jueves, 18 de julio de 2019

CAPITULO 35 (CUARTA HISTORIA)




Cuando el perro saltó al lado de él, Paula comprendió que se trataba de una vieja costumbre. Para un hombre que quería dar la impresión de no tener sentimientos, resultaba revelador que se llevara a un perro de compañía cuando se adentraba en el mar.


El motor cobró vida. Pedro aguardó hasta que Paula subió a bordo antes de poner rumbo hacia la bahía.


El viento le abofeteó la cara. Riendo, se sujetó la gorra con una mano para evitar perderla en el aire. Después de encasquetársela, se reunió con él ante el timón.


—Hace meses que no navego —gritó por encima del ruido del motor.


—¿Qué sentido tiene vivir en una isla si no sales nunca al agua?


—Me gusta contemplarla.


Sadie le ladró a las gaviotas y luego se acomodó sobre los cojines del barco con la cabeza en el costado, para que el viento pudiera agitarle las orejas.


—Tienes que llevarla otra vez a casa —comentó ella—. Fred no ha vuelto a ser el mismo desde que la conoció.


—Algunas mujeres le hacen lo mismo a un hombre —la brisa salada le llevaba el olor de Paula, envolviéndolo en torno a sus sentidos. La tenía cerca.


La expresión de sus ojos seguía siendo distante y atribulada, y supo que no pensaba en él.


Avanzó con destreza entre el tráfico de la bahía. 


A estribor, el barco de tres mástiles de la isla entraba en el puerto con su multitud de turistas.


La bahía dio paso al mar y el agua se tornó menos serena. Los riscos se alzaban en el aire. Las Torres, arrogantes y desafiantes, se erguían en su loma, mirando hacia el pueblo y el mar. Su sombría piedra gris reflejaba la tonalidad de las nubes de lluvia que había al oeste. Como un espejismo, el jardín de Paula representaba unas vetas de colores.


—A veces cuando iba a capturar langostas con mi padre, alzaba la vista para contemplarlo —«y pensar en ti» —. El castillo Chaves —murmuró Pedro—. Así lo llamaba él.


Paula sonrió y se protegió los ojos mientras estudiaba la imponente casa en los riscos.


—Para mí es mi casa. Siempre ha sido eso. 
Cuando la miro, pienso en la tía Coco preparando alguna receta nueva de cocina y en Paula durmiendo en el salón. En los niños que juegan en el jardín o corren por las escaleras. 
En Amelia sentada a su escritorio, mientras se abre paso de manera meticulosa por las montañas de facturas que son necesarias para mantener firme un hogar. En Catalina al sumergirse bajo el capó de una vieja furgoneta para ver si consigue obrar un milagro y sacar un año más de vida al motor. A veces veo a mis padres riendo a la mesa de la cocina, tan jóvenes… tan vivos, llenos de planes —giró para mantener la casa a la vista—. Tantas cosas han cambiado y cambiarán. Pero la casa está ahí. Eso me consuela. Lo tienes que entender, o no habrías elegido vivir en la cabaña de Christian, con todos sus recuerdos.


Él lo entendía muy bien y eso lo incomodaba.


—Quizá solo me gusta tener una casa junto al agua.


Paula contempló cómo desaparecía la torre de Bianca antes de volverse para mirarlo.


—Los sentimientos no te debilitan, Pedro.


—Jamás pude estar cerca de mi padre —afirmó, mirando ceñudo el agua—. Todo lo encarábamos desde direcciones distintas. A mi abuelo jamás tuve que explicarle o justificarle nada de lo que sentía o quería. Él simplemente lo aceptaba. Imagino que supuse que había un motivo para que me legara la casa cuando murió, aun cuando y o apenas era un niño.


Que compartiera eso con ella la conmovió.


—Así que volviste a vivir en su cabaña. Siempre regresamos a lo que amamos.


Quiso preguntarle más, cómo había sido su vida durante los años de su ausencia, por qué le había dado la espalda al trabajo de policía para dedicarse a reparar motores, si había estado enamorado y si le habían roto el corazón. Pero él le dio más potencia al motor e hizo que la embarcación surcara las aguas.


Pedro no había salido al mar para tener pensamientos profundos, para preocuparse o cuestionarse las cosas. Había salido para darle a Paula, y a sí mismo, una hora de relajación, un descanso de la realidad. El viento y la velocidad surtían ese milagro especial en él. Cuando la oyó reír, cuando la vio alzar la cara hacía el sol, supo que había elegido bien.


—Ven, toma el timón.


Era un desafío. Pudo oírlo en su voz, en sus ojos cuando le sonrió. Paula no vaciló.


Las manos de ella eran firmes y competentes ante el timón. La expresión melancólica de sus ojos quedó reemplazada por un intenso júbilo que le aceleró la sangre. Tenía la cara encendida por la excitación, húmeda por las gotas de oleaje. En ese momento no parecía una princesa, sino una reina que conocía su
propio poder y estaba dispuesta a emplearlo.


La dejó correr en la dirección que quiso, sabiendo que terminaría donde Pedro la había querido casi toda la vida. No esperaría otro día. 


Ni siquiera una hora más. Paula jadeaba y reía cuando le devolvió el mando del timón.


—Había olvidado cómo era. Hace cinco años que no llevo una embarcación.


—Lo has hecho muy bien —mantuvo alta la velocidad al virar en un amplio círculo.


—Dios, hace frío —sin dejar de reír, se frotó los brazos.


Él la miró y sintió un golpe en las entrañas. 


Paula resplandecía… sus ojos eran tan azules como el cielo, pero más vitales, los finos pantalones y la blusa de algodón estaban pegados a su cuerpo esbelto, el cabello le caía por debajo de la gorra.


Cuando sintió las palmas de las manos húmedas sobre el volante, apartó la vista y comprendió que se había enamorado.


—Hay una chaqueta en el camarote.


—No, es maravilloso —cerró los ojos y dejó que las sensaciones la sacudieran. El viento salvaje, el rugido del motor y la estela del agua. Podrían haber estado completamente solos, sin nada más que la excitación y la velocidad, libres para avanzar en aquella fabulosa soledad. No quería regresar. Aspiró profundamente el aire penetrante y pensó en lo liberador que sería correr y correr sin seguir ninguna dirección, yendo hacia donde la llevara la corriente.


Pero el aire y a empezaba a calentarse. Habían dejado de estar solos. Oyó la prolongada bocina de un barco turístico mientras Pedro reducía la velocidad y se deslizaba hacia el puerto.


«Es demasiado hermoso» , pensó. «Volver a casa. Conocer tu lugar, convencida de la bienvenida» . Suspiró por la familiaridad de todo. El agua azul de Frenchman Bay oscureciéndose con el día, los edificios atestados de gente, el
sonido de las boyas. Resultaba más tranquilizador después de una carrera hacia
ninguna parte.




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