lunes, 29 de julio de 2019

CAPITULO 4 (QUINTA HISTORIA)




Muchas cosas habían cambiado en Las Torres, aunque las habitaciones de la familia, en las dos primeras plantas, y el ala Este permanecían igual. Teo St. James, junto con el hermano de Paula, Samuel, que era arquitecto, había concentrado su tiempo y sus esfuerzos en las diez suites del ala Oeste, el nuevo restaurante y la torre Oeste. Toda esa zona comprendía el hotel.


Después de una rápida visita, Paula se dio cuenta de que el esfuerzo de remodelación y construcción había merecido la pena.


El diseño de Samuel era acorde con la estructura original, semejante a una fortaleza, conservando las estancias de altos techos, escaleras circulares y chimeneas, que funcionaban perfectamente. Además, había conservado los ventanales que daban acceso a las terrazas y balcones.


El vestíbulo era suntuoso, lleno de antigüedades y diseñado con multitud de acogedores rincones que invitaban al recogimiento de los huéspedes cuando llovía o hacía viento. La vista de la bahía y las colinas o de los fabulosos jardines de Susana era espectacular.


Amelia, que, como directora, acompañó a Paula en la visita del hotel, le dijo que cada habitación era única, amueblada con las antigüedades y obras de arte que quedaron después de que la mayoría se vendieran para financiar la reforma.


Algunas suites tenían dos niveles conectados por una escalera art decó, otras tenían las paredes enteladas o forradas de madera. También había tapices o alfombras persas, y en todas las habitaciones flotaba la leyenda de las esmeraldas de los Calhoun y de la mujer que las había portado.


Las propias joyas, descubiertas después de una búsqueda difícil y peligrosa — algunos decían que con la ayuda de los espíritus de Bianca Calhoun y Christian Bradford, el artista que la amó—, estaban expuestas en una urna de cristal en el vestíbulo. Sobre la misma, había un retrato de Bianca, pintado por Bradford ochenta años atrás.


—Son preciosas —susurró Paula—. Asombrosas.


Las esmeraldas, engarzadas con diamantes, despedían un fulgor verde tan intenso que casi parecía que tuvieran vida.


—Algunas veces me paro y me quedo mirándolas —admitió Amelia—, y recuerdo lo que costó encontrarlas. Cómo trató Bianca de utilizarlas para huir con Christian. Supongo que tendría que ponerme triste, pero al tenerlas aquí, bajo su retrato, me parece que se ha cumplido una especie de justicia.


—Así es —dijo Paula, apreciando el brillo de las joyas, incluso a través del cristal de la urna—. Tenerlas aquí, ¿no es un poco arriesgado?


—Hernan se ocupa de la seguridad. Con un ex policía en la familia da la impresión de que se han cuidado todos los detalles. El cristal es a prueba de balas —dijo Amelia, dando unos golpecitos sobre la urna—. Y está conectado con una alarma — dijo, y consultó el reloj, comprobando que tenía unos quince minutos antes de volver a sus deberes de dirección—. Espero que te gusten las habitaciones donde os hemos puesto. Todavía no hemos acabado de reformar la zona familiar.


—Están muy bien —dijo Paula. Lo cierto era que le relajaba ver alguna grieta en el yeso, el lugar era así menos intimidatorio—. Para Kevin es un paraíso. Está fuera jugando con el cachorro, con Alex y Jazmin.


—Sí, la verdad es que es para estar orgulloso de Sadie, la perra de Hernan. ¡Ocho cachorros!


—Como ha dicho Alex, todo el mundo tiene hijos en esta casa. A propósito, tu hija Delia es preciosa.


—Sí, ¿verdad? —dijo Amelia con orgullo maternal—. No puedo creer que haya crecido tanto. Tendrías que haber estado aquí hace seis meses. Estábamos todas así — dijo haciendo un gesto para indicar la barriga hinchada del embarazo—. Los hombres no dejaban de pavonearse. Hicieron apuestas para ver quién daba a luz antes, si Lila o yo. Me ganó por dos días —dijo Amelia, que había apostado veinte dólares a que ella misma daba a luz antes—. Es la primera vez que la veo darse prisa para hacer algo.


—Bianca también está preciosa. Cuando entré en su habitación estaba llorando, reclamando atención. La niñera no sabía qué hacer.


—La señora Billows puede con todo.


—No estaba pensando en los niños, sino en Max —dijo Paula sonriendo al recordar al padre de Bianca, que llegó corriendo, abandonando su nueva novela en la máquina de escribir para atender a su hija, que no paraba de llorar.


—Es tan tierno.


—¿Quién es tierno? —dijo Samuel, entrando en la sala y dando un abrazo a su hermana.


—Tú, no, Chaves —murmuró Amelia, observando la cálida expresión de Samuel al apretar la mejilla contra la de Paula.


—¡Estás aquí! —exclamó Samuel, tomándola en brazos y levantándola en el aire —. Me alegro mucho, Pau.


—Yo también —dijo Paula, mirándolo con ternura—. ¿Qué tal, papaíto?


Samuel se echó a reír y la dejó en el suelo.


—¿Ya la has visto? —preguntó.


Paula fingió ignorancia.


—¿A quién?


—A mi hija, a Delia.


—Ah, a Delia —dijo Paula, encogiéndose de hombros, sonriendo, luego besó a Samuel en la boca—. No solo la he visto, la he tenido en brazos, la he olido y he decidido que voy a mimarla cuanto pueda. Es preciosa, Samuel. Igual que Amelia.


—Sí, igual —dijo Samuel, besando a su esposa—. Solo que ha heredado mi barbilla.


—Es la barbilla de los Calhoun —dijo Amelia.


—No, es la barbilla de los Chaves. Y hablando de los Chaves —prosiguió Samuel —, ¿dónde está Kevin?


—Fuera. Debería ir a buscarlo, todavía no hemos deshecho el equipaje.


—Vamos contigo —dijo Samuel.


—Ve tú, yo tengo que volver al trabajo —dijo Amelia, y como si alguien hubiera oído sus palabras, oyó que sonaba el teléfono de su despacho—. Se acabó el descanso. Nos vemos en la cena, Paula—dijo, y besó a Samuel—. Tú y yo nos vemos antes, Chaves.


—Hum… —dijo Samuel con un suspiro de satisfacción y observó alejarse a su mujer—. Me encanta cómo camina.


—La miras igual que hace un año, en la boda —dijo Paula y tomó su mano a medida que abandonaban el vestíbulo y se dirigían a la terraza—. Es bonito.


—Ella es… —dijo Samuel, y buscó la palabra apropiada— …lo es todo. Me gustaría que fueras tan feliz como yo, Paula.


—Soy feliz —dijo Paula y la brisa meció sus cabellos. Hasta ellos llegó el sonido de la risa de los niños—. Oír a los niños me hace feliz. Y estar aquí.


Descendieron a una terraza de un nivel más bajo y se dirigieron al Oeste.


—Tengo que admitir que estoy un poco nerviosa. Es un gran paso —dijo, y vio a su hijo jugar en lo alto de un fuerte, levantando los brazos en señal de victoria—. Pero es bueno para Kevin.


—¿Y para ti?


—Y para mí —dijo Paula, apoyándose en su hermano—. Voy a echar de menos a mamá y papá, pero dicen que con los dos aquí, tienen el doble de razones para visitarnos —dijo apartándose el flequillo de la cara.


Kevin luchaba, desde el interior del fuerte, por rechazar el ataque de Alex y Jazmin.


—Necesitaba conocer al resto de la familia, y yo… necesitaba un cambio —dijo Paula, y miró a su hermano—. He hablado con Amelia.


—Y te ha dicho que hasta dentro de una semana no puedes empezar a trabajar.


—Algo así.


—En la última reunión familiar decidimos que había que dejarte una semana para que te acomodes antes de que empieces.


—No me hace falta una semana. Solo…


—Lo sé, lo sé, pero las órdenes son que te tomes una semana libre.


—¿Y quién da las órdenes aquí?


—Todo el mundo —dijo Samuel, sonriendo—. Así es más interesante.


Paula miró hacia el mar con gesto pensativo. El cielo estaba claro como un cristal y la brisa era cálida. El verano estaba cerca. Desde allí, se veía el archipiélago de pequeñas islas con nitidez.


Un mundo distinto, pensó, a los prados y las llanuras de casa. Una vida distinta, quizá, para ella y para su hijo.


Una semana. Para relajarse, explorar, para ir de excursión con Kevin. Sí, era tentador. Pero poco responsable.


—Quiero asumir mi responsabilidad cuanto antes.


—Ya lo harás, créeme —dijo Samuel, y miró hacia el mar al oír la sirena de una embarcación—. Hernan y Pedro —dijo Samuel, señalando el barco de pasajeros que surcaba el agua frente a ellos—. El Mariner. Lleva a los turistas a ver ballenas.


En aquellos momentos, los tres niños estaban en el interior del fuerte. Cuando la sirena sonó por segunda vez, profirieron una exclamación de alegría.


—En la cena conocerás a Pedro —dijo Samuel.


—Ya lo conozco.


—¿Mientras comía con Coco?


—Sí.


—Le encanta comer, es un tragón —dijo Samuel con una sonrisa—. ¿Qué te parece? ¿Te gusta?


—No mucho —masculló Paula—. Me parece un poco rudo.


—Ya te acostumbrarás a él. Es uno más de la familia.


Paula murmuró algo. Tal vez fuera cierto, pero no formaba parte de la suya.



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