viernes, 19 de julio de 2019

CAPITULO 39 (CUARTA HISTORIA)




La lluvia cesó al amanecer, dejando el aire limpio. Paula despertó con la perezosa música del agua que goteaba desde los canalones. 


Antes de que su mente se hubiera adaptado a su entorno, su boca fue tomada en un beso hambriento y ardiente. En un salto jadeante su cuerpo se vio catapultado del sueño al deseo.


Había despertado deséandola. Esa necesidad ardiente no quería mitigarse, sin importar lo mucho que tomara, lo dispuesta que ella estaba a dar. No había palabras, al menos ninguna que él conociera, que pudiera expresar lo que Paula había llegado a significar para él. Había pasado de ser la fantasía del joven a la salvación del hombre.


Solo podía demostrárselo.


La cubrió. La llenó. Al observar su cara bajo la acuosa luz de la mañana, supo que jamás quedaría satisfecho hasta que ella estuviera con él.


—Eres mía —soltó las palabras como una maldición mientras el cuerpo de Paula temblaba bajo el suyo—. Dilo —enterró la cara en su cuello—. Maldita sea, Paula, dilo.


No fue capaz de pronunciar nada salvo el nombre de él mientras la arrastraba hasta el abismo.



Cuando las manos de ella cayeron flojas de su espalda. Pedro rodó hasta dejarla encima. 


Estaba satisfecho con la cabeza de Paula apoyada en su corazón. Se dijo que ya la había sacudido bastante. Pero había anhelado oír las palabras.


Ella tenía el cuerpo dolorido y se sentía en la gloria. Sonrió al oír el martilleo del corazón de Pedro y la belleza líquida de la canción de un pájaro mañanero.


Abrió los ojos y levantó la cabeza.


—Es la mañana —dijo.


—Es lo que por regla general sucede cuando sale el sol.


—No, yo… debí quedarme dormida.


—Si —le acarició la espalda—. Te quedaste dormida antes de que pudiera interesarte en otro asalto —ella se ruborizó pero cuando intentó incorporarse, la mantuvo firmemente en su sitio—. ¿Vas a alguna parte?


—He de volver a casa. La tía Coco debe estar frenética.


—Sabe dónde estás —como era más fácil mantenerla quieta de la otra manera, invirtió las posiciones y comenzó a mordisquearle el cuello—. Y lo más probable es que tenga una idea bastante certera de lo que has estado haciendo.


—No le dije adónde iba —sin muchas esperanzas de poder moverlo, lo empujó.


—La llamé anoche cuando dejé pasar a Sadie. ¿Quieres rascarme la espalda? Justo en la zona lumbar.



Obedeció de forma automática, aun cuando la cabeza le daba vueltas.


—Tú… tú le contaste a mi tía…


—Le dije que te encontrabas conmigo. Supuse que sabría deducir el resto. Eso está bien. Gracias.


Paula suspiró. Sabía muy bien que a la tía Coco no le habría costado sumar dos más dos. Y no había ningún motivo para sentirse incómoda o avergonzada.


Pero experimentaba ambas cosas. Y no solo por su tía, sino también por tener el cuerpo desnudo de un hombre sobre el suyo.


Una cosa había sido estar con él por la noche. 


Pero encararlo a plena luz de la mañana…


—¿Qué sucede? —él levantó la cabeza para estudiarla.


—Nada —cuando Pedro enarcó una ceja, trató de encogerse de hombros—. Es que ya no estoy segura de lo que debo hacer. Nunca antes había pasado por esta situación.


—¿Cómo tuviste dos hijos? —le sonrió.


—No, quería decir que nunca… quiero decir que jamás…


—Bueno, pues ve acostumbrándote —la sonrisa se tornó más amplia—. ¿Quieres que te ponga al día del protocolo que se emplea para la mañana después?


—Quiero que dejes de burlarte de mí.


—Se supone que debes decirme que estuve increíble.


—¿Yo? —frunció el ceño.


—Eso, y otros superlativos que se te puedan ocurrir. Luego se supone que debes prepararme el desayuno, para mostrarme la versatilidad de tu talento.


—No sabes lo agradecida que te estoy por ponerme al corriente del procedimiento adecuado.


—No es nada. Y después de que me prepares el desayuno, deberías seducirme para convencerme de regresar a la cama.


Ella rio y apoyó la mejilla contra la suya en un movimiento que desarmó y encantó a Pedro.


—Tendré que practicar, aunque podría arreglarme con unos huevos revueltos.


—Comunícame si encuentras alguno.


—¿Tienes una bata?


—¿Para qué?


—Olvídalo —se puso de pie e instintivamente le dio la espalda mientras tanteaba en el suelo en busca de la camisa de él—. ¿Y qué haces tú mientras yo preparo el desayuno?


—Te miro.




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