viernes, 12 de julio de 2019

CAPITULO 16 (CUARTA HISTORIA)




Coco Chaves McPike no creía en dejar las cosas al azar… en particular cuando su horóscopo del día aconsejaba que tomara una parte más activa en un asunto familiar y que visitara a un antiguo conocido. Consideraba que podía cumplir ambas cosas si le hacía una visita informal a Pedro Alfonso.


Lo recordaba como un joven de pelo oscuro y ojos encendidos que había repartido langostas y dado vueltas por el pueblo, a la espera de que hubiera problemas. También recordaba que una vez se había detenido a cambiarle la rueda del coche mientras ella trataba de descifrar qué extremo del gato había que poner debajo del guardabarros. Ofendido, había rechazado que le pagara antes de subirse a la moto y largarse sin que ella lo hubiera podido agradecer bien.


«Orgulloso, arrogante, rebelde» , pensó mientras metía el coche en la entrada de la casa de Pedro. Sin embargo, de un modo más bien arisco, caballeroso. Quizá si se mostraba inteligente, y Coco creía serlo, podría manipular todos esos rasgos para conseguir lo que quería.


« Así que esta era la cabaña de Christian Alfoso» , reflexionó. Ya la había visto con anterioridad, pero no desde que conocía la conexión existente entre las dos familias. Se detuvo un instante. Con los ojos cerrados intentó sentir algo. Sin duda debía haber algún resto de energía, algo que el tiempo y el viento no se hubiera llevado.


A Coco le gustaba considerarse una mística. Ya fuera una evaluación real o una constatación de que tenía una imaginación viva, estaba segura de que sentía un vestigio de pasión en el aire. Complacida consigo misma, se dirigió hacia la casa.


Se había vestido con sumo cuidado. Quería estar atractiva, por supuesto. Su vanidad no permitiría otra cosa. Pero también había querido parecer distinguida y con un leve aire maternal. Consideraba que el viejo y clásico traje de Chanel de color azul era perfecto.


Llamó y exhibió en la cara lo que creyó que era una sonrisa sabia y tranquilizadora. Los ladridos fuertes y el torrente de juramentos procedentes del interior hicieron que se llevara una mano al pecho.


Recién salido de la ducha, con el pelo chorreando y de mal humor, Pedro abrió la puerta de golpe. Sadie saltó. Coco chilló. Unos buenos reflejos impulsaron a Pedro a retener al cariñoso animal por el collar antes de que pudiera enviar a Coco más allá de la barandilla del porche.


—Santo cielo —Coco miró del perro al hombre, mientras hacía malabarismos con la bandeja de bollos de chocolate que sostenía—. Santo cielo. Que perro tan grande. Sin duda se parece a nuestro Fred, del que había esperado que dejara de crecer. Si hasta podría montar encima de él, ¿verdad? —le sonrió a Pedro—. Lo siento tanto. ¿Lo he interrumpido?


Él siguió luchando con el perro, que había percibido el olor de los bollos y quería su parte. Ya.


—¿Perdone?


—Lo he interrumpido —repitió Coco—. Sé que es temprano, pero en días como este no puedo quedarme en la cama. Tanto sol y el canto de los pájaros. ¿Cree que le gustará uno? —sin esperar una respuesta, Coco sacó uno de los bollos—. Y ahora siéntate y compórtate —con lo que sin duda era una sonrisa, Sadie dejó de tirar, se sentó y miró a Coco con ojos de adoración—. Buen perro —Sadie aceptó el manjar con educación, luego trotó al interior de la casa para disfrutarlo—. Bien —complacida con la situación, le sonrió a Pedro—. Probablemente no me recuerda. Cielos, han pasado años.


—Señora McPike —la recordaba, desde luego, aunque la última vez que la había visto, el pelo de ella había sido de un rubio oscuro. Habían pasado diez años, pero se la veía más joven. O bien había recibido un magnífico retoque estético o bien había descubierto la fuente de la eterna juventud.


—Sí. Me halaga que un hombre atractivo me recuerde. Aunque la última vez que nos vimos no era más que un muchacho. Bienvenido a casa —le ofreció la bandeja de bollos.


Y no le dejó más alternativa que aceptarla e invitarla a pasar.


—Gracias —entre plantas y bollos, las Chaves empezaban a tener la costumbre de llevarle regalos—. ¿Puedo hacer algo por usted?


—Para ser sincera, me moría por ver la casa. Pensar que aquí es donde vivía Christian Alfonso, y trabajaba —suspiró—. Y soñaba con Bianca.


—Bueno, en todo caso vivió y trabajó aquí.


—Paula me ha contado que no está del todo convencido de que se amaran. Puedo comprender su renuencia a aceptarlo de inmediato, pero verá, forma parte de la historia de mi familia. Y de la suya. ¡Oh, qué cuadro glorioso! — cruzó la habitación hacia un brumoso paisaje marino que colgaba encima de la chimenea. Incluso a través de la niebla los colores eran intensos y vívidos, como si la vitalidad y la pasión estuvieran luchando por liberarse del menguante telón gris. Crestas blancas y turbulentas, el reborde negro e irregular de la roca, las sombras de las islas varadas en un mar frío y oscuro—. Es poderoso —murmuró —. Y solitario. Lo pintó él, ¿verdad?


—Sí.


—Si quisiera contemplar esta vista —suspiró con tono trémulo—, solo tendría que pasear por los riscos debajo de Las Torres. Paula lo hace, a veces con los niños, a veces sola. Demasiado a menudo sola —giró, desterrando el estado de ánimo sombrío—. Mi sobrina parece percibir que usted no se encuentra especialmente interesado en confirmar la relación de Bianca y Christian, y en ayudar a encontrar las esmeraldas. Me cuesta creerlo.


—No debería ser así, señora McPike —dejó la bandeja a un lado—. Pero lo que le dije a su sobrina fue que si alguna vez quedaba convencido de que hubiera alguna conexión relevante, haría lo que pudiera para ayudar. Lo cual, según mi parecer, es poco.


—Usted fue oficial de policía, ¿no?


—Sí —enganchó los dedos pulgares en los bolsillos, sin confiar mucho en el cambio de tema.


—He de reconocer que me sorprendió enterarme de que había elegido esa profesión, pero estoy segura de que se encontraba bien preparado para el trabajo.


—Solía estarlo —la cicatriz en la espalda pareció palpitarle.


—Y supongo que habrá solucionado casos.


—Algunos —curvó un poco los labios.


—De modo que ha buscado pistas y las ha seguido hasta dar con la respuesta adecuada —le sonrió—. Siempre admiro al policía en la televisión que soluciona el misterio y ata todos los cabos sueltos antes que termine el episodio.


—La vida no es así de ordenada.


—No, bajo ningún concepto, pero es indudable que nos vendría bien alguien de su experiencia —regresó a su lado; ya no sonreía—. Seré sincera. De haber sabido los problemas que le iba a causar a mi familia, habría dejado que la leyenda de las esmeraldas desapareciera conmigo. Cuando mi hermano y su mujer murieron, y dejaron a sus hijas a mi cuidado, también asumí la responsabilidad de transmitirles la historia de las esmeraldas Chaves… cuando fuera el momento propicio. Al cumplir con lo que consideraba mi deber, he puesto a mi familia en peligro. Haré todo lo que esté a mi alcance, y emplearé la ayuda de quien sea preciso, para evitar que les hagan daño. Hasta que se encuentren esas esmeraldas, no puedo estar segura de que mi familia se encuentre a salvo.


—Necesita a la policía —comenzó.


—Hace lo que puede. No es suficiente —alargó el brazo y apoyó la mano en la de Pedro—. Los agentes no están involucrados personalmente, y es imposible que lo entiendan. Usted sí puede.


—Sobreestima mi capacidad —la fe y la lógica obstinada de ella lo ponían incómodo.


—No lo creo —sostuvo la mano de él otro momento, luego la apretó con delicadeza antes de soltarla—. Pero no es mi intención presionarlo. Solo he venido para poder sumar mi energía a la de Paula. Le cuesta tanto insistir para lograr lo que quiere…


—No lo hace tan mal.


—Bueno, me alegra oír eso. Pero con su trabajo y la boda de Amelia, sumado a todo lo que ha estado pasando, sé que no ha tenido tiempo para hablar con usted estos días. Le diré que nuestras vidas se han vuelto del revés los últimos meses. Primero la boda de Catalina, y las obras de la casa, ahora Amelia y Samuel… con Lila a punto de fijar una fecha para casarse con Max —calló y esperó parecer melancólica—. Si pudiera encontrar un hombre agradable para Suzanna, tendría a todas las chicas asentadas.


Pedro no se le pasó por alto la mirada especulativa.


—Estoy seguro de que ella misma se ocupará de eso cuando se encuentre preparada.


—Si ni se permite un momento para hacerlo. Y después de lo que le hizo aquel hombre —se calló. Sabía que si empezaba a hablar de Bruno Dumont, le costaría parar. Y no era un tema adecuado de conversación—. Bueno, en cualquier caso, se mantiene demasiado ocupada con su negocio y sus hijos, así que a mí me gusta tener un ojo atento por ella. Usted no está casado, ¿verdad?


Divertido, Pedro pensó que al menos nadie podría acusarla de ser sutil.


—Sí. Tengo mujer y seis hijos en Portland.


Coco parpadeó, luego rio.


—Ha sido una pregunta grosera —reconoció—. Y antes de que le haga otra, lo dejaré tranquilo —se dirigió hacia la puerta, complacida de que él tuviera suficientes modales para acompañarla y abrírsela—. A propósito, la boda de Amelia es el sábado, a las seis. Celebraremos la recepción en el salón de baile de Las Torres. Me gustaría que asistiera.


—No creo que sea apropiado —el giro inesperado lo desconcertó.


—Desde luego que sí —corrigió ella—. Nuestras familias se conocen desde hace mucho tiempo, Pedro. Nos encantaría tenerlo allí —fue hacia el coche, pero se detuvo y se volvió—. Y Paula no tiene acompañante. Es una pena.




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