflejó en sus ojos al mirarme, y mantuvo el contacto visual más de lo recomendable. Luego retrocedió con cautela, como una mujer que se hubiera acercado demasiado al borde de un risco.


—Un día será famoso, y la gente suplicará por tener su obra.


—No pinto por la fama —me era imposible quitarle los ojos de encima, sabiendo que podía ser la última vez que la veía.


—No, y por eso la conseguirá. Cuando llegue ese momento, recordaré este verano. Adiós, Christian.


Se alejó de mí, en lo que consideré que era la última vez que la veía, se alejó de las rocas y atravesó la hierba y las flores silvestres que se agitaban en busca del sol.





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