lunes, 29 de julio de 2019
CAPITULO 5 (QUINTA HISTORIA)
Por lo que a Coco concernía, Niels Van Home era un hombre muy desagradable.
No aceptaba críticas constructivas, ni la más sutil de las sugerencias para mejorar.
Ella trataba de ser cortés, puesto que aquel hombre era miembro del personal de Las Torres y viejo amigo de Pedro.
Pero era igual que una china en el zapato.
En primer lugar, era demasiado corpulento. La cocina del hotel estaba primorosamente diseñada y bien organizada. Samuel y ella habían trabajado juntos en el diseño, de modo que el producto final cumpliera con sus deseos.
Adoraba la gran cocina, los hornos, los estantes de acero inoxidable y el lavavajillas completamente silencioso. Le encantaba el olor de los platos cocinados, el zumbido de los ventiladores, el brillo del suelo de baldosas.
Y allí estaba Van Home, o El Holandés, como solían llamarlo, igual que un elefante en una cacharrería, con unos hombros tan anchos como un coche y los brazos llenos de tatuajes. Se negaba a vestir el delantal blanco y prefería llevar una camisa remangada y unos vaqueros mugrientos, sujetos a la cintura con una cuerda.
Llevaba el pelo largo, atado en una coleta. Su rostro era redondo y grandón, normalmente enfurruñado, por lo que sus ojos verdes estaban rodeados de arrugas. La nariz, que se había roto en varias disputas, de lo que parecía muy orgulloso, la tenía aplastada y torcida, y la piel oscura y tan curtida como una vieja silla de montar.
En cuanto a su lenguaje… Coco no se consideraba una mojigata, pero, después de todo, era una dama.
A pesar de todo, aquel hombre sabía cocinar.
Mientras El Holandés preparaba los hornos, ella supervisaba los menús. La especialidad de aquella noche era el estofado de pescado al estilo de Nueva Inglaterra y trucha rellena a la francesa. Todo parecía en orden.
—Señor Van Home —comenzó a decir, con firmeza—. Lo dejo a cargo de todo. No creo que tengamos ningún problema, pero si surge alguno, estoy en el comedor familiar.
El Holandés notó una más de las duras miradas de aquella mujer sobre sus espaldas. Estaba muy elegante, se dijo, igual que si fuera a la ópera. Se había puesto un vestido de seda rojo y un collar de perlas.
—He cocinado para trescientos hombres —dijo—. Puedo arreglármelas con unos cuantos turistas.
—Nuestros huéspedes —dijo Coco, apretando los dientes— tal vez sean más exigentes que una panda de marineros atrapados en un bote oxidado.
Uno de los camareros entró en la cocina en aquellos instantes, llevando unos platos. El holandés se fijó en uno de ellos, a medio terminar. Torció el gesto. En su barco, nadie dejaba los platos a medias.
—No tienen mucha hambre, ¿eh?
—Señor Van Home —dijo Coco, resoplando—. Tiene que quedarse en la cocina permanentemente. No voy a permitir que salga al restaurante y vuelva a reprender a algún huésped sobre sus hábitos de comida —dijo, y se dirigió a otro cocinero—. Ponga más aliño en esa ensalada, por favor —concluyó, y se marchó.
—A veces me dan ganas de largarme —masculló El Holandés, y pensó que, de no ser por Pedro, no aceptaría órdenes de una mujer.
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