domingo, 14 de julio de 2019

CAPITULO 22 (CUARTA HISTORIA)





Pensó que estaba tranquila cuando se detuvo ante la casa de él. Al salir de la camioneta, se pasó una mano por el pelo revuelto por el viento. 


Se guardó las llaves en los bolsillos y llamó a la puerta.


El perro ladró como poseído. Pedro retuvo a Sadie por el collar al abrir.


—Has llegado. Pensé que tendría que ir a buscarte.


—Te dije que vendría —entró—. ¿Qué tienes que mostrarme?


Cuando tuvo la seguridad de que Sadie no haría más que olisquear y gemir en busca de atención, la soltó.


—Tu tía mostró mucho más interés en la cabaña.


—Voy con el tiempo justo —después de palmear al perro con gesto distraído, se metió las manos en los bolsillos de los pantalones amplios—. Es muy bonita — miró alrededor—. Debes estar cómodo aquí.


—Me las arreglo —convino despacio, sin apartar los ojos penetrantes de su cara. No había ni rastro de color en sus mejillas. Tenía los ojos demasiado oscuros. Había querido que fuera consciente de él, quizá con cierta incomodidad,
pero no que la dominara el miedo ante la idea de verlo otra vez—. Puedes relajarte, Paula —indicó con voz seca—. No voy a tirarme encima de ti.


—¿Podemos acabar con lo que nos ocupa? —repuso a punto de perder el control.


—Si, podemos, en cuanto dejes de estar ahí de pie como si te encontraras encadenada. Todavía no te hecho nada para que me mires de esa manera.


—No te miro de ninguna manera.


—Y un cuerno. Maldita sea, te tiemblan las manos —furioso, se las sujetó—. Para —exigió—. No voy a hacerte daño.


—No tiene nada que ver contigo —se soltó, odiando no ser capaz de evitar que le siguieran temblando—. ¿Por qué crees que cualquier cosa que sienta o la expresión que tenga dependen de ti? Tengo mi propia vida, mis sentimientos. No soy una mujer débil y aterrada que se viene abajo en cuanto un hombre alza la voz. ¿De verdad crees que te tengo miedo? ¿De verdad crees que podrías hacerme daño después…? —calló, consternada. Había estado gritando y las lágrimas furiosas todavía le quemaban los ojos. Tenía un nudo tan tenso en el estómago que apenas podía respirar. Pedro la observaba con ojos analíticos—. He de irme —logró decir al tiempo que corría a la puerta. La mano de él la cerró—. Déjame ir —cuando se le quebró la voz, se mordió el labio. Giró y lo miró con ojos centelleantes—. He dicho que me dejes ir.


—Adelante —dijo con asombrosa calma—, pégame. Pero no vas a ir a ninguna parte mientras estés así de agitada.


—Si estoy agitada, es asunto mío. Te he dicho que esto no tiene nada que ver contigo.


—De acuerdo, así que no vas a pegarme. Probemos con otra válvula de escape —apoyó las manos a cada lado de la cara de ella y le cubrió la boca.


No era un beso para apaciguar o consolar. 


Transmitió la misma emoción descarnada y turbulenta que los sentimientos de Paula.


Los brazos de ella se hallaban atrapados entre los dos, con las manos todavía cerradas; la piel se le encendió. Al primer destello de respuesta, Pedro se zambulló en el beso duro y desesperado hasta que estuvo seguro de que lo único que quedaba en la mente de Paula era él.


Luego se demoró un poco más para satisfacerse a sí mismo. Ella era un volcán a la espera de estallar, una tormenta lista para caer. Su pasión contenida la tenía más pegada que sus manos, y Pedro pretendía estar presente cuando explotara.


En el momento de soltarla, Paula se apoyó en la puerta con los ojos cerrados y la respiración entrecortada. Al observarla, se dio cuenta de que nunca había visto a nadie luchar tanto para mantener el control.


—Siéntate —dijo. Ella movió la cabeza—. De acuerdo, quédate de pie —se encogió de hombros y se alejó para encender un cigarrillo—. De cualquier modo vas a contarme qué te ha puesto así.


—No quiero hablar contigo.


Pedro se sentó en el reposabrazos de un sillón y exhaló una bocanada de humo.


—Mucha gente no ha querido hablar conmigo. Pero por lo general averiguo lo que quiero saber.


Ella abrió los ojos, que en ese momento estaban secos, algo que alivió considerablemente a Pedro.


—¿Es un interrogatorio?


—Puede ser —volvió a encogerse de hombros y dio otra calada al cigarrillo.


No la ayudaría nada que le ofreciera palabras suaves. Ni siquiera sabía si las tenía.




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