jueves, 18 de julio de 2019
CAPITULO 36 (CUARTA HISTORIA)
Navegaron en silencio por la bahía y fueron despacio hasta el malecón de Pedro. Pero Paula estaba relajada cuando saltó al embarcadero para asegurar los cabos, cuando acarició al perro apoyado contra sus piernas, suplicando
atención.
Pedro saltó con agilidad y se plantó con las piernas abiertas.
—Se avecina una tormenta.
Paula alzó la vista y vio que las nubes se acercaban despacio pero inexorables hacia tierra.
—Es verdad. No nos vendría mal un poco de lluvia —« es una tontería» , pensó, « sentirme incómoda y ponerme a hablar del tiempo» —. Gracias por el paseo. Lo he disfrutado.
—Bien —el embarcadero osciló cuando avanzó.
Paula retrocedió dos pasos y se sintió mejor cuando sus pies tocaron tierra firme.
—Si tienes la oportunidad, este fin de semana tal vez puedas llevar a Sadie para que visite a Fred. Se sentirá solo sin los chicos.
—De acuerdo.
Ella había atravesado medio jardín y Pedro seguía a medio metro de distancia.
De no haberlo considerado algo paranoico, habría dicho que la hostigaba.
—El arbusto va bien —lo tocó con los dedos al pasar a su lado—. Pero es necesario que alimentes este jardín. Podría recomendarte un programa sencillo y barato.
—Hazlo —sonrió un poco, aunque sin quitarle los ojos de encima.
—Bueno, yo… se hace tarde. La tía Coco…
—Sabe que ya eres mayorcita —la tomó por el brazo—. Esta noche no irás a ninguna parte, Paula.
Quizá si hubiera sido más inteligente o experimentada, habría evaluado su estado de ánimo antes de que la hubiera tocado. Ya no había manera de confundirlo, no cuando los dedos la marcaban con tensa posesión, no cuando las necesidades de Pedro, y su intención de satisfacerlas, estaban tan claras en sus profundos ojos grises.
Deseó poder haber estado tan segura de su propio estado de ánimo y de sus necesidades.
—Pedro, te dije que necesitaba tiempo.
—El tiempo se ha acabado —repuso con sencillez.
—No pretendo llevarlo como algo casual.
El calor ardió en los ojos de él. Desde kilómetros en la distancia les llegó el violento rugido del trueno.
—No hay nada casual en ello. Los dos lo sabemos.
Ella lo sabía, y ese conocimiento resultaba aterrador.
—Creo…
—Piensas demasiado —él maldijo y la alzó en vilo.
En cuanto pasó la sorpresa, Paulaa se debatió. Por ese entonces, él la había llevado hasta el porche trasero.
—Pedro, no quiero verme presionada —la mosquitera se cerró a su espalda. ¿Es que él no sabía que tenía miedo? Temía que la encontrara aburrida y la abandonara, destrozada—. No pienso permitir que se me precipite.
—Si te dejara salirte con la tuya, necesitaríamos quince años más —con el pie empujó la puerta del dormitorio y la soltó sobre la cama. No era lo que había planeado, pero se hallaba demasiado tenso por el miedo y el anhelo como para pensar en palabras suaves.
Al instante ella se incorporó y se plantó junto a la cama, esbelta y recta como un arco. La decreciente luz entraba por la ventana a su espalda.
—Si piensas que puedes traerme aquí como si fuera un fardo para tirarme sobre la cama…
—Es exactamente lo que he hecho —no dejó de mirarla mientras se quitaba la camisa—. Estoy cansado de esperar, Paula, y estoy cansado de desearte. Vamos a hacerlo a mi manera.
Ella ya sabía lo que era eso. Se le hundió el corazón. Solo que entonces quien le había ordenado que se metiera en la cama había sido Bruno, desnudándose antes de ponerse encima de ella para exigir sus derechos maritales, con rapidez, dureza y sin afecto. Y después, lo único que le ofreció fue su desdén y disgusto.
—Tu manera no es nada nueva —soltó con voz tensa—. Y no me interesa. No estoy obligada a irme a la cama contigo, Pedro. A dejar que exijas, tomes y me digas que no soy lo bastante buena para satisfacerte. No pienso dejar que nadie más vuelva a utilizarme.
Él la aferró por los brazos antes de que pudiera irse de la habitación, la pegó a él mientras Paula se debatía y maldecía y le tapó la boca con sus labios encendidos. La fuerza del beso la mareó. Habría trastabillado si los brazos de él no la hubieran sostenido con fuerza.
Por encima del miedo y de la cólera, surgieron sus necesidades. Quería gritarle por provocárselas, por dejarla descarnada, desnuda e indefensa. Pero únicamente pudo aferrarse a él.
Con respiración ya jadeante y entrecortada, Pedro la mantuvo a la distancia de
los brazos. Los ojos de ella contenían tantos secretos como la medianoche. Se prometió que los iba a descubrir. Uno a uno los averiguaría todos. Y empezaría esa noche.
—Aquí nadie va a ser utilizado, y únicamente pienso tomar lo que me des — flexionó los dedos tensos sobre los brazos de ella—. Mírame, Paula. Mírame y dime que no me deseas, y te dejaré ir.
Ella entreabrió los labios. Lo amaba y ya no era una muchacha que podía guardar ese amor para sí misma. Si no era tan fuerte como creía y capaz de mantener separados el corazón y el cuerpo, entonces no tenía más alternativa que unirlos. Si el corazón se le rompía, sobreviviría.
¿Acaso no les había prometido a ambos que no habría lamentaciones?
Con gentileza alzó una mano hacia la de Pedro, aunque no esperaba gentileza a cambio. Era una elección que asumía con libertad.
—No puedo decirte que no te deseo. No hace falta seguir esperando
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