sábado, 20 de julio de 2019
CAPITULO 42 (CUARTA HISTORIA)
Llena de energía y esperanza, bajó el último escalón y entró en el vestíbulo.
En el acto reinó el caos. Primero oyó a los perros, Fred y Sadie, ladrar como mil demonios, luego el ruido de pies en el porche y dos gritos.
—¡Mamá! —gritaron Jazmin y Alex al irrumpir en la casa.
Sintió una felicidad instantánea al agacharse para alzarlos en brazos. Riendo, los llenó de besos mientras los perros daban vueltas alrededor de ellos.
—Oh, os he echado de menos. Os he echado tanto de menos a los dos. Dejad que os mire —cuando los mantuvo a la distancia de los brazos, a punto estuvo de perder la sonrisa. Ambos se hallaban al borde de las lágrimas—. ¿Pequeña?
—Queríamos volver a casa —la voz de Jazmin tembló al enterrar la cara en el hombro de su madre—. Odiamos las vacaciones.
—Sssh —acarició el pelo de su hija mientras Alex se frotaba un puño debajo del ojo.
—Fuimos rebeldes y malos —musitó con voz trémula—. Y tampoco nos importa.
—La actitud que he llegado a esperar —dijo Bruno al atravesar la puerta abierta.
Los brazos de Jazmin se tensaron alrededor del cuello de Paula, pero Alex se volvió y adelantó su mentón Chaves.
—No nos gustó la estúpida fiesta, y tampoco nos gustas tú.
—¡Alex! —apoyó una mano en su hombro—. Ya es suficiente. Discúlpate. Le temblaron los labios, pero el brillo obstinado permaneció en los ojos del niño. —Lamentamos que no nos gustes.
—Llévate a tu hermana arriba —espetó Bruno—. Quiero hablar con vuestra madre en privado.
—Ve a la cocina con Jazmin —acarició la mejilla de Alex—. Allí está la tía Coco.
Bruno lanzó un puntapié indiferente en dirección a Fred.
—Y llévate contigo a estos malditos chuchos.
—¿Chéri? —dijo la esbelta morena que se había detenido en el umbral.
—Yvette —sin quitar los brazos de los hombros de los niños, Paula se puso de pie—. Lo siento, no te he visto.
La mujer francesa movió las manos con gesto distraído.
—Te pido disculpas, ya que veo que es muy confuso. Me preguntaba… Bruno, ¿las maletas de los niños?
—Dile al conductor que las traiga —soltó—. ¿No ves que estoy ocupado?
Paula le ofreció a la mujer agotada una mirada de simpatía.
—Que las deje en el vestíbulo. Si queréis pasar al salón… id a ver a la tía Coco —le dijo a los niños—. Se sentirá muy feliz de teneros de vuelta.
Los pequeños se marcharon tomados de la mano, con los perros pisándoles los talones.
—Si pudieras sacar un momento de tu tiempo —comenzó Bruno, mirando de arriba abajo sus ropas de trabajo—, de tu, sin duda, fascinante día.
—En el salón —repitió y se dio la vuelta. Sabía que era esencial mantener la calma. No dudaba de que le soltaría sobre la cabeza lo que fuera que lo hubiera impulsado a cambiar de planes y devolver a sus hijos a casa una semana antes. Eso podía sobrellevarlo. Pero era distinto el hecho de que los niños hubieran estado angustiados—. Yvette… —le indicó un sillón—, ¿puedo ofrecerte algo?
—Un brandy, si eres tan amable.
—Desde luego. ¿Bruno?
—Un whisky doble.
Fue al armario de los licores y mientras servía agradeció que sus manos estuvieran firmes. Al entregarle la copa a Yvette, le pareció percibir una expresión de disculpa y bochorno.
—Bueno, Bruno, ¿quieres contarme qué sucedió?
—Lo que sucedió comenzó hace años cuando tuviste la equivocada idea de que podías ser madre.
—Bruno —empezó Yvette.
—Sal a la terraza. Prefiero hablar esto en privado.
«De modo que eso no ha cambiado» , pensó Paula. Juntó las manos mientras Yvette cruzaba la estancia y atravesaba las puertas de cristal.
—Al menos este pequeño experimento habrá hecho que se olvide de la idea de tener un hijo.
—¿Experimento? —repitió ella—. ¿La visita de los niños fue un experimento?
Bebió un sorbo de whisky y la observó. Seguía siendo un hombre arrebatador con un rostro juvenil encantador y pelo rubio. Pero su carácter estropeaba su atractivo físico.
—Los motivos que me movieron a llevarme a los chicos son asunto mío. Su imperdonable comportamiento es tuyo. Carecen de idea de cómo conducirse en público y en privado. Poseen los modales, la disposición y el ínfimo control de unos paganos. Has hecho un pobre trabajo, Paula, a menos que tuvieras la intención de criar a dos mocosos inaguantables.
—No creas que puedes quedarte ahí y hablar de ellos de esa manera en mi casa —con los ojos brillantes, se acercó a él—. Me importa un bledo si encajan o no en tus patrones. Quiero saber por qué los has traído de vuelta de esta forma.
—Entonces escucha —sugirió y la empujó a un sillón—. Tus preciosos niños no tienen ni idea de lo que se espera de un Dumont. En los restaurantes se mostraron estentóreos y rebeldes, quejumbrosos y quisquillosos en el coche. Cuando se los corregía, se ponían desafiantes u hoscos. En el hotel, entre varios de mis conocidos, su conducta fue una fuente de vergüenza.
Demasiado encendida para sentir miedo, Paula se levantó.
—En otras palabras, fueron niños. Lamento que tus planes se estropearan, Bruno, pero es difícil esperar que unos niños de cinco y seis años se presenten como personas socialmente correctas en todas las ocasiones. Resulta incluso más difícil cuando se ven metidos en una situación que no han provocado ellos. No te conocen.
Él hizo remolinear el whisky y bebió otro trago.
—Son perfectamente conscientes de que soy su padre, pero tú te has encargado de que no muestren respeto por esa relación.
—No, tú lo has hecho.
—¿Crees que no sé qué les cuentas? —con lentitud dejó la copa—. Dulce e inofensiva Paula —ella retrocedió de forma automática, complaciéndolo.
—No les cuento nada sobre ti —soltó, furiosa consigo misma por dar marcha atrás. —¿Oh, no? Entonces, ¿no les mencionaste el hecho de que tienen un hermano bastardo en Oklahoma?
—El hermano de Marina O’Riley se casó con mi hermana. No hubo manera de mantener la situación en secreto, aunque hubiera querido.
—Y no pudiste esperar a incorporar mi nombre —la empujó otra vez y la hizo trastabillar hacia atrás.
—El chico es su hermanastro. Aceptan eso, y son demasiado jóvenes para entender el acto despreciable que cometiste.
—Mis asuntos son míos. No lo olvides —la tomó por los hombros y la empujó contra una pared—. No tengo intención de dejar que te salgas con la tuya en tus lamentables ardides de venganza.
—Quítame las manos de encima —se retorció, pero él no le permitió zafarse.
—Cuando haya terminado. Deja que te lo advierta, Paula. No voy a permitir que difundas mis asuntos privados. Como se corra incluso un simple rumor, sabré dónde empezó, y tú sabrás quién pagará por ello.
—Ya no puedes hacerme daño —se mantuvo rígida, con los ojos firmes.
—No estés tan segura. Ocúpate de que tus hijos se guarden este asunto de los hermanastros para ellos mismos. Si vuelve a mencionarse… —apretó las manos y la alzó hasta ponerla de puntillas—, una sola vez, lo lamentarás mucho.
—Recoge tus amenazas y vete de mi casa.
—¿Tuya? —cerró una mano en torno a la garganta de ella—. Recuerda que solo es tuya porque a mí no me interesaba este ruinoso anacronismo. Provócame, y te llevaré a los tribunales en un abrir y cerrar de ojos. Y esta vez me quedaré con todo. A esos niños les sentará bien un buen internado suizo, que es exactamente donde terminarán como no cuides por dónde vas.
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