domingo, 14 de julio de 2019
CAPITULO 21 (CUARTA HISTORIA)
A la mañana siguiente, Paula se hallaba en la terraza con Marina.
Contemplaban a sus hijos correr por el jardín con Fred.
—Ojalá pudierais quedaros más tiempo.
Marina movió la cabeza con una expresión jovial en la cara.
—Me sorprende decir que a mí también me gustaría. Mañana he de volver al trabajo.
—Kevin y tú sois bienvenidos aquí en todo momento. Quiero que lo sepas.
—Lo sé —la miró. En la cara de Paula vio una tristeza que entendía, aunque rara vez se permitía sentirla—. Si tú y los chicos decidís visitar Oklahoma, tenéis un hogar con nosotros. No quiero que perdamos el contacto. Kevin necesita conocer a esta rama de su familia.
—No lo perderemos —se agachó para recoger un pétalo de rosa que había terminado allí en la terraza—. Ha sido una boda preciosa. Samuel y Amelia van a ser felices… y todos tendremos sobrinos en común.
—Dios, el mundo es un lugar extraño —tomó la mano de Paula—. Me gustaría pensar que podemos ser amigas, no solo por el bien de nuestros hijos o por Samuel y Amelia.
—Creo que ya lo somos —sonrió.
—¡Paula! —llamó Coco desde la puerta de la cocina—. Una llamada para ti —se mordía el labio cuando Paula llegó a su lado—. Es Bruno.
—Oh —sintió que el sencillo placer de la mañana se evaporaba—. Contestaré desde la otra habitación.
Se preparó para todo mientras marchaba por el vestíbulo. Se recordó que y a no podía herirla. Ni física ni emocionalmente. Entró en la biblioteca, respiró hondo y alzó el auricular.
—Hola, Bruno.
—Supongo que te habrá parecido divertido tenerme esperando al teléfono.
Allí estaba el tono cortante y crítico que en el pasado le había provocado escalofríos. En ese momento simplemente suspiró.
—Lo siento. Estaba fuera.
—Supongo que excavando en el jardín. ¿Todavía finges que puedes ganarte la vida recortando rosales?
—Estoy convencida de que no has llamado para saber cómo marcha mi negocio.
—Tu negocio, según lo llamas tú, no es más que un leve bochorno. Que mi ex mujer venda flores en la esquina de la calle…
—Mancilla tu imagen, lo sé —se pasó la mano por el pelo—. No vamos a pasar otra vez por lo mismo, ¿verdad?
—Veo que te has vuelto una fierecilla —lo oyó murmurar algo a otra persona y luego reír—. No, no te llamo para recordarte que estás quedando como una tonta. Quiero a los niños.
—¿Qué? —se le heló la sangre.
El susurro trémulo de Paula lo satisfizo enormemente.
—Creo que en el acuerdo de custodia queda estipulado con suma claridad que tengo derecho a tenerlos dos semanas durante el verano. Los recogeré el viernes.
—Pero… si nunca has…
—No tartamudees, Paula. Es uno de tus rasgos más molestos. Si no lo has comprendido, te lo repetiré. Ejerzo mis derechos de padre. Recogeré a los niños el viernes, al mediodía.
—No los has visto en casi un año. No puedes venir a recogerlos y…
—Desde luego que sí. Si decides no respetar el acuerdo, simplemente volveré a llevarte ante los tribunales. No es legal ni inteligente que trates de mantener a los chicos lejos de mí.
—Nunca he tratado de hacer eso. Tú no te has molestado en verlos.
—No tengo intención de cambiar mi agenda para complacerte a ti. Yvette y yo nos vamos a pasar dos semanas a Martha’s Vineyard y he decidido llevarme a los niños. Es hora de que vean algo del mundo aparte del pequeño rincón en el que te escondes.
Le temblaban las manos. Agarró el auricular con más fuerza.
—Ni siquiera le enviaste una postal a Alex por su cumpleaños.
—Creo que en el acuerdo no se estipula nada sobre postales de cumpleaños —espetó—. Pero es muy específico sobre los derechos de visita. Si quieres consúltalo con tu abogado, Paula.
—¿Y si ellos no quieren ir?
—La elección no es suya… ni tuya. Yo no intentaría predisponerlos en mi contra.
—No me hace falta —murmuró.
—Que tengan todo listo. Ah, Paula, últimamente he estado leyendo mucho sobre tu familia. ¿No te parece raro que no se mencionara ningún collar de esmeraldas en nuestro acuerdo de divorcio?
—No sabía que existiera.
—Me pregunto si los tribunales se lo creerán.
Sintió que los ojos se le llenaban con lágrimas de frustración e ira.
—Por el amor de Dios, ¿es que no te llevaste suficiente?
—Nunca es suficiente, Paula, cuando tenemos en cuenta lo mucho que me decepcionaste. El viernes —repitió—. Al mediodía —colgó.
Temblaba. Aunque se sentó con cuidado en una silla, no podía parar. Era como si la hubieran devuelto cinco años al pasado, a aquella terrible impotencia.
No podía detenerlo. Había leído el acuerdo de custodia palabra por palabra antes de firmarlo, y él tenía derecho. Técnicamente podía haber exigido más tiempo de aviso, pero eso únicamente postergaría lo inevitable. Si Bruno había tomado una decisión, no conseguiría que la cambiara. Cuanto más se opusiera, cuanto más discutiera, más se complacería él en retorcer el cuchillo.
Y más lo pagaría con los niños.
Sus pequeños. Se tapó la cara con las manos.
Solo sería por un tiempo corto… podría sobrevivir. Pero ¿cómo iban a sentirse ellos cuando los enviara con él, sin darles elección?
Debería hacer que pareciera una aventura. Con un tono de voz adecuado y las palabras precisas los convencería de que era algo que querían hacer. Se puso de pie con los labios apretados. Pero no todavía. Si hablaba con ellos en ese momento no sería capaz de convencerlos de nada salvo de su propia agitación.
—Este maldito sitio es como la Estación Central —el sonido familiar de un bastón a punto estuvo de hacer que Paula volviera a sentarse—. Gente yendo y viniendo, el teléfono sonando. Es como si nunca se hubiera casado alguien — Carolina, la tía abuela de Paula, con el magnífico pelo blanco recogido hacia atrás y diamantes brillando en sus orejas, se detuvo en el umbral—. Quiero comunicarte que esos pequeños monstruos tuyos han llenado la escalera de
tierra.
—Lo siento.
Carolina solo bufó. Le gustaba quejarse de los niños porque se había encariñado mucho de ellos.
—Vándalos. El único día de la semana en que no se oyen martillos ni sierras y a cambio hay manadas de niños gritando por la casa. ¿Por qué demonios no están en el colegio?
—Porque estamos en julio, tía Carolina.
—No veo qué diferencia hay —acentuó el ceño al estudiar a Paula—. ¿Y a ti que te pasa, jovencita?
—Nada. Me encuentro un poco cansada.
—Cansada y un cuerno —reconocía la expresión de desesperación e impotencia. Ya la había visto antes en los ojos de su propia madre—. ¿Con quién hablabas por teléfono?
—Eso, tía Carolina —respondió con el mentón alzado—, no es asunto tuyo.
—Vaya, veo que te has vuelto a subir a tu caballo arrogante —lo cual le gustaba. Prefería que su sobrina nieta mordiera antes que aceptara un golpe.
Además, incordiaría a Coco hasta enterarse de lo que estaba pasando.
—Tengo una cita —indicó Paula con la serenidad que pudo acopiar—. ¿Te importaría decirle a la tía Coco que he salido?
—Así que ahora soy la chica de los recados. Se lo diré, se lo diré —musitó, agitando el bastón—. Ya es hora de que me prepare un té.
—Gracias. No tardaré.
—Sal y despéjate la cabeza —dijo Carolina cuando Paula pasó a su lado—. No hay nada que un Chaves no pueda manejar.
—Espero que tengas razón —suspiró y le dio un beso en la mejilla enjuta.
No se permitió pensar. Salió de la casa y subió a la camioneta, diciéndose que haría lo que fuera necesario… pero que primero necesitaba calmarse.
Necesitaba ser muy hábil en el manejo de sus emociones. Una mujer no podía sentarse en un tribunal con el futuro de sus hijos en juego y no aprender a controlarse.
Era posible sentir pánico, ira o tristeza y funcionar de forma normal. Cuando estuviera segura de que podía hacerlo, hablaría con sus hijos.
Debía mantener una cita. Sea lo que fuere lo que Pedro tuviera que enseñarle, podría distraerla lo suficiente como para ayudarla a mantener controladas sus emociones hasta que se normalizaran.
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