viernes, 19 de julio de 2019
CAPITULO 38 (CUARTA HISTORIA)
Durante quince años se había preguntado cómo sería. Desde adolescente hasta hombre había soñado con ella, la había imaginado y deseado.
Ninguna de sus fantasías se había aproximado a la realidad. Ella había sido como un volcán, primero temblorosa y ardiente, para luego estallar en todo su calor. En ese momento yacía floja debajo de él, el cuerpo blando por las pasiones saciadas. El cabello le olía a sol y a mar. Pedro pensó que podría quedarse así una eternidad, pegado a ella con la lluvia martilleando sobre el techo y el viento agitando las cortinas.
Pero quería verla.
Al moverse, ella emitió un sonido leve de protesta y alargó la mano. Él no dijo nada, simplemente la besó hasta que volvió a relajarse. Luego encendió la lámpara de la mesita.
Estaba hermosa con el pelo extendido sobre la almohada, la piel brillante, la boca suave y plena. Paula se puso tensa, pero él soslayó su incomodidad mientras realizaba un estudio minucioso del resto.
Ella no sabía qué decir ni cómo se suponía que debía actuar. Sabía que Pedro la había llevado a un lugar nuevo, un lugar extraordinario, pero no tenía ni idea de si él había experimentado el mismo viaje fantástico. Cuando lo vio fruncir el ceño sintió un nudo en el estómago. Con los ojos entrecerrados, él le pasó un dedo por el cuello, por los montículos de los pechos.
—Tendría que haberme afeitado —indicó él con brusquedad, odiando el hecho de que le había arañado y enrojecido la piel—. Podrías haberme dicho que te estaba haciendo daño.
—Supongo que no lo noté.
—Lo siento —le besó el cuello con suavidad. La expresión de aturdida sorpresa hizo que se sintiera como un idiota. Cuando se apartó, ella tanteó en busca de su mano.
—No me has hecho daño —musitó Paula—. Ha sido maravilloso — aguardó, con la esperanza de que él dijera lo mismo.
—He de dejar entrar a la perra —su voz sonó áspera, pero le apretó los dedos antes de salir de la habitación.
En ese momento oyó los gemidos y las patas contra la mosquitera. Se dijo que no era un rechazo. Solo significaba que él podía pasar de la pasión al pragmatismo con más rapidez que ella. Habían compartido algo vital.
Podía aferrarse a eso. Se sentó, más que un poco asombrada al ver el estado de la cama. El edredón se hallaba en el suelo, las sábanas amontonadas al pie, la ropa, o lo que quedaba de ella, diseminada entre la de Pedro.
Se puso de pie e, incómodamente desnuda, se enfundó la camisa de él antes de recoger la suya. Quedaba un único botón de cinco que había tenido. Riendo, la pegó a su pecho y se agachó para buscar los botones. Se maravilló de haber sido deseada de esa manera. Nunca lo olvidaría.
—¿Qué haces?
Levantó la vista para verlo de pie en la puerta.
Con un sobresalto, pensó que era evidente que ir desnudo no lo molestaba. Parecía enfadado. Paula deseó entender qué había o no había hecho para provocarle ese ceño.
—Mi blusa —repuso—. He encontrado los botones —los sostuvo en una mano mientras en la otra sujetaba la prenda de algodón—. ¿Tienes hilo y aguja?
—No —¿es que no sabía lo que le hacia allí de pie sin otra cosa que su camisa, con el pelo revuelto y los parpados pesados? ¿Quería ponerlo de rodillas para que suplicara?
—Oh —tragó saliva y trató de sonreír—. Bueno, los coseré en casa. Si me prestas tu camisa, será mejor que me vaya.
Él cerró la puerta a su espalda.
—No —repitió, y cruzó la habitación para tomarla.
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